Caracas, casa tomada

Cada ciudad tiene, fácilmente reconocible, algún tipo de impresión, comentario, exclamación o pregunta que invariablemente surge, espontáneamente, en el visitante que llega por primera vez. Si en otras ciudades de otros países sus habitantes reciben con cansancio las mismas preguntas tópicas acerca del clima, la historia, el carácter monumental o alguna costumbre exótica, en Caracas la pregunta más repetida por parte de cualquier observador externo es siempre la misma: «¿por qué no bajan?». El visitante se sitúa en cualquier punto que permita cierta panorámica –un mirador de la cordillera del Ávila, la ventana del hotel, un trayecto en coche por la autopista axial–, desde donde observa, consternado, la segregación de la ciudad, el contraste atroz entre los distritos acomodados y los extensos «barrios» –así se llaman las zonas de infraviviendas–.

Ante esa visión del más insólito escenario de la lucha de clases, el visitante pregunta, señalando a los cerros atestados de precarias construcciones amontonadas: ¿por qué no bajan de los barrios? ¿por qué soportan vivir en la miseria cuando ahí abajo hay de todo? ¿Por qué no bajan a coger lo que necesitan, lo que sobra, lo que podían reclamar como propio también? Con otras palabras: ¿por qué no ha estallado todavía esta ciudad?

Para quienes viven en los distritos del Este, minoría privilegiada, la capital venezolana podría considerarse –y en buena medida lo es– una ciudad, su ciudad, cómoda, sofisticada, próspera, llena de atractivos, incluso lujosa. Para un visitante extranjero que llegase sin información y sin conciencia (dos requisitos indispensables para viajar por el mundo sin que duela), y que entrase de noche en la ciudad para alojarse en una zona pudiente, pongamos por caso Altamira, Caracas se presentaría como una ciudad habitable, aproblemática, hasta placentera. Al llegar de noche a la ciudad, entrando desde la autopista que le trae del aeropuerto, los barrios de los cerros permanecerían invisibles, mostrando tan sólo su entramado de bombillas de aspecto navideño, como un saludo simpático para el visitante, que tal vez exclamará «qué bonito, cuántas lucecitas». Si se aloja en un hotel de Altamira, amanecerá al día siguiente en una ciudad de calles limpias, anchas avenidas, parques cuidados, plazas de paseo, vigilancia policial omnipresente, coches de gran cilindrada, edificios acristalados de oficinas, imponentes centros comerciales, los mejores restaurantes, ciudadanos bien vestidos, educados, librerías bien surtidas, una atractiva oferta cultural...

Podría pasar así varios días, semanas, alternando una visita al parque natural de la cordillera del Ávila, una tarde de compras en franquicias de las primeras marcas, un buen concierto, un paseo por las praderas del impecable Parque del Este, una partida de golf en el refinado country club, una mañana recorriendo la colección del Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber, o una excursión de un día al cercano archipiélago coralino de Los Roques.

Así ha sido la vida durante décadas para una parte de los caraqueños, la irónicamente llamada Sociedad Sambil –por alusión al nombre de uno de los centros comerciales más grandes y lujosos de todo el continente–. Eran quienes disfrutaban las rentas de la industria petrolífera en los años de bonanza, lo que se traducía en alto poder adquisitivo, viajes vacacionales al extranjero –adonde también enviaban a sus hijos para ampliar estudios– y una vida cultural y social como pocas ciudades latinoamericanas conocen. Todo estaba ahí, fácil, al alcance, asequible.

Desde hace unos años, sin embargo, todo este nivel de vida tiene apellido, tal como lo viven sus beneficiarios: amenazado. Es bienestar, pero un bienestar amenazado. Es prosperidad, pero una prosperidad amenazada. Es nivel de vida, pero un nivel de vida amenazado, tal vez con fecha de caducidad.

Encerrados en su isla blindada, para ellos el resto de la ciudad es una gran amenaza envolvente, y se diría que inminente. Acorazados en el miedo, los habitantes de las menguantes zonas privilegiadas han renunciado al entendimiento, a la comunicación, a la salvación de los demás, de quienes no son de los suyos. Prefieren darlos por perdidos, como dan por perdidas amplias zonas de la ciudad, que consideran «zona roja» –así se lo oí decir a algunos caraqueños–, donde el adjetivo «rojo» tiene un significado de peligro, de inseguridad, de violencia, pero también un sentido político, en tanto que zona chavista, de apoyo masivo al proceso revolucionario en marcha desde la llegada a la presidencia de Hugo Chávez.

