Precisamente en aquel aniversario del 19 de abril de 1810, Miranda fue quien presidió las ceremonias en el Congreso; y sin duda su portentosa presencia, sus modales exóticos, su mirada ardiente y dominadora, aumentaría el interés y la admiración del pueblo, que hasta entonces apenas lo conocía por vagas referencia. Todos sabían que durante muchos años, y aun en sus momentos de triunfo, siempre había vivido entre asechanzas movidas por las cortes de España, Francia e Italia; ante el peligro de caer en uno de aquellos calabozos del antiguo régimen que “la razón de estado” cerraba para siempre detrás de sus víctimas con una lapida de olvido y muerte. A algunos les seduciría más escuchar de sus propios labios los esplendores y miseria de la revolución Francesa; cómo había escapado del tribunal del terror, o cómo era, cuando él lo conoció, este Napoleón que ahora esclavizaba el mundo. Pero cuando de estos temas de conversación –que al fin y al cabo eran frivolidades para Miranda- pasaba a considerar los problemas actuales de la patria, lo que era urgente hacer o evitar, no pocos se sentían cohibidos ante el imperioso y experimentado conspirador. En algunas no se había borrado todavía la imagen de “agente de los ingleses” y a otros –quisquillosos letrados provincianos- los hería el aplomo de aquel hombre que había viajado tanto en la historia y por el mundo.
También en la sociedad patriótica Bolívar se hizo conocer, por primera vez, como tribuno. Su discurso en ella, el 3 de julio de 1811, es la primera de sus arengas que ha recogido la Historia. Ese día, como todos los anteriores, el tema de discusión era la necesidad de decidir a los congresistas a proclamar la independencia; y como alguien insinuara que así la sociedad patriótica se convertiría en otro congreso, Bolívar le responde; “no es que hay dos congresos. ¿Cómo fomentaran el cisma los que conocen más la necesidad de su unión? Lo que queremos es que esa unión sea efectiva, para animarnos a la gloriosa empresa de nuestra libertad; unirnos para reposar, para dormir en los brazos de la apatía, ayer fue una mengua, hoy es una traición. Se discute en el congreso nacional lo que debiera estar decidido. ¿Y qué dicen? Que debemos comenzar por una confederación, como si todos no estuviésemos confederados con la tiranía extrajera. Que debemos atender a los resultados de la política de España. ¿Qué nos importa que España venda a Bonaparte sus esclavos o que los conserve, si estamos resueltos a ser libres? Esas dudas son tristes efectos de las antiguas cadenas. ¡Que los grandes proyectos deben prepararse en calma! trescientos años de calma ¿no bastan? La junta patriótica respeta, como debe, al congreso de la nación, pero el congreso debe oír a la junta patriótica, centro de luces y de todos los intereses revolucionarios. Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad sudamericana: vacilar es perdernos. Que una comisión del seno de este cuerpo lleve al soberano congreso estos sentimientos”.
Al mismo tiempo, se trabaja. Miranda que había traído la primera imprenta a Venezuela, y que después fundó en Londres un periódico, El colombiano, destinado a dar calor a la independencia americana, debía sentirse conmovido al ver que además de la Gaceta de Caracas, que comenzó a editarse en aquella imprenta en 1808, otros cuatro periódicos había aparecidos en la capital después de la revolución, el semanario de Caracas, el mercurio venezolano, el patriota de Venezuela y el publicista de Venezuela. Folletos y obras de propaganda o estudio llegaban con relativa abundancia del extranjero; pero, además, en la propia ciudad se publicaron derechos de la América del sur y México, por William Burke; la Lógica, de Condillac; los derechos del hombre y del ciudadano; reimprimió el diario político de santa fe de Bogotá; etc. Un aviso aparecido en la gaceta de Caracas anunciaba una traducción del contrato social. Gran repercusión tuvieron dos obras traducidas y publicadas en Filadelfia por el venezolano Manuel García de Sena: la independencia de la costa firme justificada por Tomás Paine treinta años ha y la historia concisa de los estados Unidos desde el descubrimiento de la América hasta el año de 1807. unas afirmaciones de Burke sobre la tolerancia religiosa desataron una polémica apasionada; y nada menos que la Real y pontifica Universidad de Caracas, que más que nunca era en esos momentos real y Pontifica –o sea reaccionaria- acordó contestar al imprudente extranjero con todo un libro, cuyo título nos hace hoy sonreír: la intolerancia político-religioso vindicada.
