La estatua de Colón


Vuelve la Historia a estar en el tapete público, esta vez mediante una de las formas más clásicas de expresión del “pasado acumulado”, como son las estatuas.
Y es que las estatuas, los libros, el nombre que se les coloca a las obras públicas, la conmemoración de fechas, la declaración de días feriados, el nombre como ha de recordarse cada día feriado, y tantas otras cosas constituyen ese pasado acumulado que pueblos y naciones tienen y llaman Historia.
También forman parte del pasado de unas sociedades, países o naciones lo que, no siendo reconocido por sí mismos como Historia, lo es, en otros pueblos. Hay muestras terribles. Los militares norteamericanos que condujeron la guerra de despojo contra México en el siglo XIX terminaron siendo admirados y reconocidos por la sociedad estadounidense, son parte del pasado de un continente que México quisiera pero no puede cambiar. Será por eso que a nadie se le ocurriría pedirle a las autoridades o al pueblo mexicano explicaciones del por qué no ha hecho reconocimiento alguno a esos villanos imperialistas. No hay estatua de ellos en lo que quedó del México decimonónico. No se le reconoce nada a Joel R. Poinsett, Samuel Houston, o al Presidente gringo John Tyler, artífices de la invasión. Por lo demás, tampoco Maximiliano de Habsburgo tiene estatuas en México, aunque lo ocupo bajo el beneplácito de los manitos euro céntricos de entonces.
Pero hay estatuas de Hernán Cortés. En Contraste. Por algo será.
Las estatuas por lo tanto se erigen en reconocimiento que hace la sociedad, los pueblos y los gobiernos de lo que estima una obra bienhechora. Al Capone o Dillinger en su sano juicio nunca esperaron que se erigiera alguna en su honor. Pero los gobernantes musulmanes que permanecieron por más de setecientos años en parte de la península ibérica, llegando incluso a crear universidades (como la de Salamanca, por ejemplo), no encontraron tolerancia en la generación de españoles que le despojo del reino y del gobierno años después. No quedó estatua mora en suelo español, pese a sus logros, ni el Califa, ni los Reyes del Taifas tienen reconocimiento en forma de patrimonio público.
Los adeptos a Santiago Matamoros (apóstol de la paz dicen, pese a su apellido), se encargaron de construir las iglesias católicas en las ruinas de las mezquitas, tratando de borrar todo vestigio del período anterior. Matar Moros no era un delito, mucho menos un pecado, pero sí lo era pretender homenajear a alguno de ellos mediante estatuas después de su expulsión en 1492. Dígase lo que se diga, no hay estatuas alusivas al período nazarí en la tantas veces llamada madre patria, aunque sí hay puentes romanos, villas romanas, acueductos romanos. ¡No se es indiferente ante el pasado: Bienvenida la ocupación romana, abajo la expansión Mora! Nada prejuiciosa aquella sociedad. La práctica de construir iglesias en las ruinas de los monumentos religiosos del vencido, también la aplicarían los discípulos de Santiago en América, contra los templos, estatuas y dioses aborígenes.
Mediante las estatuas se reconoce méritos a un hombre o una mujer, a la época y a la sociedad que le tocó vivir, a sus logros particulares, a las ideas que profesó, a la cultura de entonces, que a veces puede ser la del propio presente. El reconocimiento que se hace al erigido en estatua es intransferible. Ni la comunidad en la cual vivió, ni siquiera la madre o el padre, ni el pueblo de donde es oriundo, pueden sentir que la estatua es para ellos. Como tampoco pueden sentirse agraviados si la ven caer ¡No!. La estatua es un homenaje personalísimo, como suelen decir los abogados. Erigir o derribar una estatua es una relación entre dos: entre el pueblo que la erige o tumba y el muerto que es recordado en pie o en el suelo. Por lo general la Historia recuerda el derribo de estatuas y en poca medida la erección de ellas.
Ningún continente escapa al derribo de estatuas. Hasta en Asia llevaron lo suyo. Allí están Formosa, la que, tras el tratado de Shimonoseki, fue anexada a Japón; Sajalin y el sur de Manchuria en 1905, también anexadas por el tratado de Portsmouth, que permitió crear la South Manchuria Railways, el instrumento más activo de la dominación japonesa en Asia; hasta Corea, que llegó a ser protectorado desde 1905, todos debieron soportar la bota japonesa, pero una vez libres, derribaron todas las estatuas alusivas a ese período, ya que no encontraron mérito alguno en sus dominadores, rechazaron esa época de dominación imperial japonesa, y no vieron logros e ideas a reconocer en la cultura de la dominación nipona.
