Publicidad y cultura

Otra vez en el palenque el asunto de la legislación en materia de telecomunicaciones. Bandas anchas y mentes flacas, monopolios van y competencia viene, todo medido en herzios y millones. Todo en manos de los especialistas en materia tan inmaterial (¿Será oxímoron?) que, muy orondos, nos ven por encima del hombro a los ignorantes y continúan con sus peroratas, en un lenguaje que sólo ellos entienden. Perdidos entre los detalles técnicos, unos, y apantallados por la sapiencia, otros, la cosa es que el meollo del asunto anda de incógnito en una selva de engaños y confusiones, entre ellos el más socorrido es aquel que enarbola que, en virtud de las leyes, se tendrá una mayor competencia que resultará en beneficio de la sociedad. ¡Qué falsedad! Lo he escrito repetidas veces en estas páginas; la mayor competencia entre empresas comerciales de televisión sólo generará mayor vulgaridad, que no de otra manera pueden ampliar la cantidad de su audiencia por la que compiten para mejor cotizar el tiempo de publicidad. Si los costos de tal tiempo se reducen o no, es cosa que al público nos tiene sin cuidado, salvo porque propiciará una mayor exposición del auditorio al bombardeo de comerciales enajenantes, que es la cuota que pagamos para poder “disfrutar” del ocio hogareño. La intelectualidad progresista parece estar fuera de lugar ante el apabullante tecnicismo; los políticos de izquierda se dan por satisfechos con que se rompa el monopolio televisivo, incapaces de ver más allá de su nariz.


La publicidad es el meollo del asunto y de ello ni se habla; se da por hecho y no se debate: así tiene que ser y punto. Los contenidos de la programación afectan por su carácter malformador, pero la publicidad es el ariete de la adopción de formas culturales ajenas a la realidad nacional, particularmente las que se refieren a las maneras de satisfacción de las necesidades humanas. La gente consume lo que se publicita, aún cuando apenas tenga una ínfima posibilidad de consumir. Se mueren de hambre, pero no dejan de engañarla con la cocacola y los gansitos, la chatarra pues. No tienen para vivir, pero cómo le van a negar al niño el juguete que vio en la tele. Cómo escapar al señuelo de las muy “sabrosas y nutritivas” sopas instantáneas. O la campesina que en la tienda comunitaria exige el jabón del “chacachaca” que le anuncian en la tele, aunque no tenga lavadora. Si la medicina se publicita es porque ha de ser buena. Esta es la verdadera deformación cultural y esto es lo que va por la banda ancha que tanto se pelea.
Según sus teóricos, para que el libre comercio sea funcional y la competencia se acerque a la condición de perfecta, es indispensable que la masa consumidora esté plenamente informada respecto de las características de los bienes y servicios que se ofrecen en el mercado, de manera que con sus decisiones de compra premie a los mejores o castigue a los que no lo son. La publicidad comercial, en particular la mediática, es la negación absoluta de tal condición, comenzando por el hecho de que no todos los oferentes de bienes o servicios pueden publicitarse y porque, aplicando un diseño cada vez más perfeccionado, oculta deficiencias y magnifica supuestas virtudes siempre para engatusar a la clientela. Así, en la práctica, la publicidad comercial tiende al monopolio y contradice la teoría de la eficiencia del mercado. Esta aseveración de Joseph Stiglitz le valió para recibir el Premio Nobel de Economía en 2001.


Pero, independientemente de la eficacia o la ineficacia del mercado, las implicaciones de la deformación cultural provocada por la publicidad mediática son de extrema gravedad y atañen, no a una romántica preservación de tradiciones, sino a una drástica reducción de las expectativas de justicia y bienestar. Sólo los bienes y servicios ofrecidos por empresas capitalistas son materia para la publicidad mediática, en función del aumento de las utilidades por un mayor volumen de venta; lo que no sucede con los ofrecidos por la sociedad o por la familia. Ejemplos: las sopas maruchan contra las caseras; o las medicinas de patente contra las alternativas naturales; el gran almacén de autoservicio contra la tienda de barrio, entre otros muchos. La publicidad hace la moda y desplaza lo tradicional; lo moderno es lo que viene de afuera, sea directamente importado o elaborado localmente por empresas, tecnologías y materias primas extranjeras. En esta condición la deformación cultural implica también desempleo y pérdida de la economía doméstica.


La legislación en materia de las telecomunicaciones tendría que abordar preferentemente el tema de la publicidad y proveer a su reducción (o, mejor, su eliminación) para favorecer la oferta no comercial de servicios de televisión públicos, académicos y comunitarios.


Correo electrónico: gerdez777@gmail.com
 



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Gerardo Fernández Casanova


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