Los pensadores criollos se mostraban muy sensatamente preocupados de los problemas sociales que debían acompañar al sacudimiento político. Muñoz Tébar, en el mismo discurso con que inflamaba al pueblo el 19 de abril de 1811, le advertía sin embargo: “Escapado de la tiranía, su vuelta nos preocupa únicamente; pero la anarquía es también la tiranía, complicada con el desorden…” el licenciado Miguel José Sanz pedía una ley agraria que hiciese más justa y provechosa la distribución de la propiedad en los campos: “¿Por qué –escribía- algunos propietarios de ganado han de ocupar terreno, cuya sola extensión parecerá increíble a quien no la conozca? ¿Por qué no se ha de entregar en venta, o en largos arrendamiento, aquellas partes de estos territorios que están inútiles para la cría y conservación del ganado, puestas en mano de uno solo, y que multiplicarían la especie si la poseyeran diversos? El gobierno debe considerar este punto con tanta mayor atención, cuanto que el estriba una parte muy principal de la felicidad de la provincia… cuán escandaloso ver valles y montañas feraces, pero incultos, en el dominio de un solo propietario, que por su poca facultades para ello, o por desidia, o por caprichos extravagantes ni lo cultivan ni los vende a otros que contribuirán a la abundancia común, a su utilidad particular, y a las rentas del estado...
¡Ojala que una ley agraria, justa, equitativa y sabiamente meditada, destruyese una costumbre tan perjudicial a ellos y a los mismos propietarios!
Pero lo más importante es que Venezuela había decidido darle forma constitucional a la revolución. El 2 de marzo de 1811 se instaló el congreso convocado por la junta suprema; el 5 de julio declaró la independencia de Venezuela, y al 14 del mismo mes se publicó solemnemente el acta correspondiente y fue izada por primera vez en Caracas la bandera nacional. Era la misma que había ideado Miranda, y la alzaron en la plaza mayor los hijos de José María España, cumpliéndose la profecía de que su memoria sería honrada en el propio lugar de su suplicio. En diciembre de ese mismo año quedó sancionada la ley fundamental del nuevo estado.
Esa constitución era, pues, la primera de la América hispana; y esta particularidad no carece de importancia. Porque en los años subsiguientes los venezolanos tuvieron que hacer frentes a las expediciones más poderosas que envió España para la reconquista de América, ayudados solamente por sus vecinos de Nueva Granada; y ese terrible empecinamiento a que los obligó la guerra, y el hecho que fueron venezolanos los Generales victorioso que dieron remate a la emancipación Americana en Perú, elevó tanto el prestigio militar de Venezuela que hizo olvidar el de sus pensadores y políticos. Como tierra de caudillos, han querido por eso glorificarla: algunos escritores, arteramente; otros, y entres ellos no pocos venezolanos, por ingenuo deslumbramiento. Es también natural, pues, que entre otros hechos, se cite que la nuestra fue la primera constitución hispanoamericana. La verdad completa es que Venezuela se anticipó a darle base jurídica a su revolución con tanta vehemencia como demostró después para defenderla.
También fuera de esas discusiones, que a menudo llegan a ser pueblerinas, es justo señalar que aquella constitución tuvo alcance continental, por que fijó en forma categórica que la revolución debía ser republicana y democrática. Aun antes de declararse la independencia, cuando se discutías acerca de ella, don Martín Tovar que ya era cuestión decidida por el congreso, “y es la prueba –decía- que ha comisionado a algunos de sus miembros para el proyecto de una constitución democrática”. Ni la republica fue, pues, en Venezuela, obra de los caudillos; ni la democracia se le impuso por los azares de la guerra; una y otra nacieron de una definición doctrinaria que aquellos fundadores de la patria sentía como la primera justificación moral de su lucha por la independencia.
Otros principios de esa constitución indican también las generosas aspiraciones con que comenzaba la emancipación de Americana. Podían ser miembro del supremo poder ejecutivo –que se confiaba a un triunvirato- no solamente todos los americanos, sino también los españoles y canarios, con la única condición de haber reconocido y jurado la independencia. La junta suprema se había dirigido a todos los ayuntamiento de América, poco después del 19 de abril, excitándolos “a contribuir a la grande obra de confederación americano-española”, y envió comisionado a la Nueva Granada, para que estableciera con este país vecino un tratado de “amistad, alianza y unión federativa”. La constitución de 1811 precisó más aún esos propósitos, pues a la vez que declaraba inviolables sus preceptos, prometía “alterar y mudar en cualquier tiempo está resolución, conforme a la mayoría de los pueblos de Colombia que quieran reunirse en un cuerpo nacional para la defensa y conservación de su libertad e independencia”. Desde luego, Colombia era para ellos y conforme al pensamiento de Miranda que ya hemos expuesto, la América española. O mejor: “la España Americana”. Porque esta expresión, que venía del jesuita Vizcardo, entonces se puso de moda y resulto muy feliz: ratificaba la unidad espiritual del mundo hispano, sin excluir la metrópoli, y, a la vez, destruía el equívoco de que la América española se llamara así por pertenecer a España.
