En una ocasión, un poeta colombiano de paso por aquí dijo que Venezuela era "el único país del mundo donde los pobres celebraban y los ricos protestaban". La frase es de corte humorístico pero revela una verdad; en Venezuela una gran mayoría de personas celebran tener vivienda propia, atención médica y educación gratuitas, espacios para el deporte, la cultura y el entretenimiento, flotas de buses y taxis a bajos precios, pero sobre todo un sentido de pertenencia a un país con identidad, a una nación con una historia extraordinaria de luchas y logros en cultura, educación y tecnología que pueden mejorarse con el tiempo a través del trabajo, la honestidad y una productividad y crecimiento racionales. Mientras tanto, la gente pudiente protesta por estos logros de la mayoría.
Los venezolanos nos acostumbramos por décadas a apropiarnos de todo aquello que deseábamos o podíamos, basados en nuestra riqueza petrolera, y a todas las bondades que se derivaron de ella en viejas épocas, mientras éstas duraron. Por más de sesenta años descuidamos el trabajo de siembra, pesca y ganadería, dejamos de convertir nuestras tierras, lagos, mares y ríos en reservorios de riqueza para nosotros mismos, o aprovechando nuestras bellezas naturales para desarrollar nuestro turismo. Nos afincamos más en dar "empleos" burocráticos, administrativos o empresariales en empresas privadas grandes o pequeñas, y al comercio directo de bienes importados: ropa, calzados, productos de higiene y alimentos, dejando de lado nuestras propias capacidades para producirlos. Cuando Arturo Uslar Pietri nos advirtió hace sesenta años que los venezolanos debíamos sembrar el petróleo se refería a esto, a que debíamos usar buena parte de los recursos del petróleo para poner a producir nuestras tierras, a objeto de tener asegurada nuestra inmediata necesidad: los alimentos.
Pero dejamos que otros lo hicieran por nosotros. Le dimos la bienvenida a empresas foráneas para que estas hicieran el trabajo, empresas poderosas con intereses en varios países –por ello se llaman trasnacionales—pues esencialmente usan la materia prima del país donde se establecen para extraer de éste sus productos, y en encima de ello, solicitan a los gobiernos dólares preferenciales para adquirir materia prima afuera, y hacen con ello el negocio redondo. Pero no voy a hablar aquí de las culpas achacables al capitalismo, ni a ponerme más dramático de lo necesario acudiendo a una explicación marxista o macroeconómica. Descuidamos nuestros cultivos, nuestra cocina tradicional y nuestras costumbres para sustituirlas por productos extraños o patentados en otros países. Pero no sólo eso. Les ofrecimos en usufructo nuestras tierras a estas empresas para que ellas las cultivaran, emplearon la mano de obra nuestra y sembraron en ella arroz, maíz, tubérculos, legumbres, hortalizas y frutos de la tierra para que éstas nos las devolvieran en paquetes, bolsas o latas, convertidas en gaseosas, chucherías, empaques atractivos de productos masivos que requieren de conservantes químicos, glutamato, colorantes, sabores artificiales, azúcar química, sacarosa y sales dañinas; lo mismo que la llamada comida rápida, contentiva de grasas saturadas e harinas industriales; hamburguesas, perros calientes, pizzas, pollos grasosos y féculas que a la larga producen enfermedades crónicas.
A la par de estos, nos fue vendida la que pudiéramos llamar una ideología del consumo; esto es, la manera de consumir, las actitudes o modas impuestas por la gran industria, los establecimientos y comportamientos acordes con cada uno de estos productos, y las franquicias e iconos que los respaldan. En las grandes ciudades, sobre todo, nos dedicamos a imitar los modos de consumo foráneos de acuerdo con la ropa, los gestos, las películas y los iconos culturales en boga. Vemos cómo los países europeos sufren de esta misma tendencia global del gusto y el consumo. España, Alemania y Francia aceptaron esta colonización ideológica y económica de Estados Unidos, vulnerando los patrones de consumo de la vieja Europa, arrasando con muchas costumbres raigales de buena parte de Europa y de América Latina. Por supuesto, ello no se redujo a la alimentación; también nuestra ropa (la moda), calzados, autos, productos de higiene personal o aseo doméstico son casi todos importados, y los derivados del petróleo fabricados aquí los envasan con nombres en inglés y nos los venden como importados; lo mismo ocurre con lubricantes para automóviles y repuestos para autos; cauchos fabricados con nuestro petróleo por la "Goodyear" o "Firestone" nos son vendidos a precios astronómicos.
