Del país profundo: La hermandad de Juan Félix Sánchez y Epifania Gil



Norberto Tinjacá lo llamaban. Pudo pasar al más grande anonimato en la historia si un buen día no se mete los dedos en la boca para concentrarse en un silbido metálico y muy fuerte, hasta lograr desde sus labios atraer las demostraciones de cariño de aquel perro que ya todos conocemos o deberíamos conocer por su nombre andante de Nevado, el mismo que entró a la obra del escritor Tulio Febres Cordero. En aquel tiempo Simón Bolívar venía desde Cartagena, desde Cúcuta en campaña por el río Magdalena y puso sus pies en San Antonio del Táchira, para atravesar triunfante con su ejército las montañas agigantadas de los Andes, y le debió decir en un momento de lluvia y de frío al indio Norberto Tinjacá, (que pudo haber sido Mucuchíes o Mocotrés, como se nombraba a este pueblo, o quizás pudo pertenecer a otra familia emparentada a los timotocuicas, como los Tomoni o Tiranjá) pero en todo caso fue a él, a Tinjacá, a quien le diría nuestro Libertador en una de sus avanzadas de hace dos siglos, que se encargara sólo de cuidar al perro. El indio Norberto Tinjacá y Nevado salieron de su aldea detrás de los jinetes para la guerra, iban con la tropa levantando cantos de independencia, iban a servirle bien a la patria y a coronarse de repetidas victorias.

La historia tantas veces contada de Tinjacá y Nevado era uno de los temas favoritos compartido en las conversaciones con un verdadero creador y artífice merideño, venezolano, universal, debería ser declarado este genio que traigo al centro de la narración, y a quien vi por última vez hace unos 30 años. El me decía que el perro y su edecán indio, antes de morir lanceados, lucharon en varios países y en su honor realizó dos tallas de Norberto Tinjacá con el perro Nevado. En una está el indio aguantándose el sombrero de media carga, para evitar que se lo arrebate la brisa que sopla en el páramo. Los dos, el perro y él mirando en una misma dirección, y en la otra talla el perro sentado sobre una piedra de mármol gris, de esas que hay cerca del llamado río de los muñecos, y Tinjacá con la mano izquierda sobre el perro y en la derecha un bastón, porque Tinjacá, me dijo mi amigo un día que atravesábamos el mar de Araya, “siempre uso bastón”. Y yo le pregunté ¿Con qué madera hiciste esas tallas?, y él me respondió “con quitasol, que es un tipo de árbol que al secarse y despertar de nuevo, adquiere en su tronco un color como rosado”. Me acordé entonces que algunos estudiosos relacionan de manera lejana al territorio de los Mucuchíes con los Chibchas, dicen eso de los Timotes y de Los Cuicas y dicen que Mucu significa lugar y Chíes dioses y que puede también nombrarse como lugar del sol o lugar de los dioses.

Mi amigo no solo había elaborado esas tallas que estaban entre las primeras que pudo transformar en cuerpos aparecidos con “quitasol”. Tiempo después de hacer a Tinjacá y a Nevado logró crear un Simón Bolívar de pie con su mano izquierda sosteniendo una espada del mismo “quitasol”. Mucho antes había labrado 3 cruces, una de 3 metros y medio con Jesucristo por encima y las otras 2 cruces de 2 metros y medio, donde aparecen los ladrones Dimas y Gestas. Representó la crucifixión, hizo un calvario y un sepulcro y fue mucho más allá hasta esculpir la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo. Un día 8 de septiembre de 1952, cuando se cumplían 300 años de la aparición de la Virgen de Coromoto, mi amigo en el filo de un páramo merideño clavó otra cruz para empezar su obra más importante, un retablo a la Virgen, y seguir con la capilla al Doctor José Gregorio Hernández y un pesebre para la navidad donde visiblemente se representaban los latidos del pueblo de Belén, con el destello de una Plaza Bolívar en la trayectoria del recorrido. Trabajó en la avanzada de sus invenciones entre el citado año 1952 hasta 1980, porque fue una hermosa capilla con su torre a prueba de aguaceros la que construyó en las altísimas cuchillas del paisaje andino.