También las canciones patrióticas llevaban hasta el pueblo los mismos sentimientos de unidad continental. En la que alcanzo más popularidad, escrita en esos días por don Vicente Salías y que llegaría ser el himno nacional de Venezuela, se proclamaba con la ingenuidad de un villancico:
“unida por lazos que el cielo formó, la América toda existe nación”.
El cielo. No sospechaba que también el infierno se preparaba a intervenir.
Como el que extraviado en las riberas de un lago, sigue apresuradamente su orilla, y no advierte cuando comienza a regresar el punto de partida, así los revolucionarios, por alejarse demasiado aprisa de régimen que han derribado, a veces vuelven a él por un insidioso extravío.
La republica proclamada por Venezuela en julio de 1811 iba a desaparecer justamente un año después, en julio de 1812, en gran parte por esa causa. Preocupados sus legisladores por el peligro de que un gobierno fuerte se hiciera despótico, y cuidados de evitar también que el poder central oprimiera a las provincias, confiaron el ejecutivo nacional a un triunvirato y consagraron como régimen del nuevo estado el sistema federal, con cuerpos deliberantes en cada una de las entidades confederadas y, naturalmente, con la facultad de darse ellas misma su propia constitución. Precauciones estas, desde luego, que se impedían a los gobernantes hacerse tiránicos, en la misma medidas estorbaban la estabilización y defensa de la república.
En vano se opusieron a esas exageraciones algunos patriotas prudentes; entre otros, Miranda, que tenía amargas experiencias de ellas, y Bolívar, cuya visión política se manifestó desde entonces valiente y precisa.
No faltaron tampoco indicios de que graves dificultades se aproximaban. La regencia española hostilizaba a la naciente república y había decretado el bloqueo de sus costa; también era de proveer si Napoleón lograba la completa sumisión de la metrópoli, intentaría sojuzgar estas dependencia de ultramar; Guayana, en el sureste, volvió a manos de los realista poco después de su pronunciamiento por la patria; y en la propia Caracas, antes de finalizar el año 1810, había sido preciso sofocar un movimiento contrarrevolucionario.
Contra Coro, donde se hacía frente el activo Gobernador español don José de Ceballos, la junta suprema organizó una expedición al mando del Marqués del Toro, pero éste fue derrotado y los bisoños milicianos que formaban su ejército se dispersaron. En el oriente del país y en la Guayana, realista y republicano se batían con alternada suerte.
En julio del año 11 se volvió a producir en Caracas un conato de rebelión; y la ciudad de Valencia, subleva sorpresivamente, quedó en manos realistas. Lo de Caracas no pasó de una grotesca asonada de algunos “isleños”. Pero los rebeldes de Valencia lograron derrotar al Marqués de Toro, a quien una vez más confió su ejército el gobierno. Entonces se organizó una expedición al mando de Miranda, y Bolívar hizo en ellas sus primeras armas, ya como coronel y jefe del Batallón Aragua. El general Miranda, que según el Escocés Semple, entonces en Venezuela, “se expuso el mismo considerablemente”, cita por tres veces a Bolívar en sus partes al gobierno: para indicar que con don Fernando del Toro –que quedo herido y para siempre invalido- atacó el 23 de julio los dos puntos donde el enemigo se había hecho fuerte; entre los oficiales que sobresalieron en esa acción; y, el 13 de agosto, para anunciar que “se ha distinguido en la diversas funciones que ha tenido a su cargo” y que, en unión del Capitán Francisco Salías, lleva el ejecutivo informes verbales.
La ciudad fue tomada después de sangrientos ataques; pero a pesar de que la intentona de los canarios en Caracas había sido duramente castigada, por una de esas inconsecuencia de los cuerpos deliberantes, los rebeldes de valencia fueron indultados por el congreso. “la pacificación –observaría después Bolívar en su manifiesto de Cartagena- costo cerca de mil hombres, y no se dio a la vindicta de las leyes un solo rebelde, quedando todos con vida y los más con sus bienes”.
Pero más funesta fueron las ilusiones que se hacían los legisladores en cuanto a la propia organización de las fuerzas militares: “se establecieron –narra Bolívar en el mismo documento- innumerables cuerpos de milicias indisciplinadas, que además de agotar las caja del erario nacional en los sueldos de las planas mayores, destruyeron la agricultura alejando a los paisanos de sus lugares, e hicieron odioso al Gobierno, que los obligaba a tomar las armas y abandonar a su familias. Las Republicas, decían nuestros estadistas, no han de menester hombres pagados para mantener su libertad: todos los ciudadanos han de ser soldados cuando nos ataque el enemigo… el resultado probo severamente a Venezuela el error de su cálculo, pues los milicianos que salieron al encuentro del enemigo, ignorando hasta el manejo de armas, y no estando habituados a la disciplina y obediencia, fueron arrollados al comenzar la última campaña, a pesar de los heroicos y extraordinarios esfuerzos que hicieron sus jefes para llevarlos a la victoria”.
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