En la historia de la cultura occidental se han trazado divisiones que representan cambios profundos en todas las dimensiones del vivir de esos pueblos. Estas divisiones reflejan cronogramas de la civilización occidental que no pueden aplicarse a otras civilizaciones. Se ha hablado de Edad Antigua, cuyo comienzo se ha establecido entre el IV y el II milenio a. C. (según las regiones y culturas) y su final hacia el siglo IV a. C.; Edad Media, Renacimiento, Edad Moderna y Edad Contemporánea. Los límites entre estos diversos períodos históricos no han sido bien precisados (probablemente ello no es posible), pero hay evidencias suficientes como para no poner en tela de juicio la existencia de cambios sustanciales entre uno y otro período. Sin embargo, por profundos que hayan sido y puedan ser esos cambios, es posible descubrir una especia de flujo común en ese transcurrir. Así, por ejemplo, la idea de progreso, prácticamente inexistente en la antigüedad greco-latina y tan patente en los comienzos de la modernidad europea, ya se encuentra en germen en la doctrina cristiana que prevaleció en el Medioevo. Según esta doctrina, el hombre, venido del Cielo, seguiría un camino ascendente para retornar al Paraíso. Habría, pues, un principio, un fin, y un trayecto hacia la perfección. En la Edad Moderna, esta idea del progreso se retoma con fuerza con un matiz optimista y mundano, pero sin término definido en el tiempo. El progreso era, para los modernos, continuo, ascendente y sin límite. Una firme confianza en el poder del hombre y de su razón para alcanzar la verdad, el bien, la justicia y la equidad para todos los seres humanos se apoderó de esta época que, por ello, fue conocida con el nombre de Ilustración (Aufklarung), el reino de la Razón. Por detrás de esta doctrina estaban factores diversos: el capitalismo comercial y los comienzos de la revolución industrial, la migración del campo a las ciudades y el urbanismo acelerado, los nuevos descubrimientos de la ciencia y sus aplicaciones, los inventos (la imprenta, la brújula y la pólvora), el creciente poder de las burguesías enriquecidas, el fortalecimiento de los Estados y su mayor intervención en la regulación de la vida colectiva, familiar e individual.
Los límites de la Modernidad son apreciados de modo diferente para unos y otros historiadores. En la historiografía francesa se tiende a situar la Modernidad entre los siglos XVI y XVIII (de 1492, fecha del descubrimiento de América, a 1798, el comienzo de la Revolución Francesa), en tanto que entre los historiadores anglosajones esta época tiene un periodo de tiempo más dilatado y menos preciso: Comienzos del siglo XVI hasta el siglo XX. Sin embargo, no es posible comprender el espíritu moderno sin hacer mención de los antecedentes que vienen desde el siglo XIII en Europa con el desarrollo del capitalismo comercial y el incremento de la población y del consumo. El movimiento histórico en esta época es agitado y de un vigor innovador extraordinario. Aparece otro género de vida, una visión del mundo diferente y un cambio considerable en las relaciones de producción y en la estratificación social, amén de un acelerado movimiento de expansión de Europa por el mundo entero. Lo que conocemos con el nombre de Modernidad es un fenómeno típicamente europeo, de Europa occidental, pero la expansión de Europa, iniciada en esa época y continuada a través del tiempo, ha extendido su influencia por el resto del planeta.
La visión modernista que animó el espíritu de la Ilustración nos parece hoy día que peca de ingenua: La Razón universal como fuente inevitable del progreso sostenido y de la felicidad, equidad y justicia para todo el género humano mostró muy pronto, con cruda evidencia, ser no sólo un concepto mítico en su principio original, sino, además, un ideal inaplicable a las realidades históricas en marcha. Otras culturas y otros modos de sentir la existencia y actuar en el mundo eran para ese entonces poco conocidos, y lo poco que de ellos se sabía se interpretaba a la luz de la cosmovisión europea imperante. Las incipientes observaciones antropológicas presentaban un sesgo occidentalista que impedía un análisis más claro de sus diferencias y de sus palideces. Más decisivo todavía en el fracaso del proyecto de la Modernidad fue la invasión de los países europeos occidentales al resto del mundo y la explotación inmisericorde de los recursos naturales de las tierras conquistadas y de los pueblos sometidos. La empresa colonial tendría que oponerse radicalmente a la aplicación mundial del ideal universalista de la Ilustración. Se creó, así, una contradicción entre principios y prácticas que se acentuaría con el tiempo, en modo alguno superada hoy día, lo que constituye una amenaza a las bases humanistas de la cultura europea.
Ya desde la segunda mitad del siglo XIX y, más aceleradamente en el siglo XX y lo que va del XXI, la Modernidad y sus arraigadas convicciones comienzan a derretirse en Europa de occidente (incluyo aquí a los EE.UU. que son, en gran medida, una Europa occidental transplantada al Nuevo Continente). El derrumbe es estrepitoso, y la caída del muro de Berlín simboliza esta defunción. Cabe recordar aquí la cita que consigna Paul Hodgkin, médico general inglés, en una nota editorial titulada: Medicine, postmodernism, and the end of certainty (British Medical Journal, Vol. 313, 1966, p. 1568 y 1569): “La Ilustración ha muerto, el Marxismo ha muerto, el movimiento de la clase trabajadora ha muerto y el autor no se siente muy bien tampoco” (la traducción es mía). Ya Federico Nietzsche (1844-1900) exclamó hace más de un siglo: “Dios ha muerto; entonces, todo está permitido”. Lo que ahora subsiste es la fiera; la fiera desatada. Esa fiera son los instintos, la pasión por el poder y la riqueza, la ambición desmedida, el egoísmo desenfrenado. Todo vale en la lucha de todos contra todos.