Algunos pueblos están de acuerdo en erigir estatuas a valores generales o a soldados desconocidos. Allí está la estatua de la libertad, que puede entenderse como un homenaje a Espartaco, el gladiador romano antiesclavista, o a Hill, el Jefe actual del comando sur norteamericano, es el riesgo cuando la estatua no tiene cara conocida y se convierte en un valor genérico que cada quien puede usar e interpretar a su antojo.
No siempre las estatuas corren la misma suerte en todo tiempo y lugar. Hay casos en los cuales el invasor logra salirse con las suyas e impone al vencido la adoración exclusiva a las estatuas impuestas. Hace que el dominado no encuentre méritos en su propia cultura y adore los valores, dioses, ideas y cultura del agresor. Hace incluso, que el dominado permita estatuas a todo aquel que le humilló, vejó, ultrajó Pero eso es posible sólo mediante el exterminio de la resistencia, el genocidio de los pueblos y la transculturación. Pero nadie puede aspirar que ésa sea una adoración perpetua, los pueblos despiertan aunque suelen dormir largos períodos.
A otros se les tiene como más osados, tal vez por su falta de escrúpulos, su doble moral, su constante irrespeto a la humanidad. Los conquistadores y colonizadores ingleses en la parte norte de lo que hoy es Estados Unidos, por sus valores, su cultura, sus ideas, no tuvieron que imponer una cultura a un pueblo que lograron exterminar, no sin poca resistencia. Sobre las ruinas de la cultura Siux y Cheyene impusieron la cultura anglosajona, erigieron sus propias estatuas y redujeron a los antiguos propietarios de aquellos suelos a una cosa que llaman reservas indígenas, que cualquier avisado puede confundir con un circo. Muchos de los que hoy lamentan la caída de la estatua de Cristóbal Colón, también han lamentado que no fuera inglés el almirante colonizador. Vive el transculturizado de lamento en lamento.
Debido a la forma de colonización en la parte sur del continente americano, los castellanos y los otros peninsulares debieron recurrir a otras formas de dominio, aunque no por el sólo hecho de ser diferente la colonización, pueda discutirse si alguno de ellos se merece estatuas y reconocimientos.
Entender la cosa no resulta sencillo. Y es que en la llamada América Hispana, castellanos, asturianos, isleños, andaluces y otros, vinieron sin sus mujeres, debiendo recurrir a la sagrada mano del placer hasta resistir los prejuicios y acostumbrarse a la violación de las mujeres aborígenes o la mujer africana, traída al continente como esclava. Ese hecho, o esos hechos, matizados por la condición inferior en que se tuvo al proveniente de las islas canarias (generalmente viviendo amancebado con una aborigen o una descendiente africana en las afueras de los pueblos, de allí la expresión “blanco de orilla”), dio pie a un mestizaje biológico derivado del hecho carnal, en el cual el intercambio sexual –llevado con repugnancia por parte de la violada- produjo una sociedad bastante compleja para ser debidamente aprehendida, comprendida o cambiada.
Sociedad en la cual, hasta hoy, debido a la complejidad de un proceso que no deja de ser histórico, muchos ignorantes han confundido la existencia de una variedad de tono de colores en la piel de los descendientes de aquellos actos carnales y de fornicación, con un mestizaje cultural. Nada más alejado de la realidad. Por el contrario, los descendientes directos de Cristóbal Colón, sorprendidos por el producto de sus fechorías sexuales, en nombre del Estado, la Iglesia y la respetable sociedad colonial, rápidamente se apresuraron a formular entonces un catecismo de estratificación social, en el cual, el mestizaje biológico estaba claramente reglamentado a fin de garantizar la exclusión y en resguardo de los privilegios de pocos: Los prejuicios y contravalores podrían entonces clasificarse bajo figuras como cuarterones, medio cuarterones, Etc. Etc.
Pero la cosa no paró allí. En la sociedad que sucedió a la llegada de Colón se enseñó entonces a idolatrar los dioses, estatuas, monumentos, símbolos, iconos, ideas y cultura peninsular. Los pueblos fueron rebautizados, tratando en lo posible que no quedara ningún recuerdo de su pasado anterior. Para eso fue necesario escribir una nueva historia y erigir estatuas correspondientes con el nuevo período. Es el momento cuando, para muchos, “comenzó la historia”. Por eso no hay lenguas, ni dioses mestizos, sólo hay mestizos transculturizados.