Se veía todo aquello como una pequeña ciudad resplandeciente entre signos del arte, con sus caminos y sus jardines hechos de piedras blancas y de piedras grises y piedras envueltas en anillos acaracolados, y de otras piedras enigmáticas de las rotaciones del páramo. Desde la casa donde él vivía al sitio de la obra había 1.100 metros de distancia, lo sabía él, porque los caminaba a diario año tras año y ya los tenía contados. El cargaba las piedras de colores antiguos en el hombro, las recogía por todos lados con la ayuda de su compañera de siempre Epifania Gil, para llevarlas al sitio de la obra que se llama todavía El Tisure, lugar abrazado al cielo que está entre las más altas montañas, está entre dos grandes rocas que tienen un espacio desprendido del planeta y al que le dicen La Ventana, porque penetra hasta allí toda la belleza y el verdor de los llanos infinitos de Barinas.

La casa donde vivía mi amigo a 1.100 metros de distancia de El Tisure se llamaba El Potrero y mi amigo, que nació un 16 de mayo del año 1900 y murió un 18 de abril de 1997 lleva el nombre de Juan Félix Sánchez. Sin saber donde lo irían a enterrar, después de concluir su última obra de El Tisure, una interpretación de la vida y de la muerte, que fue la talla del día en que Jesucristo subió al cielo, entonces él bajó del Páramo, y a la entrada de la población de San Rafael de Mucuchíes, donde se apartan las dos calles principales y está la casa en que nació, allí mismo, en la punta del terreno de ese antiguo hogar, construyó otra capilla, donde ahora están sepultados él y la compañera que tanto calmó su sed, Epifania Gil, que había nacido un 7 de abril de 1914, y fallece un 18 de mayo del año 2000. Un cuerpo al lado del otro en la capilla de doble campanario de estos dos seres juntos en San Rafael del Páramo, el lugar del sol, el lugar de los dioses, como dicen y por donde un día pasó Simón Bolívar con su ejército y por donde también pudieron andar Norberto Tinjacá y el perro Nevado.

Iba a cumplir 85 años Juan Félix Sánchez cuando lo conocí en un mes de abril de 1985. Lo conocí como debía ser, al lado de Epifania que acababa de cumplir los 71. Por cosas de la vida el joven médico y promotor cultural que le atendía, y por quién siempre he sentido gran admiración y respeto, Edwin Montilva Sulbarán, llamado “ Pocho”, se comunicó conmigo para explicarme que por razones de salud Juan Félix Sánchez debía permanecer un tiempo fuera de la zona lluviosa de los andes, preferiblemente cerca del mar. Juan Félix necesitaba alejarse del frío. En abril comienza el invierno en aquellos lugares empinadísimos de Mérida, llueve mucho en abril, cae nieve y en lo más alto, casi en perennidad se cubren de blanco las cimas cuando se congelan las brisas del noroeste. Hace mucho frío al borde de las piedras. Lo trajimos hasta Cumaná rozando el calor, lo hicimos atravesar el mar, que no conocía, en el golfo de Cariaco, caminar descalzo sobre la arena, bañarse en una playa, comparar la belleza de un caracol con las tonalidades de las piedras parameras, aposentarse bajo el sol más visible, deslumbrarse con las salinas de Araya, recorrer los templos y los antiguos castillos y otras fortalezas fabricadas durante la época de la colonia, subir y bajar un mismo día las montañas mágicas del Turimiquire, sonreírle a la gente de los valles con olor a cañaverales.

Queda como testimonio de aquel tiempo del tiempo de Juan Félix Sánchez un amplio registro fotográfico de Rafael Salvatore y un aluvión de palabras que fui anotando serenamente, diferenciando una frase de otra frase para llevarlas al sonido de la escritura. Su vocabulario fiel a la tierra merideña se hizo cada vez más próximo a mi oído y fui aprendiendo a descubrir la belleza del frailejón florecido de amarillo cuando hay buen tiempo, o los secretos rosados del chispeador o del huesito o del chivacú morado y la piñuela que se come en los páramos y de tantas y tantas flores que me nombró de la misma manera que me describía entre pequeñas bromas, tantos y tantos tipos de piedras de sus montañas, con la que podía levantar un mundo nuevo y me hablaba del curso de los ríos y de cómo sembrar y cosechar y cómo hacer los caminos en la más altas serranías y cómo fabricar las casas con sus techos de tejas y sus techos de paja sin alterar la naturaleza y la manera de esquilar las ovejas y de preparar la curtiembre y de tejer la lana y de fabricar los telares y de celebrar las fiestas de un San Rafael en el Sagrado Corazón de Jesús o de un San Benito o de una paradura del Niño, o de la Candelaria o del alumbrado de las ánimas, en fin, todo el perfume de esa cultura de los páramos.