El miedo es real, sincero, hasta cierto punto fanático. Es como si la respuesta a la pregunta inicial (¿por qué no bajan?) fuese afirmativa: han empezado a bajar, ya vienen, ya están aquí. Una reciente película venezolana, Secuestro express, reproduce ese sentimiento de terror ante los otros, desconocidos y peligrosos. La película, no exenta de trampas y moralina –así la protagonista, niña rica que trabaja ayudando a los niños pobres en una residencia, consigue salvarse porque «no merece» sufrir la ira de los pobres, ya que es buena; mientras que su novio, cocainómano y bisexual, es asesinado–, muestra una imagen desoladora de Caracas, donde la violencia de los que no tienen nada hacia los que lo tienen todo va más allá de lo delincuencial para erigirse como una forma de justicia social o, más bien, venganza social tras décadas de resentimiento.

Sintiéndose reflejados en la desesperada pareja protagonista –cuyo destino está por igual en manos de los temibles «malandros» y de la policía corrupta y criminal–, los habitantes de clase alta viven aislados, encerrados en sí mismos, y sólo si es necesario salen de sus reservas, para abandonar la ciudad en automóvil por alguna de las autopistas que la vertebran, o para cruzarla a pie siempre que lo hagan respaldados por la masa –las grandes marchas opositoras de años atrás–. De lo contrario, no pisan jamás otros distritos, pues en ellos no hay nada que pueda interesarles, ni centro de trabajo, ni residencia, ni lugares de ocio y consumo, nada, sólo peligro, delincuencia, violencia. Hace tiempo que renunciaron a recuperar esas zonas y como mucho se conforman con retener sus parcelas impermeables. El proceso de movilizaciones antigubernamentales, que concluyó abruptamente con el fallido golpe de estado de 2002 y el posterior y fracasado referéndum revocatorio, ha hecho que pierdan toda esperanza y se limiten a preservar su islote privilegiado.

El planteamiento recuerda a aquel formidable relato de Julio Cortázar, breve e inquietante: Casa tomada. La historia es conocida: la pareja de hermanos rentistas que habita la gran casa familiar hasta que una presencia inexplicada pero poderosísima la va ocupando por partes, la va tomando, y ellos se limitan a dar por perdida la zona tomada y cerrar bien la puerta que les separa, manteniendo a salvo su zona libre, hasta que también la pierdan y no tengan más remedio que abandonar la casa.

De la misma forma, pareciera que la elite caraqueña vive en su propia «casa tomada» –entendida la ciudad desde un enfoque patrimonial exclusivista–, en proceso de ocupación progresiva, y prefieren conservar sana una parte pequeña, en la que poder vivir con relativa tranquilidad, apenas inquietos por los ruidos que llegan del otro lado (disparos, pero también gritos, eslóganes revolucionarios), tal vez lamentando alguna pertenencia que se dejaron al otro lado cuando fue tomado y tuvieron que retirarse.

Como el protagonista del relato echaba de menos sus libros de literatura francesa y su pipa de enebro que se dejó en la zona tomada, algunos caraqueños lamentan la «toma» del bulevar de Sabana Grande, una extensa zona peatonal que en tiempos, cuentan, fue zona de artistas, de bohemia, de cafés y galerías, y que hoy es territorio de los buhoneros (vendedores callejeros) y los malandros (delincuentes). Igualmente lamentan la rendición de la zona del Parque Central, una de las áreas arquitectónicamente más interesantes de Caracas, exponente del desarrollo de los setenta al calor del alto precio del petróleo. En el Parque Central se encuentran los principales museos de la ciudad y el gran complejo cultural Teresa Carreño, pero sus antiguos usuarios ya sólo acceden a él cruzando a toda velocidad las autopistas (sin detenerse en semáforos si es de noche). El propio teatro Teresa Carreño está hoy «tomado» en otro sentido, desde el momento en que la cultura popular impulsada por el gobierno bolivariano ha permitido que los habitantes de los barrios, tradicionalmente marginados, puedan sentarse también en las butacas antaño intocables, para disgusto de quienes nunca compartirían fila con los tierrúos.

