Olga Reyes nos describió el significado de ese segundo entierro y la manera secreta como aprendió de la abuela la preparación de la vasija con sus signos pintados. Entona cantos de amor mientras va moldeando su cerámica, recuerda la historia de Kenami, la hija única que era Diosa y dormía con su madre arriba, muy arriba del chinchorro porque era perseguida por los hombres que le hacían canciones para conquistarla, pero especialmente venera las fuentes esenciales de la cultura y del pueblo jivi al que pertenece, la formas de crianzas, donde el varón es preparado desde muy pequeño para el trabajo y así aprende a tejer guapas y sebucanes y a preparar las flechas y los arcos y a talar el conuco y a sembrar y a tumbar los árboles grandes. El trabajo que hace el adulto también debe ser dominado por el niño y así es el caso de la mujer que debe cuidar que no exista la mezquindad entre los pueblos, que debe aprender a vivir y a conservar los ritos y el idioma, con sus maneras de almacenar las comidas y de ir al conuco y de dormir.
“La educación jivi es muy dura, porque desde pequeñas a las hembras nos enseñan a trabajar en la casa y en el conuco, a sembrar y a preparar casabe. También nos preparan para que la muchacha no esconda su primera menstruación. Desde pequeñitas recibimos consejos. Si se esconde la primera menstruación eso es malo, porque es sagrado en jivi. A mí me encerraron dos meses sin ver ningún varón, solo una viejita que le traía comida a uno y le daba consejos y uno tenía que hacer oficios como tejer, de allí se preparaba la ceremonia, se recogía bastante pescado, casabe, frutas para sacar a la muchacha, los shamanes son los que preparan todo porque ellos son los que van a rezarle al pescado y la muchacha tiene que aguantar sueño todas las noches para esperar el momento de una gran fiesta en la que hay mucha comida y mucho baile en ese día en que a las tres y media de la madrugada uno debe correr duro para que nadie la agarre y para irse a bañar. Se adorna todo donde está ella, una guapa de túpiro y cambur, otra guapa de tejidos y ella debe manosear todo eso porque tiene oraciones y suerte para ella. Los shamanes le rezan a lo que hay alrededor y de allí la gente agarra lo que le ofrecen, porque la creencia de nosotros es no mezquinar comida, compartir el mañoco y el casabe, así somos, compartir los peces y los animales de cacería, no mezquinar nada porque eso es malo, nosotros compartimos todo. Cobrarle a un familiar es mala señal, es como si uno lo está mandando a la muerte, y si alguno se equivoca por cobrarle a un hermano nosotros lo regañamos, porque eso no sirve, no debe existir la mezquindad en ninguno de nosotros…”
En la comunidad de La Reforma, cerca del eje vial de Puerto Ayacucho vivió Olga Reyes una gran parte del tiempo con sus recuerdos. Supo compartir con el pueblo jivi, con piaroas y curripacos donde no hay tierra dividida, solo se está en completa armonía. Ella, como una venerable mujer se instala en su mesa de trabajo y nos va demostrando como se amasa el barro tan limpio y se le da distintas formas de animal entre las manos, formas de hombre, de mujer. Así es el barro sagrado ante el cual nunca detuvo su imaginación, al contrario, incorporaba una y otra historia de las divinidades y de sus propias costumbres. Seres de arcilla, como es el caso de la mujer que nació estéril y adopta una lapa a la que amamanta, o el curandero concentrado y pensativo entre sus oraciones o el shaman preparándose para la búsqueda de la cacería, en fin, las representaciones de la naturaleza humana y el universo en el que transcurrió su vida creadora y de la que nos dijo: “Esta arcilla que estoy tocando representa a un Dios que tiene poder y ese Dios hizo esta arcilla para nosotros los indígenas pobres”.
Olga Reyes. La Reforma, estado Amazonas. 2006 Credito: Rafael Salvatore |