En los sectores sociales más desfavorecidos, los esclavos y sus descendientes, la población aborigen “integrada” a la fuerza o a través de la “piadosa” obra misionera, y en aquellos estratos donde el mestizaje biológico era más fuerte, la resistencia cultural obviamente amainó. La violencia, la superioridad en las armas de guerra, las epidemias en las poblaciones indígenas o la disgregación de la unidad familiar africana mediante la “caza” de esclavos en África, también facilitaron la imposición cultural de los conquistadores Las cofradías de aborígenes y afro descendientes sustituyeron la adoración politeísta y la santería, por decir algo. Cualquier digresión era reprimida por la Santísima inquisición. El éxito de los colonizadores, en subyugar al otro, en negarle su “yo”, permitió constituir una sociedad “integrada”, “mestiza” (según suele repetirse acríticamente), lo cual no deja de ser paradójico, ya que la integración y el mestizaje suelen ser contradictorios y excluyentes.
Ocurrió realmente que la cultura del español se impuso, a sangre y fuego, sobre las otras dos. La lengua, la religión, el manejo de la administración pública, el sistema de justicia, los cargos militares y religiosos, todo tipo de privilegio estuvo reservado exclusivamente para los llamados blancos peninsulares y sus descendientes. (Los meritócratas de PDVSA se creyeron descendientes directos de aquellos peninsulares). Los llamados blancos criollos no hicieron un problema de aquellos aspectos de la imposición en los cuales sus derechos sociales estuvieron socialmente resguardados. En su momento, sólo lucharon por despojar al primero de la facultad de gobernar, dejando el resto de las cosas como estaban. Pero la guerra, a la cual se recurrió, se les fue de las manos, y debieron incorporar a los sectores variopintos en aquella contienda, que algunas veces adquirió connotaciones de guerra de colores y de clase.
Lamentablemente tales connotaciones no pasaron de eso, connotaciones Aunque la independencia despojó nominalmente a los peninsulares del poder político, solo el casabe, la arepa, el tambor, la llamada magia negra, la brujería, la costumbre de bañarse todos los días y andar aseado –inequívoca práctica aborigen- logró colarse como valores destacados provenientes de la cultura subyacente, dominada o subyugada. Concesiones otorgadas a las denominadas “razas inferiores” por quienes se sentían satisfechos, adueñados del poder político y la supremacía cultural. Con eso era más que suficiente para determinar quiénes serían objeto de reconocimientos y quiénes tendrían estatuas y monumentos.
Si la guerra de independencia no logra insertar en su agenda la dignidad de las culturas aborígenes y afro descendiente, la posterior separación de Venezuela de la llamada Gran Colombia, ocurrida en 1830, dio inicio a un proceso de mayor reconocimiento de los valores coloniales. Buena parte del partido que propicio el quiebre de la unión y la expulsión de Simón Bolívar, cuestionaba lo inútil del proceso independentista y la “liberalidad” en el trato de los grupos étnicos emergentes provocada por la contienda armada. La cosa llegó al extremo de confiscarle los haberes militares, un instrumento creado por El Libertador, que en forma de cesta-tique con respaldo estatal, garantizaba al pardaje el reconocimiento en la tierra y no en el cielo, de sus acciones a favor de la república.

Por lo demás se sabe que la práctica de tumbar estatuas no es nueva en suelo venezolano. Durante el último tercio del siglo XIX se derribaron más estatuas que en todas las revoluciones juntas. Casi todas pertenecieron a Antonio Guzmán Blanco. Este Presidente de la República tenía el afán desmedido de erigirse cuanta estatua le fuera posible, las cuales eran derribadas en forma masiva, apenas se ocultaba el barco que le llevaba a París, ciudad adonde se hospedaba una vez abandonaba el poder en Venezuela. Con la misma secuencia que iba y venía al poder y a París, erigían y tumbaban las estatuas en su honor.
Durante el siglo XX, en 1904 concretamente, se erigió la estatua de Cristóbal Colón que fue recientemente derribada. Realmente correspondía a la conmemoración del 1898 venezolano, los cuatrocientos años de la llegada del almirante genovés a lo que luego se conocería como tierras venezolanas. Como se ha podido apreciar, derribar una estatua es relativamente fácil. Lo es más en medio de las convulsiones sociales provocadas por el huracán revolucionario. En esos escenarios las derriba el pueblo, las naciones, es decir, hombres anónimos que actúan en nombre de la justicia histórica. Siempre ha sido el producto de la efervescencia social en los acontecimientos claves de la revolución francesa, rusa, mexicana, china o cubana. En esas revoluciones muy pocos se preguntaron quiénes arriaron a los derribados.
Cuando los gobiernos e instituciones erigen estatuas a sus antepasados están haciendo una valoración histórica de la acción hecha por el homenajeado. Pero cuando la sociedad está en proceso de cambios profundos, una de las manifestaciones de esos cambios, precisamente ocurre en la valoración histórica. De allí que resulte común reescribir la Historia, renombrar plazas, autopistas, avenidas, tanques petroleros, cambiar los pensa de estudios acerca de la sociedad y su pasado o renombrar los días feriados.
