Sin lugar a dudas que en un mundo, donde el control de las ciencias y la tecnología define directamente las relaciones de dominación entre los países, la participación activa de la universidad, centro y fundamental expresión del pensamiento complejo en nuestro mundo, es imprescindible en la lucha por lograr el tan anhelado equilibrio de poder entre las naciones, de manera que sus relaciones se establecieran en función de los principios de respeto, solidaridad y justicia y no de explotación y dominación de unas culturas por otras.
La Humanidad, en los países desarrollados, cada vez se acerca más a la posibilidad de abandonar los valores existentes de relaciones entre los seres humanos, para asumir sin remordimiento ninguno y sin hipocresías de ninguna clase la deshumanización planetaria y proceder a extinguir o dejar en el abandono absoluto a las mayorías miserables que habitan el mundo (Fuenmayor, 2002:9), las cuales pueden llegar a constituir una amenaza contra la pervivencia del modo de vida de occidente en la forma que hoy lo conocemos.
Ante esta realidad mundial actual, es imposible imaginar que podamos imponer un reto ético contrario al señalado, en el que convoquemos a la formación de un hombre más humano, más racional, más comunicativo, más afectivo, más respetuoso de la realidad (Rodríguez-Arana Muñoz, 1999) sin la colaboración decisiva y la alianza, en ese combate, con el pensamiento avanzado del primer mundo. Y es de eso de lo que se trata cuando coincidimos en el llamado por la construcción de una nueva ética, donde la participación universitaria es fundamental dada sus inmensas facilidades al respecto, por una parte, y por ser centro por excelencia de la creación intelectual en todas sus formas, por la otra. Éste sería el primer gran reto ético de las universidades de los países llamados eufemísticamente “en desarrollo”, entre ellos Venezuela.
Pero para ello, nuestras universidades deben enfrentar sus limitaciones, muchas de ellas de carácter ético, las cuales constituyen un obstáculo gigantesco para convertirse en los centros ideológicos de elaboración alterna ante el proceso de deshumanización puesto en marcha en el planeta desde hace ya algún tiempo. Estas limitaciones (Fuenmayor, 2002:9) comienzan por la nula percepción del problema que se avecina, lo que lleva a la ausencia de preparación y de estudios para enfrentarlo. Hay que hacer concientes a las instituciones, sus autoridades, sus investigadores, sus fuerzas de avanzada, del peligro inminente que correría la especie humana en un proceso que ya se ha iniciado y que tiene como blancos a los habitantes de nuestros países, quienes serían las víctimas de esta nueva limpieza planetaria en función de la necesidad de defender a la cultura superior radicada en Europa, Norteamérica y Australia.
Afortunadamente, en varios países desarrollados se viene dando un movimiento científico muy serio de construcción de una nueva ética de valores superiores a los existentes y ya conocidos, que enfrenta además de manera científica y decidida las tendencias deshumanizadoras en desarrollo en el planeta y coloca la discusión en el centro mismo de esas sociedades, a la par de efectuar todo un magnífico esfuerzo por crear la conciencia debida en los países atrasados, víctimas de las permisividades éticas actuales y con el riesgo de desaparecer ante las tendencias deshumanizadoras en desarrollo.
Pero existen otros retos que las universidades del tercer mundo deben asumir, so pena de resultar inefectivas e ineficientes en su tarea de lograr incrementos importantes de la producción de bienes materiales con sus consecuencias catastróficas sobre el desarrollo económico, social y político de nuestras sociedades y la consecuente ausencia de la elevación del nivel de vida de los ciudadanos que habitan el mundo subdesarrollado. Estos retos están presentes en Venezuela y no han sido asumidos consecuentemente por la universidad venezolana y posiblemente tampoco por la latinoamericana.
