Venezuela se ha teñido de rojo rojito. Ha sido, desde luego, una gran victoria política, una apertura a la posibilidad de profundizar la revolución, de dar el salto hacia conquistas superiores, bajo la condición de que también puedan sobrepasarse globalmente (en los ámbitos del Gobierno y del Partido) las trabas burocráticas y el conformismo reformista.
No se trata de una victoria para enorgullecerse. Ni el PSUV ni las otras organizaciones del proceso deben dar pábulo a esa actitud, pues, bien mirado el asunto, es preciso darle la razón a la camarada Ismenia González, una notable militante pesuvista de El Hatillo. “No hicimos el trabajo”, dijo ella, y es verdad. No lo hicimos, no se ha hecho. Desde los propios comienzos las más lúcidas mentes revolucionarias, en primerísimo lugar la del presidente Chávez, han señalado que la tarea fundamental es la de iluminar la conciencia, la de educar ideológica y políticamente al pueblo para que su conexión emocional con el líder se convierta en fuerza material indestructible, inmune a cualquier circunstancia adversa y presta para tornarse invencible en su histórica empresa de transformar la sociedad.
En esa tarea corresponde a los concienciadores concienciarse también, en términos de mutuo aprendizaje con el pueblo, y en ella deben participar todos los colectivos partidistas y no únicamente secciones especializadas. Sólo así puede realizarse en forma cabal.
Este escribidor, ganado por aquel vital señalamiento, intentó recogerlo en un breve decir: “poner la conciencia al nivel del corazón”. No con la pretensión de proponer la frase como guía o consigna, sino sugiriéndola en calidad de pequeña contribución al esfuerzo que a todos nos toca.
Fidel Castro, iluminador esencial, nos advirtió hace tiempo, a propósito de un resultado electoral, que en Venezuela no puede haber cuatro millones de oligarcas. Desde entonces varios cientos de miles de compatriotas más, a veces millones, se han subido al carro de la oligarquía, ganados por los cantos de sirena alienadores y votando contra sus propios intereses. Eso significa batallas perdidas.
Nada justifica que a estas alturas la derecha pueda triunfar en tres entidades y lograr resultados estrechos en otras, ni tampoco la abstención tan abultada, indicadora de un nivel muy bajo de politización. No hemos podido reducir sensiblemente el déficit de conciencia, y la existente es mérito casi exclusivo de Hugo Chávez.
No nos envanezcamos. Victoria grande sí, “victoria perfecta” no. Con humildad hay que lanzarse en busca del tiempo perdido, valga la memoria de Marcel Proust. Perfecta será cuando hayamos rescatado las masas alienadas.
Y en pos de ello, Partido y Gobierno tienen que ponerse a la altura del líder llanero y alcanzar el tamaño del compromiso histórico planteado.
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