Me contó en ese viaje que el padre de Epifania Gil se llamaba Pedro Alejandro Gil y la madre Isaína Dávila y tenían telares donde tejían cobijas. Él hizo telares con maderas de manteco, yaque, horquetero y quitasol y el primero de los telares que hizo fue para Epifania, pero él quería un telar con el que se pudiera tejer distinto, así inventó el telar de 3 lisos y así tejían los dos, con 3 lisos Juan Félix y con 4 lisos Epifania. Cuando el telar es de tres lisos, me dice “con el pie piso los pedales y también hago girar el peine para apretar, así me salen distintas las tramas del tejido y es más rápido de hacer”. ¿Y cómo iniciaban el proceso?, le pregunté. “Primero hay que tener las ovejas para esquilarlas, yo les mutilaba las orejas y Epifania se encargaba de arreglar la lana y de hilarla para poder tejer y usábamos la tintura de antes para darle color, esa tintura se sacaba de las raíces de las matas, había una que se llamaba risita para teñir de rojo, la añina daba el azul y si al azul se le ponía otra amarilla se volvía verde la añina. Eso era así, se arrancaba la matica se le quitaba la raíz, se machucaba bien y se ponía a cocinar con la lana para que agarrara el color...”. Epifania y Juan Félix tejían y sembraban papas, trigo, arvejas, habas, hortalizas, lechugas y criaban y sus ovejas y unas pocas vacas que daban leche.

Qué valor tiene Epifania en todo lo que has hecho, le seguí preguntando y él se quedó callado en el aislamiento de la mirada, como viajando lejos desde el lado del mar hacia sus páramos y me respondió: “Yo hacía lo que se me iba poniendo en la cabeza, lo demás lo hacía Epifania, limpiar la capillita, ponerle flores, ayudarme a subir la piedra, preparar el café y el desayunito, cuidar el jardincito y la ovejas, hilar la lana y tejer. Todo lo que hice fue con ella, porque ella fue la única ayuda que yo tuve. Casualmente mi mamá murió en el año 41 y yo la quería mucho y ya no podía soportar su ausencia, entonces le dije a mis nonos que quería irme de ese lugar de San Rafael, porque estaba sin mi mamá y sin mis hermanos que eran 6 y ya tampoco los tenía, estaba sin más nadie y me encontraba solo, muy solo, entonces convidé a Epifania que había sido muy buena conmigo y nos fuimos juntos para El Potrero, porque yo siempre tuve la idea de hacer un calvario en el punto más alto del páramo y dejamos a San Rafael un año 43 y así empezó todo, levantamos la casa, sembramos las maticas para comer, tuvimos unos animalitos y después, lo que ya usted sabe, a preparar El Tisure luchando contra la lluvia y contra todo, pero feliz con ella y con el sol cuando llegaba. Hemos sido como hermanos casi toda la vida”. Estaban los dos muy juntos a mi lado y descubrí en ambos rostros una sonrisa leve que rectificaba su frase final. “Lo único que pedimos es que cuando llegue el día de echarnos bajo tierra quedemos cerquita y no se olviden de escribir el nombre de los dos, Juan Félix Sánchez y Epifania Gil.” Y empezamos a conversar de nuevo sobre el perro Nevado y el indio Norberto Tinjacá.

Tiempo después, un mediodía de septiembre del 2016 subí a ese Páramo, y miré de nuevo la capilla de piedras de San Rafael. Allí sigue la hermandad de Juan Félix Sánchez y Epifania Gil.


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Benito Irady

Escritor y estudioso de las tradiciones populares. Actualmente representa a Venezuela ante la Convención de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial y preside la Fundación Centro de la Diversidad Cultural con sede en Caracas.

 irady.j@gmail.com

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