Nueva ética universitaria
En ensayo anterior decíamos (Fuenmayor, 2002:10) que la universidad, como cuna y expresión de la actividad intelectual creadora, está llamada a desempeñar un papel preponderante en la lucha por una nueva ética, que rija la relaciones entre los individuos y entre los pueblos de una nueva manera, que no atropelle, que no pretenda por ningún medio homogeneizar culturas, deseos e historias; una ética de la solidaridad, de reconocimiento y por lo tanto de respeto de las diferencias; que dé paso a la pluralidad y el diálogo entre las diferentes culturas, al reconocimiento y valoración del otro; un nuevo pensamiento que legitima las diferencias y nos permita recuperar la identidad, que reivindica el derecho de todos a su praxis, enfrentados a sus propios mundos, tal como son, que niega la validez de un concepto de universalidad que se fundamenta en la homogeneidad y estandarización y que reivindica la universalidad basada en la pluralidad cultural, forjada a lo largo de la vida a partir de sus propias prácticas sociales y su propia ética (Serrano, 1998).
Para asumir ese reto se requiere que la universidad venezolana se percate del problema en gestación y le dé la importancia debida, de manera de incorporar de inmediato, en sus actividades académicas usuales, el estudio del nuevo fenómeno y de construir y ayudar en la construcción de la necesaria red de alianzas locales y universales, para enfrentar exitosamente los peligros derivados de comportamientos antiéticos en las relaciones entre pueblos o del cambio de paradigma actual en relación con los derechos humanos universales. La construcción de una nueva ética, cualitativamente superior a la existente, pasa por lograr que el personal académico y los estudiantes internalicen la necesidad como suya, de manera de dirigir la mayor parte de los esfuerzos en ese único sentido.
Para lograr esa meta la universidad necesita lograr que su comunidad se comporte éticamente en sus labores académicas y administrativas, de manera de poder dedicar el máximo esfuerzo al nuevo y urgente reto. Hay que responsablemente decir que las comunidades universitarias venezolanas no están convenientemente preparadas para asumir estas nuevas responsabilidades, situación que obliga a la instrumentación de programas de formación sobre la materia, con diferentes grados de participación de los involucrados en esta novedosa actividad. Si este proceso no se da de esta manera, sino en medio de unas comunidades sin principios éticos de ningún tipo, permisivas en sus condicionamientos morales, indisciplinadas en el trabajo, sin una clara formación universal, sin un compromiso intelectual permanente, que parece ser la regla de casi todas nuestras comunidades universitarias, concluiríamos que no se puede contar con nuestras instituciones de educación superior para los importantes combates que se avecinan en este campo.
En el ensayo nuestro ya mencionado (Fuenmayor, 2002:10) señalábamos como indispensable que se impusiera en las universidades y demás instituciones superiores de educación e investigación la ética del conocimiento, que dirigiera la conducta de los universitarios en el sentido de actuar y enseñar a actuar sin prejuicios, sin posiciones visceralmente asumidas, sin fanatismos, sin a priori. Con ello queríamos enfatizar como obligatorio en este nuevo proceso la necesidad de la objetividad de los juicios y la obligatoriedad de desechar aquéllas posiciones y comportamientos impulsados exclusivamente por una visceralidad extrema, que impide cualquier aproximación al conocimiento de la realidad y nubla totalmente nuestros sentidos. Una ética que reclame conductas basadas en el conocimiento de la realidad, en la objetividad de los hechos, en el estudio de la historia, en la práctica social, (..) es la universidad con sus investigadores humanistas y científicos la que nos puede dirigir u orientar en este sentido, con sus discusiones permanentes, con su actividad editorial, con sus investigaciones.
La universidad debe reivindicar dentro de su comunidad la ética del trabajo, la cual está en total contradicción con el “facilismo” imperante en nuestras casas de estudios, pues si algo caracteriza a la actividad académica es la profundidad del conocimiento que se maneja, la cual requiere de intenso trabajo y profundos esfuerzos, imposibles de realizar en una institución con laboratorios cerrados, aulas de clases vacías, escuelas y facultades inactivas, bibliotecas paralizadas, enfrentamientos violentos entre miembros de la comunidad, ausencia de autoridad, todo lo cual crea un conjunto de situaciones que nada tienen que ver con la universidad y que la va apartando de sus actividades esenciales o la relega a ser una institución bizarra, irreconocible y completamente inservible al objetivo superior que estamos planteando como necesario en la coyuntura actual. Estas situaciones, estamos seguros, obedecen a planes finamente diseñados incluso más allá de nuestras fronteras, precisamente por los enemigos que debemos enfrentar.