La idea de la «casa tomada» se refuerza si observamos Caracas desde algún punto alto, desde cualquiera de los miradores del Ávila. Los cerros alfombrados de chabolas (llamadas «ranchos»), presentes en cualquier punto hacia el que miremos, parecen avanzar hacia abajo, hacia el centro, extendiéndose, ganando terreno, y vienen a la imagen todos los tópicos gastados: el desierto que avanza, la lava de la erupción volcánica que deja tierra quemada a su paso, la ola gigante que todo lo engulle. Si nos fijamos bien, si miramos atentamente, parece que pudiésemos apreciar el movimiento, el desplazamiento, el corrimiento que va tomando cada vez zonas mayores de la ciudad.
Primero fueron los cerros, las zonas altas, donde se urbanizaron irregularmente hasta los barrancos más difíciles. Luego se extendió la construcción precaria a las zonas vecinas, y de ahí al centro de la ciudad, los distritos de la reducida e inestable clase media –que siempre tiene un pie en el escalón inferior–, el exiguo casco histórico, pronto los distritos oficiales, los centros culturales, los edificios a medio construir que quedaron interrumpidos en alguna de las sucesivas crisis económicas y que ahí permanecen, esqueletos de hormigón, en algunos casos ocupados por inquilinos faltos de espacio.

El avance de la Caracas roja hacia el Este va cercando las alcaldías de renta alta, que responden a ese avance con el blindaje total: alambradas, electrificación, ejércitos de seguridad privada y pública y, por supuesto, la disuasión menos visible pero tanto o más efectiva de los precios inabordables para ese 80% de ciudadanía sin suficientes recursos.

Nosotros, ciudadanos europeos acomodados que viajamos a Caracas por primera vez, sin quererlo nos identificamos inicialmente con esta mirada, con esta perspectiva, con esta interpretación, porque nuestra empatía se dirige a los que, entendemos, son como nosotros, son de los nuestros: sanos, limpios, bien vestidos, educados, residentes en pisos o adosados, con poder adquisitivo, blancos. Blancos, sí, porque el problema social caraqueño tiene un sustrato racista –o tal vez sea al revés, quién sabe–, y se aprecia la total coincidencia entre la polarización racial y la socioeconómica.

Por todo ello, cuando uno se imagina viviendo en Caracas siempre se sitúa del lado de acá, en Altamira, en Chacao, donde el tipo de construcción, el trazado de las vías, los nombres de los comercios, el aspecto de la gente, nos hacen sentir en casa. De esta forma, es evidente, uno se siente solidariamente amenazado. ¿Por qué no nos situamos al otro lado? ¿Estamos seguros de que siempre nos tocaría del lado de acá? ¿Y si fuésemos un habitante de ranchito –por mera estadística sería más probable, caso de que nos tocase nacer en Caracas–, un residente en alguna de las construcciones de ladrillo y uralita de Catia, o en los hacinados barrios verticales del distrito 23 de Enero? ¿No cambiaría nuestro enfoque, nuestra interpretación? ¿Veríamos la amenaza? ¿Elaboraríamos la imagen de la «casa tomada» si estuviésemos al otro lado de la puerta?

Si hacemos el esfuerzo imaginativo de situarnos al otro lado, de encuadrarnos entre la clase desposeída, la pregunta inicial toma más fuerza aún: ¿por qué no bajamos, por qué no dejamos los barrios, por qué no descendemos al valle y avanzamos por la autopista hacia el Este, por qué no acabamos de ocupar de una vez por todas el resto de la casa, las estancias que aún retiene esa incestuosa pareja de hermanos rentistas que no necesita tanto sitio para vivir; por qué vamos a seguir aguantando la penuria si ahí abajo está todo lo que nos falta y más?

Por qué no bajan, seguimos preguntándonos. Para responderlo hay que mirar la historia reciente: cuando por fin bajaron, en 1989. Desde hacía años, desde finales de los setenta, se temía un estallido social, las contradicciones no podían soportarse más tiempo, la desigualdad en renta disponible era escandalosa. El detonante fue el programa de ajuste económico recetado por el FMI y que el entonces presidente Carlos Andrés Pérez comenzó aplicando por abajo, por lo más básico: el precio del combustible –que en Venezuela siempre fue más barato que el agua– y el precio del transporte –en una ciudad congestionada e inabordable a pie–, lo que pronto provocó desabastecimiento alimentario ante nuevas subidas de precios.

