Violencia o Paz, la elección es nuestra

Resulta cada vez más evidente la conexión entre el clima de violencia que se está imponiendo a la sociedad venezolana, los fines políticos inmediatos de quienes hace años lo están construyendo y la deplorable ausencia de decisiones radicales del Gobierno Bolivariano. No obstante, creo que esta filosofía de la violencia trasciende el momento político y posee unas causas más profundas e integrales que debemos analizar.

Estoy persuadido de que, esta cosmovisión violenta responde a las necesidades propias de un sistema económico, político y social que se nutre de ella. Estamos –como pueblo- arribando a un punto culminante en la construcción consciente del principio de autodestrucción. La estructura del sistema propicia y necesita de este escenario general. Es la competitividad salvaje como medio de vida la que requiere de este clima que el capitalismo convierte en principio generalizado.

La competitividad fortalece preponderantemente a la economía capitalista de mercado. Se presenta como el motor secreto de todo el sistema de producción y consumo. Quien es más fuerte o más vivo en la competencia en cuanto a los precios, las facilidades y la variedad es el ganador. En la competitividad opera implacable el darwinismo social: selecciona a los más fuertes. Estos “merecen” sobrevivir, pues dinamizan la economía. Los más débiles son peso muerto, por eso son incorporados o eliminados. Esa es la lógica feroz y terrible del sistema capitalista que sufre el pueblo de Bolívar y Chávez

La competitividad ha invadido prácticamente todos los espacios sociales: los lugares de trabajo, las universidades, las escuelas, los deportes, las iglesias y hasta las familias. Para ser ganador la competitividad tiene que ser agresiva. El más vivo, el que más consuma, el que más cabezas pise, ese es el triunfador. No es de extrañarse que todo pase a ser oportunidad de ganancia y se transforme en mercancía, desde los electrodomésticos hasta la religión, desde las cremas adelgazantes hasta la cultura. Los espacios personales y sociales, que tienen valor pero que no tienen precio, como la gratitud, la cooperación, la amistad, el amor, la compasión y la devoción, se encuentran cada vez más arrinconados, como una especie exótica despreciable y en vías de extinción. Sin embargo, estos son los lugares donde respiramos humanamente lejos del juego de los intereses. Su debilitamiento nos hace anémicos y nos deshumaniza.

En la medida en que prevalece sobre otros valores, la competitividad y la ganancia provocan cada vez más tensiones, conflictos y violencias. Nadie acepta perder ni ser devorado por otro. Lucha defendiéndose y lo hace atacando al otro, borrando toda forma de cooperación. Ocurre que luego de la caída del socialismo real, con la homogeneización del espacio económico de cuño capitalista, acompañada por la cultura política neoliberal, privatista e individualista, los dinamismos de la competencia fueron llevados al extremo que hoy sufrimos en cualquier calle de nuestra Venezuela. En consecuencia, los conflictos recrudecen y la voluntad de ganar con violencia no es refrenada sino vista como normal y hasta familiar.

La potencia hegemónica de este satánico sistema, EE.UU., es el campeón de la competitividad; emplea todos los medios, incluyendo las armas y el crimen para ganar siempre sobre los demás. El modelo apetecible no es el de Jesús o Bolívar sino el del banquero o el comerciante ladrón.

¿Cómo romper esta lógica férrea? Creo que rescatando y dando centralidad a aquello que otrora nos hizo dar el salto de la brutalidad a la humanidad. Veamos: Lo que nos hizo dejar atrás la bestialidad fue el principio de cooperación y del cuidado mutuo. Nuestros aborígenes –no infestados totalmente por el veneno capitalista- salían y aún salen en busca de alimento sólo que en lugar de que cada cual coma solo y para sí mismo traen lo conseguido al grupo y reparten solidariamente entre todos lo conseguido. De ahí nació la cooperación, la sociabilidad y el lenguaje. Por este gesto inauguramos la especie humana. Ante los más débiles, en lugar de entregarlos a la selección natural y que se las arregle como pueda, inventamos el cuidado y la compasión para mantenerlos vivos entre nosotros.

Hoy como ayer son los valores ligados a la cooperación, al cuidado y a la compasión los que limitan la voracidad de la bestia, desarman los mecanismos del odio y dan rostro humano a la fase superior de la humanidad. Trabajar entro todos en este objetivo humanista es imprescindible. Es urgente comenzar ya, sin demora, ahora mismo, para que no sea demasiado tarde. Podría ocurrirnos lo que le aconteció al personaje que perdió el cielo porque dejó cerrar la puerta abierta sólo para él distraído en otras minucias, o como le ocurre a un amigo quién me dice –con estupendo sentido del humor- no ser multimillonario porque “tiene el vicio de no jugar”. Este envite no lo podemos dejar pasar sin consecuencias gravísimas. Los venezolanos estamos hoy frente a este dilema hamletiano: ser o no ser. Elegir la opción que nos conduzca hacia una sociedad basada en los principios de la cooperación, la solidaridad y el respeto, contenida en la Constitución Bolivariana de 1999 y el legado de Chávez o tomar el atajo oscuro y perverso de la competencia a cuchillo. A eso queda limitado el campo de batalla por la vida o por la muerte. Por la solidaridad o por el odio y el desprecio social. Por el humanismo o por la competencia salvaje. La decisión está en nuestras manos. Yo sé muy bien cuál es mi elección, entre otras cosas porque mi madre parió un hombre y NO un consumidor.

 

¡Leales y Amando Venceremos!



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Martín Guédez


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