Para colmo, nuestro pan criollo de cada día –la arepa—tradicionalmente hecha con el mejor maíz de nuestra tierra (aún se consume la arepa de "maíz pelao" en varios estados de Venezuela), es producida desde hace años por una empresa trasnacional que hizo la mayor parte de sus ganancias solicitando divisas al Estado para "importar" materia prima de la canasta básica (mantequillas, aceites, masas instantáneas), lo cual quiere decir que la mayor parte del maíz no se siembra en Venezuela, aun cuando sus trabajadores en la fábrica sean venezolanos. Esta empresa se ha ocupado de vender no sólo alimentos, sino algo más rentable: la cerveza. Ahora pretende dejar cesantes a miles de trabajadores dizque por falta de divisas.
Por ser un país tropical de espíritu jovial, los venezolanos somos dados a la celebración efusiva; bebemos cerveza y licores espirituosos para relajarnos y alegrarnos en familia, en casa de amigos o en lugares públicos. En tiempos de bonanza petrolera llegamos a ser uno de los mayores países consumidores de whisky. Durante los fines de semana podíamos alcanzar récords en consumo de cerveza y de otras bebidas. Otra bebida de calidad hecha totalmente en Venezuela es el ron, de la que se enorgullecen países como Cuba, Nicaragua o Puerto Rico. También tenemos al cocuy, al aguardiente de caña o el miche, bebidas raigales de nuestros pueblos indios o negros, que aún se consumen en numerosos pueblos del interior.
Así, lentamente, estuvimos nadando por décadas en una abundancia de productos importados que, con la llegada de la crisis global, el descenso en el precio del barril de petróleo, la devaluación del bolívar, un sabotaje económico perpetrado por las empresas privadas, el acaparamiento ilegal de productos alimenticios y la sucesiva reventa a intermediarios que los expenden a precios cien veces superiores a su precio real, terminarían por menoscabar el sueldo de los trabajadores y su capacidad adquisitiva. De pronto, los venezolanos asistimos a un fenómeno de desabastecimiento inducido: mes a mes, semana a semana, vimos cómo de los estantes de los mercados desaparecían los productos y luego reaparecían a precios astronómicos, lo cual nos ha puesto en evidencia una triste realidad: en nuestras fábricas nacionales no existe hoy por hoy la capacidad de producir los rubros básicos para la mayor parte de la población, nuestra alimentación está en manos de empresas privadas o extranjeras. Tal situación, lo sabemos, está asociada a la crisis política que vive el país, ha hecho pagar caro a las clases bajas y medias por estos productos, creando desasosiego e incertidumbre. Son estos mismos estratos sociales quienes debemos luchar para crear conciencia acerca de la grave situación que estamos atravesando los venezolanos. Mientras gobierno y oposición libran una lucha sin cuartel, el pueblo se prepara a dar una batalla y una respuesta para acabar con las colas, el bachaqueo y la especulación. Todavía hay venezolanos que ignoran las causas reales de este fenómeno, y se limitan a gritar improperios contra el gobierno o el presidente, sin sospechar que son los grandes empresarios y los comerciantes quienes les hacen el juego para aprovecharse de la situación. Pero es la población la que está sufriendo, creando fisuras entre nuestro pueblo, alimentando el odio y la violencia que pueden conducir a nuestra patria a una situación irremediable.