La revuelta social, en la que algunos optimistas sitúan el inicio de la lucha antiglobalización –por cuanto puede tomarse por una contestación a las políticas neoliberales del FMI– hizo que durante dos días los habitantes de los barrios bajasen al valle y tomasen lo que estaba ahí, al alcance, saqueando comercios, incendiando lo que no podían llevarse, enfrentándose a los propietarios. La intervención del ejército y la policía, que no sólo limpió el centro de la ciudad sino que continuó la represión entrando en los barrios, consiguió someter la revuelta al precio de miles de muertos. Las cifras oficiales nunca admitieron más de 300 muertos, pero fuentes fiables elevan el número de asesinados muy por encima de los 5.000, incluso más allá de los 10.000 según algunos. Ahí está, en parte, la respuesta a la pregunta. Por qué no bajan. Porque cuando bajaron los mataron.

El segundo momento se produjo en 2002. El golpe de Estado contra el presidente Chávez. Tras las primeras 24 horas de estupor, las multitudes partidarias del presidente comienzan a bajar de los barrios. Grandes marchas alcanzan el centro de la ciudad. A su paso, enfrentamientos, incendios y saqueos, todo ocultado por las televisiones que intentan transmitir una imagen de tranquilidad. Exigen la restitución del presidente, o amenazan arrasar con todo. Esa posibilidad, unida al comportamiento de aquellos miembros de las fuerzas armadas que permanecieron leales al gobierno legítimo, disuadió a los golpistas, que tuvieron que retirarse.

Desde entonces, los barrios han tomado un nuevo sentido: el de trinchera, el de baluarte de la revolución bolivariana. Su propio urbanismo caótico e inextricable –originado sin más proyecto que la necesidad de techo y sin más planificación que la ocupación de todo el terreno disponible, levantando incluso rancho sobre rancho, en altura– deja de ser un problema para convertirse en una ventaja en un contexto de resistencia como el actual. Se dice que algún militar llegó a sugerir, en pleno calentón del golpe de 2002, bombardear los barrios. Sabían que era imposible someterlos de otra forma.

De hecho hoy, cuando en Caracas cada vez más gente –nada paranoica en principio– sugiere la posibilidad no muy remota de algún tipo de intervención militar exterior –y decir «exterior» es un eufemismo, ya saben–, los partidarios de la revolución se encomiendan a la resistencia de los barrios, a la imposibilidad de tomarlos mediante formas de guerra convencional, a la conversión de los cerros en selvas inaccesibles, ratoneras, guerra de guerrillas. A su favor juega el trazado y construcción de estas zonas, impenetrables en su disposición –sin siquiera calles en las zonas más altas, donde apenas hay separación entre edificaciones– pero, sobre todo, la cada vez mayor ideologización de sus habitantes, plenamente identificados con la revolución bolivariana y dispuestos a defenderla porque, como el proletariado clásico, nada tienen que perder.

Caracas es ejemplo emblemático de ciudad fundada por militares en acción de conquista. Esto significa, como otras grandes urbes latinoamericanas que tienen el mismo origen, que es reflejo de los condicionantes históricos bajo los que fue emplazada y construida. Su fundación no obedeció a criterios urbanísticos, sino a las necesidades de la conquista española y al establecimiento del sistema de producción esclavista. De ahí que su emplazamiento no se eligiese atendiendo a lo que sería razonable (ubicación geográfica, clima, topografía, salubridad, fertilidad de la tierra, accesibilidad) sino a esas otras necesidades, que generan una serie de problemas que Caracas arrastra desde sus inicios.
El primero es la falta de espacio, por estar situada en un valle cerrado, encajonada entre montañas, lo que ha determinado un crecimiento vertical (decenas de rascacielos) y forzado (se trata de aprovechar cualquier espacio disponible). A ello se une la presencia manifiesta de los problemas urbanos típicos del continente, tal vez agravados en Caracas: el empobrecimiento de amplios sectores de la población, la extensión de la construcción irregular, la economía informal generalizada, la delincuencia, la corrupción.