Como la estatua se erige en honor a una persona en particular, con rasgos específicos, no se puede renombrar a tono con los cambios que se producen en la sociedad. Ni siquiera se le puede cambiar la vestimenta, ponerle bigotes o quitárselo si los tiene y luego decir que ha dejado de ser el que hasta ese momento era. Cuando la estatua ha logrado sobrevivir a esos acontecimientos revolucionarios, en los que la pasión colectiva líquida en horas lo que generaciones enteras duran años, o cuando la revolución política no ha tenido esos acontecimientos de días y horas que caracterizaron las revoluciones de los siglos anteriores, suele aplicársele a la estatua, la cirugía administrativa: Bajo el argumento de la construcción de una nueva obra pública, la ampliación de una calle o la construcción de una avenida, la estatua es discretamente movida del sitio público que ha ocupado hasta ese momento para ser trasladada a la falda de una montaña, a una apartada aldea o a un pueblo perdido en el mapa. En Venezuela, los encargados del ornato público en las administraciones municipales durante años han aplicado una política más atroz contra las estatuas: las han dejado morir de mengua y abandono. A Muchos monumentos les falta un brazo o una mano, que pudieran homenajear al “manco de Lepanto”, pero nada que, desidia pura y simple.
Ciertamente, trasladar la estatua problema es la práctica más común en la mayoría de los pueblos en los cuales los procesos de cambio social no han sido el resultado brusco de la acción de las masas: se suele trasladar aquellas estatuas incómodas a otros lugares menos visibles. Como si se tratara de lo que es: Un pasado que no enorgullece a las mayorías comprometidas con el cambio social, pero que representa al fin de cuentas una parte del pasado que, al contrario de la historia escrita, no se puede cambiar, porque no se puede rehacer o hacer de otra manera, como sería lo deseable.

Afirmar que el derribó de la estatua de Cristóbal Colón en Caracas el pasado 12 de octubre es el inicio de la destrucción de la cultura burguesa en Venezuela, por parte de las huestes de “Pol Pot tropicalizados” es, antes que todo, una absoluta estupidez. Mac Donald, Coca-Cola, Shell o Provincial BBVA, por mencionar algunos, son iconos, representativos nítidamente, de esa cultura burguesa actual. Colón sólo es representativo de una forma de dominación y exterminio, de genocidio, como no ha ocurrido en el mundo antes y después de la era cristiana. Eso no ocurrió en Europa en la llamada guerra contra los bárbaros, no ocurrió en la Oceanía, donde el exterminio contra los Guugu-Yimidhirr, pobladores de aquel continente fue significativo y lo sigue siendo, no ocurrió en Asia ni ocurrió en África con el saqueo colonial. Aquí, en la llamada América colombina, se destruyeron culturas conformadas por miles y millones de seres humanos, y es difícil encontrar méritos en esa acción. Identificar a Cristóbal Colón y su estatua con la cultura burguesa es ofender los ideales de quienes lucharon en 1789 en la más clara y denotativa representación de la cultura burguesa en acción: la revolución francesa.
No debe confundirse la gimnasia con la magnesia. El Gobierno Nacional ha condenado enérgicamente la destrucción del patrimonio público como, a fin de cuentas es la estatua de Cristóbal Colón. Patrimonio público como son las aceras, las avenidas, las vallas, escritorios y utensilios gubernamentales. Quién podría estar de acuerdo con dañar las estatuas como patrimonio público, seguro que nadie. Otro gallo cantaría si alguien se atreviese, hoy por hoy, a decirnos que esa estatua es patrimonio cultural e histórico del pueblo venezolano. Ni siquiera la embajada de España se atrevería a tanto, estamos seguros.
Por lo demás, Colón tampoco es representativo del pueblo español, el gallego de la esquina, el vasco del edificio, o el isleño que vive aún amancebado con Juanita, la morenaza de Río Chico, no tienen nada que ver con los atropellos que empezó el almirante. Salvo que confundamos a los representantes del imperio español, a los emisarios de los Reyes Católicos o los gobernantes castellanos de entonces, a los enviados por los dominicos a evangelizar para acumular fortunas, a todos ellos digo, con el pueblo español, llano y simple, el mismo que enfrentó a Francisco Franco y hoy tiene un gobierno que, frente al de Adolfito de Aznar, es un gobierno “progre”, que así gustan decir los españoles, como el de Rodríguez Zapatero.

Héctor Acosta Prieto
Historiador


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