La historia, sin embargo, no es igual para los países colonizados o neocolonizados. Éstos últimos no alcanzaron, como los europeos, elevados niveles de bienestar, de riqueza y de poderío. La pobreza, la miseria declarada y todo género de carencias y padecimientos sociales, lejos de disminuir, han aumentado con el correr de los tiempos. Estos países marginales no tuvieron otras tierras y otros pueblos a quienes explotar para su avance y “desarrollo”. Se quedaron rezagados en el proceso histórico que impuso la civilización occidental al planeta entero. Por una parte, esos países-colonias, en su mayoría “europeizados” hasta cierto límite, han venido adoptando los patrones de consumo, las ideologías importadas y las expectativas del género de vida de los europeos, especialmente en sus clases altas dominantes y en las clases media favorecidas. Pero las mayorías de las poblaciones se han quedado atrás; peor todavía: han retrocedido y se encenegan en un nuevo estilo de miseria más deprimente, más degradante y más destructivo que la pobreza campesina de los siglos anteriores que padecían los “siervos de la gleba” sujetos al yugo feudal. Los pueblos antes colonizados y ahora neocolonizados de América Latina, de África y de la mayor parte de Asia, no lograron, o mejor, les impidieron los colonizadores, el acceso a la Modernidad. Fue contra este impedimento, contra el poder esclavizante, que se alzaron ayer hombres como Bolívar, Miranda, Sucre, San Martín. Es contra este poder que elevaron sus voces hombres como Rubén Darío (léase su poema Roosevelt), Rómulo Gallegos (recuérdese su novela Doña Bárbara y al personaje Mister Danger, el señor Peligro, que simboliza la extensión del imperialismo norteamericano), Miguel ángel Asturias &, los líderes tercermundistas Gamal Abdel Nasser, Mahatma Gandhi, Jawaharlal Nehru, Kwame Nkrumah, Achmed Sukarno, Josip Broz (Tito) y otros. Estos personajes rebeldes se inspiraron en el movimiento modernista europeo; bebieron en sus fuentes y adoptaron sus principios; fueron liberales en el mejor sentido de la palabra: democracia, libertad, justicia, igualdad, bienestar para todos los seres humanos que pueblan la Tierra. Esos hombres alimentaron el sueño de Diderot, D’ Alambert, Condorcet, Voltaire, Lord Byron y otros europeos revolucionarios del siglo XVIII y primera parte del XIX. Los primeros social-demócratas de este país, los fundadores del partido Acción Democrática, habrían suscrito las tesis de estos visionarios. Pero también en estos países colonizados todo este sueño se viene abajo. Queda el rostro descarnado de la codicia, de la competencia, de la ley de la selva que ahora llamamos neoliberalismo, nombre impropio puesto que el que mejor cabría sería el de neoesclavismo.
Hugo Chávez Frías, el actual Presidente de Venezuela, surge como un renacimiento del ideal modernista; su ferviente adhesión al sueño de Bolívar muestra con claridad el manantial espiritual en el que nutre su ideal. Chávez representa, dentro de este mundo actual de descreimiento, individualismo exacerbado, relativismo e indiferencia, un apóstol anacrónico. ¿Anacrónico? ¿No será más bien futurista? La ideología de Chávez no es simplemente liberal “ilustrada”; no en balde han cambiado los tiempos y la doctrina liberal ha sido sustituida por la neoliberal (neoesclavista). Además, otra novedad va siendo cada vez más visible: en el otro lado, en el de los innumerables desposeídos y explotados, viene brotando un fermento, un movimiento universal mal definido, con algunas manifestaciones del fuego que lleva por dentro y una que otra explosión anunciadora: Los volcanes están preparándose para las erupciones. Los poderosos comienzan a tener miedo. Para los “ilustrados” no existió la globalización, el “libre” comercio, la magnitud desproporcionada del capital financiero, el neocapitalismo, la televisión comercial al servicio de los poderes imperiales, la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, ni tampoco ─penoso es decirlo─ la Organización de las Naciones Unidas (ONU). La idealidad del pensamiento liberal político dieciochesco estaba, en cierta medida, condicionada por su ignorancia del mundo pobre y su desconexión de los pueblos colonizados o en vías de serlo. Pero para Chávez, y para otros pocos que piensan como él, el problema, que en verdad subsiste, reviste ahora otras características. Chávez, con aguda penetración, capta estas nuevas realidades y, con énfasis, predica y actúa para enfrentar los retos de este mundo nuevo, permaneciendo, con todo, fiel a los principios del proyecto “ilustrado”. Bolívar intuyó los cambios: se dio cuenta de la necesidad de poner los pies en la tierra y propició la unión defensiva de los países latinoamericanos. Chávez va más lejos: sabe que es preciso reunir en un propósito común a todos los pueblos marginales del mundo. Ese propósito no es otro que la lucha por la libertad, por la descolonización verdadera, por la realización de las propias culturas y por la solidaridad humana que conduzca a la desaparición del fatídico binomio de opresores y oprimidos y a la redención de los pueblos maltratados. Chávez es un soñador, pero sin soñadores no hay historia.
Mérida; Mayo de 2004.