La ciudad ha sido igualmente víctima de los lastres económicos, políticos y sociales del siglo veinte venezolano, de la disipación de la riqueza petrolera, de la falta de tejido económico para las clases bajas. En los años de la bonanza del oro negro, desde finales de los cincuenta, durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y sobre todo en los setenta, se emprendieron grandes obras que cambiaron la cara a la ciudad, dándole ese aspecto de «ciudad enorme, extraordinaria: un valle lleno de concreto y metal» de la que hablaba Adriano González León en País portátil.

En ese tiempo forma Caracas su perfil característico: rascacielos por todas partes, pero también túneles, autopistas, metro, grandes avenidas, parques, arrasando de paso la mayor parte del centro histórico que había sobrevivido a guerras, terremotos y saqueos piratas. En esos mismos años se produce el gran éxodo del campo a la ciudad que multiplica los barrios, los ranchos. En veinte años la población urbana pasa del 48% de 1950 al 73% de 1971, y sigue creciendo hasta el 90% actual, concentrándose sobre todo en la gran Caracas (cinco millones de habitantes). Son los años, además, de la lucha política más dura, con formas incluso de guerrilla urbana, como relata la propia novela de González León, o la interesante obra narrativa de Carlos Noguera.

La zona roja, decíamos, lo es también en un sentido político. Para los acomodados, al otro lado hay violencia, inseguridad, pero también hay un proceso político al que dan la espalda, en el que no quieren participar, frente al que blindan igualmente sus urbanizaciones, sus vidas, sus ideas. La revolución bolivariana aún no ha entrado en las zonas del Este que siguen gobernadas por la oposición, y que viven ajenas al nuevo lenguaje político, a los proyectos, a las misiones sociales, a los propósitos transformadores.

Los responsables del proceso político actual están comprobando que más allá, en los cerros, en los barrios, hay un gran potencial, hay vida. Frente a la inicial impresión negativa, que surge de ver el amontonamiento de construcciones y el aspecto depauperado de las mismas y de las gentes que las habitan, que daría impresión de desesperanza, de inutilidad de los esfuerzos, el proceso político ha encontrado mucho más que una multitud desesperada y dispuesta a marchar en grandes manifestaciones, ha encontrado realmente su base, una base entusiasta y dispuesta no sólo a defender la revolución, sino a hacerla suya, a participar, a dirigirla. Frente a la imagen tópica del «malandro», aparece el militante concienciado, el «facilitador» que actúa en su entorno, el grupo organizado que plantea las necesidades del barrio en esa forma primaria –y aún en pañales– de democracia participativa.

Partiendo de las formas tradicionales de organización que ya existían en los barrios –y que tenían que ver más con la supervivencia que con un proyecto político, basadas más en la creación de estructuras sociales propias ante la ausencia de un Estado que nunca subía por las escaleras y empinadas veredas de los cerros– están surgiendo nuevas formas de movimiento vecinal reivindicativo. Más allá de las conocidas misiones –sociales, educativas, sanitarias y culturales, y cuya necesidad reconoce la propia oposición antichavista–, en los barrios más empobrecidos se está produciendo un proceso de toma de conciencia de los habitantes que va a ser decisivo para el futuro de la ciudad.

Todo un fenómeno de reactivación social y cultural –y que deberá ser también económica para que tenga continuidad– que ha sido impulsada desde las instituciones bolivarianas, pero cuyo empuje se origina en el propio barrio, en las estructuras y liderazgos preexistentes, propios de su precaria condición. El concepto de «desarrollo endógeno» –que en Europa suena a algo burocrático e inofensivo, pero que en un país como Venezuela es realmente revolucionario– implica que todo nazca en el propio barrio, lo que ha reactivado a una población apática y estigmatizada cuyas iniciativas, aunque aún no tengan alcance fuera del propio vecindario, están demostrando que bajo la imagen negativa de los barrios y su asociación exclusiva a ideas como miseria, atraso y delincuencia, existían formas de vida e incluso manifestaciones culturales originales.

Mientras tanto, la clase alta, los habitantes del Este, permanecen ajenos a esta revitalización de los cerros. Tal vez se resignan, como la pareja protagonista del cuento de Cortázar, a aguantar en la parte que aún retienen. Hasta el día en que la casa sea tomada por completo y tengan que marcharse, cerrando bien la puerta de entrada y tirando la llave a la alcantarilla, no fuese a ser que a algún pobre diablo se le ocurriera entrar, a esa hora y con la casa tomada.

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