Maratonista
de esa especie fue Luccino, hijo de
inmigrante italiano amancebado en Venezuela por razón de hambre.
De seguro que la idea original del padre
no fue tener un hijo que andase mal imitando a Fidel en otra sierra,
pero los comunistas de la “Universidad Central de Venezuela”
convencían. Valientes y gallardos en el cafetín,
lo iniciaron en Marx y lo ataron por siempre a una vagina.
¡Roca loca esta Tierra, en la que todos giramos!
Explico:
si algún combatiente urbano caía
o estaba a punto de caer en manos de
la Seguridad del Estado, debía ser empacado
–generalmente sin empaques- monte arriba o monte adentro.
Así ocurrió con Luccino una noche de pintas en
“La Candelaria”. Al final de su letrero topó
con un policía que le ganó en combate de
velocidad de piernas. (Dos meses detenido y un año de huidas por el
monte fue el currículo militar que
lo arrimó más tarde una prebenda:
un cargo en una burocracia que si no se vigila a sí
misma va a perder su revolución) Pero bueno, me distraigo en
el relato. Volvamos a la vagina.
No, mejor
no. Siempre andamos apresurados cuando
se trata de eso.
El mayor
obstáculo del guerrillero redentor, en
época sesentera, fue el campesino a redimir. Inventaba ejércitos cercanos
para quitarse al redentor de encima. Y también
“combates violentos” en zona aledaña, que erizaba las barbas de
los pocos que las tenían (la guerrilla era imberbe) Entonces era cuando
de nuevo se salía del monte o se entraba en
él; cuando se subía a la montaña o se bajaba de ella. Siempre buscando
otra zona, otro caserío de campesinos a quienes liberar de quienes
no querían ser liberados. Esa fue la opereta interminable del combate
rural, según me cuentan.
Pero retomo
el punto inicial: tres años después de la carrera de la pinta en
“La Candelaria”, vi a Luccino otra vez en la Universidad. Estaba
en una fila procurando reinscribirse y comenzó
a contarme su historia en el mismo cafetín del adoctrinamiento: la
Comandancia lo había bajado por infringir la regla de
“No enamorarse de alguna compañera”. No lo había hecho,
me adujo: “Fue de una chica campesina que nunca supo que
ella también era combatiente. Nos regalaba pan de una bodega y refrescos
tibios, pero al hacerlo el Partido la declaró
marxista. ¿Cómo explicarle que ahora, dado yo de baja,
ella también tendría que abandonar la zona, su
zona, por ofender
la regla de un movimiento al cual no pertenecía? Se me ocurrió algo
genial: le ofrecí matrimonio. La urgí para que bajáramos
a la ciudad, y le expliqué que con ese nuevo status no
podría seguir peleando”. (En este punto
del relato vinieron a decirle a Luccino
que llegaba su turno en la fila y se fue)
No lo vi más hasta esta mañana.
¿Dónde
nos vimos y cómo nos reconocimos? Por el nombre, de una manera
insólita. Ambos estábamos ante sendas cajas registradoras
–una al lado de la otra- y teníamos el mismo inconveniente en un
almacén: no aceptaban cheques. Luego de discutir cada uno con su correspondiente
cajera, tuvimos que cancelar con tarjetas de crédito. El oyó
mi nombre y yo el suyo. Ambos miramos la
cara del otro y nos alumbró el color del pelo. Tres segundos bastaron
para adivinarnos los rostros juveniles disimulados bajo
-¿unas cuantas?- arrugas. El momento fue emotivo y de nuevo comenzamos
a hacer política. “¿Cómo es posible
que este Gobierno permita esto?”
“Un cheque es dinero en efectivo”
–protestamos- mientras una sonrisa clandestina
bailaba en los rostros de las cajeras, cómplices de su propio explotador.
“Hablaré con Hernández Behrens” -dije yo fanfarroneando-
“y si no está, con Raúl Hernández”.
Inútil: cada quien firmó su obligación mientras vociferábamos
ahora contra los precios. “Por eso es que les van a aplicar una
Ley de Costos y Precios Justos a estos bandidos”, dijo Luccino
para que lo oyeran. Y yo: “¡Ladrones
especuladores! ¿Cuándo será que el pueblo logre que terminen
estos atracos?” Fue un momento fabuloso: nos sentimos de nuevo
hermanados en la rebeldía. Rejuvenecimos y hasta el pelo
se nos tornó más oscuro.
Concluido el incidente, mudamos el reeencuentro a otro cafetín esta vez no Ucevista. Al contrario: aburguesado y escuálido, según trozos de conversación capturados. En ese sitio terminó mi amigo de contar su historia. “Bueno, nos casamos, tuvimos hijos y enevejecimos juntos. Ella murió hace siete meses y estoy sólo. ¿Fuimos felices? Algunas veces sí y otras no. Con ella tuve los combates que nunca tuve en el monte. Pero fue mi esposa y la añoro.” Presintiendo humedad en sus ojos quise cambiar de tema, pero él continuó. “¿Sabes qué? Esta mañana fui a reinscribirme en el PSUV y adivina quién estaba en el puesto de control.” No sé, respondí. “El coño de madre que me acusó en el juicio que me hicieron en la montaña y que al señalarme dijo: ESTE GUERRILLERO TIENE UNA NOVIA. ¡De la arrechera que cogí al verlo no me reinscribí nada! Pero ahora con esta nueva de la tienda, a lo mejor me reinscribo mañana.” “Adios, César” –dijo él- “Adiós, Luccino” –dije yo-. “Por ahí nos vemos” –exclamó uno- “Seguro” –completó el otro. Y nos fuimos.
Esta es
la pequeña historia que vinculó a Luccino, marxista de convicción,
con la única campesina que pudo redimir para que
luego ella lo tiranizara a él. Su adoctrinamiento en Marx, ideólogo
de la liberación de masas, lo amarró a la
dictadura de la entrepierna de una moza.
¿No les dije yo que esta Tierra giratoria
es loca?