Una ética del trabajo significa el mantenimiento del funcionamiento de las universidades por encima de cualquier contingencia, la cual siempre será menos importante que las consecuencias de la paralización. Mantener las instituciones universitarias abiertas y funcionando a plenitud sólo se corresponde con la existencia de autoridades muy bien formadas, capaces, eficientes, eficaces, honestas, dedicadas, en todos los niveles de dirección, lo cual es una situación totalmente incontrolada en nuestras universidades, pues sus claustros universitarios no fueron construidos en muchas ocasiones sobre bases académicas sólidas, sino sobre condiciones de clientelismo partidista, nepotismo, amiguismo y control político de las instituciones, las cuales no gradúan profesionales en los tiempos oportunos, no producen conocimientos suficientes en calidad y cantidad y, en muchas ocasiones, se colocan al servicio de intereses contrarios a los populares y nacionales.
Calidad con equidad y pertinencia
La realización de las actividades universitarias debe desarrollarse dentro de los mayores niveles posibles de calidad; hay como consecuencia una ética de la calidad. Estas instituciones no son para recibir en su seño y realizar sus delicadas tareas con élites sociales, ni económicas, ni políticas, ni religiosas. Son instituciones productoras de saberes y, por lo tanto, para el trabajo y desempeño de élites intelectuales. Su principal función es la creación intelectual en todas sus formas llevar y sus actividades académicas deben ser llevadas hasta los más elevados niveles de excelencia, que el desarrollo actual del conocimiento y las capacidades de sus comunidades permita. Su actividad creadora, además de incrementar el patrimonio cultural de la Humanidad y ayudar al avance del conocimiento científico universal, debe permitir la obtención de conocimiento pertinente a las necesidades de la población y así contribuir aceleradamente a resolver los graves problemas nacionales, además de asumir los retos que el verdadero desarrollo significa.
La calidad también se establece en las funciones docente formativas de las universidades: en la formación de profesionales, especialistas e investigadores, tanto en número suficiente para los requerimientos de la sociedad como en formación acorde con el avance científico, humanístico y tecnológico del mundo, aunque perfectamente preparados para entender y atender nuestras características particulares como nación y como pueblos. Calidad de la formación y del trabajo de sus investigadores que les permita crear una comunidad científica respetada internacional y nacionalmente por su elevada y calificada producción intelectual; calidad que se desarrolle en el trabajo con las comunidades, sus líderes locales, los gobernantes locales, regionales y nacionales, para elevar las capacidades y la calidad del trabajo de la gente de manera que puedan asumir sus retos, administrar sus recursos y forjar sus propios destinos.
Calidad que, como dijimos en trabajo anterior (Fuenmayor, 2002:11), debe incluir a la equidad, entendida ésta en una nueva y mucho mayor dimensión, que supere el concepto actual que la entiende solamente como igualdad de oportunidades para todos, sino que la considere más allá de las “oportunidades” como un problema de estar en condiciones o no de aprovechar esas oportunidades cuando se presentan, pues nuestra diversidad humana, social y nacional: cultura, clase, religión, etnia, sexo, educación, condición física y ecológica, provoca problemas de ventajas y desventajas en lo que la gente es capaz de hacer con las “oportunidades” que se le brindan... Se trata más bien de un problema de las capacidades que se tenga para aprovechar las oportunidades que se presenten; para percatarse de ellas, para poderlas utilizar y utilizar exitosamente. No todos tienen las mismas capacidades de “aprovechar” las oportunidades que se les presentan. Habría que distribuir de un modo mucho más equitativo las “capacidades”, de manera de garantizar que, a pesar de las diferencias antes señaladas, permitan la realización de toda esa pléyade de “oportunidades”, lo que significa un cambio conceptual cualitativo muy importante sobre el cual debería comenzarse a trabajar.
Hemos señalado en trabajos anteriores que consideramos que el concepto de calidad incluye también los atributos de eficiencia, eficacia, efectividad y transparencia en la gestión universitaria, por lo que no insistiremos en ello nuevamente.
