Durante el Caracazo nadie vio el rumbo cierto. Cien
partidos y cien mafias se disputaban el poder. Venezuela no existía, Venezuela
era un caos, un basurero petrolero, un desmadre al que todos los bandidos
entraban a saco. Aquí se llegó a creer que nunca pasaría nada; que eso de
revolución era un pasatiempo de cafetines, entretenimiento para los borrachitos
en los bares de Sabana Grande, un espejismo que tuvo efectos desastrosos hacía
muchísimos años. Un jueguito de malabarismos mentales. Que a todos nos había ya
pasado el tiempo de
arrecharnos, de salir a cambiar el mundo, y que lo
de una acción revolucionaria era de lo más absurdo, cuando no de lo más
ridículo en este mundo. Ya parecía que no nos interesara nada, ni Bolívar, ni
la revolución cubana o sandinista, ni la manera como habían muerto el Che o
Allende, ni los que sufrían en Bolivia o los que luchaban en tantos pueblos de
África. Y entonces comenzó a producirse en tanta gente un envilecimiento
generalizado en el que lo único que importaba era ahorrar para irse de paseo en
un crucero, hacer fiestas en McDonald’s, irse de compras a Miami, olvidarse de
todos los males sociales y ocuparse únicamente de uno, de nuestros goces, de nuestras
necesidades y problemas. El descreimiento en todo era pavoroso, y pasaban por
locos los que todavía soñaban, los que se hundían en la gloriosa gesta de
Independencia y andaban solitarios con la cabeza en llamas pensando en los
dolores de Bolívar.
Lo cierto era que no teníamos país, mucho menos patria, sin
capacidad para amar lo que valía la pena. El dinero había que conseguirlo de la
manera que fuese: robando, mintiendo, estafando, y la viveza se convirtió en un
arte, en una necesidad, en un artilugio fundamental para sobrevivir. Ante toda
esta degradación que avanzaba brutalmente, con tanta gente regodeada en la
charca, sobrevino un holocausto moral que nos dejó sin luces ni siquiera para
concebir medianamente el horror en el que nos consumíamos. En cierto modo
estábamos peor que en 1810 porque aunque entonces se sufría una esclavitud de
tres siglos, aquellos hombres ansiaban salir al campo y luchar, dar la vida por
romper con aquel estado encanallado (aunque de momento no conociesen qué rumbo
tomar); pero ahora, a finales del siglo XX, los de nuestra generación se
acoplaban gustosos y resignados a sus plagas y perdiciones. El imperio con su
capitalismo nos había degenerado sutilmente hasta niveles en los que la
condición humana y nuestros más sagrados valores casi habían desaparecido.
Pero no era Venezuela únicamente la desquiciada, era toda
América Latina, a excepción de Cuba.
Y fue en aquel Estado de pavorosa desintegración moral
cuando estalló la insurrección dirigida por un valiente grupo de soldados
bolivarianos: el 4 de febrero de 1992.
jsantroz@gmail.com