Autonomía y autocontrol institucional
Se hace necesaria e impostergable una revisión ética de conceptos como el de autonomía universitaria, pues detrás del mismo se han venido escondiendo distintas perversiones en la actuación de autoridades universitarias de diferentes niveles, en la actividad de gremios y sindicatos, en la labor académica de profesores y en el comportamiento de estudiantes y sus dirigentes. Esto ha llevado a un deterioro grave del funcionamiento universitario y al estancamiento de distintas instituciones. En buena parte de las instituciones los concursos de oposición no funcionan como deberían funcionar, pues la selección de los profesores no garantiza la escogencia de los más capaces, aptos y motivados; los ascensos se retrasan injustificadamente y no favorecen el trabajo intelectual creativo, sino el compromiso politiquero, grupal, el amiguismo y compadrazgo.
El patrimonio institucional es manejado alegremente, muchas veces signado por elementos claros de corrupción, con el enriquecimiento ilícito de autoridades y funcionarios, perversiones inaceptables que han conducido a daños y pérdidas patrimoniales irreparables en varias universidades. La producción académica institucional ha caído muy por debajo de lo sostenible, manteniendo a las actividades de investigación en un claro marginamiento inaceptable y suicida. Se impone una discusión muy sincera y seria con los universitarios para el establecimiento de una ética de la autonomía responsable, que entienda que se trata de una condición otorgada por la sociedad, para garantizar que la creación intelectual se lleve a cabo dentro de las instituciones con absoluta y segura libertad, y que tiene como contraprestación por parte de las instituciones una prolífica y útil producción intelectual, una formación de profesionales y especialistas preparados para enfrentar las necesidades sociales y una actividad de extensión ajustada a los retos sociales y del Estado.
Significa también que la sociedad y el Estado han sido convencidos de la capacidad que ha adquirido la comunidad universitaria para garantizar el autocontrol institucional, sin ninguna fuerza externa que la obligue o ayude; capacidad para detectar las fallas y corregirlas, para conocer sus limitaciones y superarlas, para evitar distorsiones y erradicar las perversiones que puedan producirse. La institución debe estar preparada para que la autonomía no se transforme en fuente de privilegios para distintos grupos, en impunidad ante la comisión de una serie de irregularidades y en refugio de quienes practican la corrupción en sus variadas formas.
Autonomía que se obtiene luego que la institución demuestra haber alcanzado su madurez, pero que no se constituye luego en un derecho eterno, que no se pierde aunque la universidad deje de servir a los fines de su creación como institución de educación superior (Fuenmayor, 2002:11). Es decir, una nueva concepción que considera que la autonomía se obtiene en un momento del desarrollo institucional, cuando se puede predecir con base en información objetiva que la institución ya está madura y, por consiguiente, preparada para ejercer su autocontrol institucional. Pero, si con el correr del tiempo, la institución se desvía de sus elevadas funciones, se desorganiza, se pervierte, corre el riesgo de desaparecer como institución educativa superior y es incapaz de reencontrar su rumbo académico, debe la sociedad asumir de nuevo su conducción hasta corregir la situación y retomar el camino perdido o abandonado.
Conclusiones
Ante los cambios que las nuevas necesidades planetarias del capitalismo puedan producir, con la posibilidad de la aparición de una nueva civilización basada en la deshumanización del Hombre y su justificación con un paradigma ético contrario al que la Humanidad ha construido, se hace indispensable y urgente profundizar la ética existente de los valores trascendentales del Hombre, para salirle al paso a quienes, en busca de poseer las fuentes de agua del planeta, por ejemplo, no vacilarían en destruir a una parte importante de la población mundial y en someter a los sobrevivientes al marginamiento social más lastimoso y miserable. Construir una ética que enfrente esta cruel posibilidad y extenderla en el mundo entero es una obligación del pensamiento avanzado de los países desarrollados y de las universidades del mundo subdesarrollado, víctima principal de los nuevos y “más avanzados” valores. Pero para ello, debemos construir una universidad con valores éticos en sintonía con los que queremos impulsar en el mundo desarrollado. Éste es el reto más grande que hayan confrontado los universitarios venezolanos. Es, sin lugar a dudas, el mayor reto que haya tenido la universidad venezolana en toda su historia.