El desliz del presidente Chávez

Recuerdo que una vez, en medio de una discusión, un amigo y ex-dirigente del Partido Comunista Dominicano sentenció con aire de oráculo: esta es la última guerra que conoce la humanidad. Se refería a la primera guerra del Golfo, entonces en vía de desarrollo. La sentencia me resultó tan inverosímil, que yo, que no suelo replegarme cuando de discusión política se trata, no dije nada, y las cosas quedaron ahí.

Ese recuerdo llegó a mi mente al escuchar el domingo pasado al presidente Chávez conminar a las FARC de Colombia a liberar a los civiles secuestrados y a los prisioneros de guerra que tienen en su poder. Entre las razones que dio el presidente, hay dos que si bien aparentan ser las mismas cosas, no lo son, y se parecen mucho a la absurda sentencia de mi amigo: la lucha guerrillera en América Latina “está fuera de orden” y “pasó a la historia”.

Desde luego que hay una diferencia entre “estar fuera de orden” y “pasar a la historia”. En el primer caso, puede entenderse que en América Latina, o en un conjunto de países, la lucha guerrilla no tiene viabilidad, no está a la orden, en este momento y en estas condiciones precisas. En esto, se puede estar o no en lo correcto, dependiendo de cómo se enfoque. Es ciertamente posible que en una región, en sentido general, se creen condiciones que pongan fuera del orden una determinada forma de lucha. Pero esto hay que probarlo en sentido particular, tomando en cuenta la realidad concreta en cada país.

A partir de principio de la década de los 80, se desarrolló en la mayoría de los países de América Latina el proceso de lo que algunos dieron en llamar “transición democrática”, después de la represión feroz de los regímenes precedentes, y el desgaste de las opciones políticas más radicales. A principio de los 90, los grupos guerrilleros centroamericanos se replegaban a la mesa de negociación, buscando su reinserción a la vida civil y al activismo político legal.

Ese proceso estuvo condicionado, sin duda, por el derrumbe de los regímenes de Europa del Este, la derrota del sandinismo en Nicaragua, y la confusión ideológica que esos hechos trajeron consigo. Estábamos, ni más ni menos, en el contexto del fin de la historia y las ideologías, del autoproclamado triunfo del capital, de la hegemonía de la doctrina neoliberal. Aquellas condiciones internacionales, políticas, ideológicas y geopolíticas, parecían indicar que la vía de la lucha armada estaba cerrada.

Sin embargo, en febrero de 1992, se da la primera insurrección armada de la época “posmoderna”. ¿Dónde? En Venezuela. ¿Quiénes? Un grupo de soldados y civiles dirigidos por el Coronel… ¡Hugo Chávez! ¿Contra quién? Contra una de las democracias más estables del continente; voraz, corrompida y excluyente, ciertamente, como casi todas las seudo-democracias de la región. Pero en todo caso, contra un sistema político que ni por asomo tenía el carácter criminal, ni ejercía la violencia desmedida y sistemática contra el pueblo que hoy ejercen la oligarquía y el Estado colombianos.

La rebelión de Chávez fue, como sabemos, un fracaso desde el punto de vista militar. Pero desde una perspectiva política, aceleró un proceso en cierne que hoy se encuentra en una etapa de transformación inédita, por sus contenidos a la vez revolucionario, antiimperialista y democrático. El propio ejemplo de Venezuela pone de relieve, pues, el hecho de que en cuanto a métodos de luchas se refiere, no se puede obviar la especificidad de cada país; y que en última instancia es a los actores internos a quienes les toca iniciar, proseguir o abandonar determinadas vías para alcanzar sus objetivos liberadores.

Yo estoy absolutamente de acuerdo con Chávez en el pedido que hace a las FARC de liberar tanto a los secuestrados como a los prisioneros de guerra. Primero, porque no veo, hasta que se demuestre lo contrario, la utilidad militar de tener a esa gente en las montañas. Segundo, porque desde el punto de vista político y propagandístico ha sido un clavo muy enquistado en las botas del ejército guerrillero. Si no hay otro camino que el de la guerra, hágase bajo los cánones y la ética reconocidos internacionalmente; aún cuando los estados terroristas, el imperialismo y las clases dominantes hagan caso omiso de ellos.

Pero insinuar, como evidentemente lo hace el presidente venezolano, que el camino para la paz en Colombia depende de la guerrilla, y más precisamente de su claudicación, es obviar hechos que hablan por sí mismos. Los responsables en estos momentos de que no haya paz en ese país no son las FARC ni ningún otro grupo guerrillero, sino el gobierno de Álvaro Uribe, y sobre todo sus mentores norteamericanos que no escatiman recursos para obstaculizarla, en aras de extender su hegemonía económica, militar y política por toda el área. Esa es una realidad que el propio Chávez ha reconocido en reiteradas ocasiones.

A juzgar por el historial de la oligarquía, el Estado colombiano y sus retoños para-militares, de desarmarse, los/as combatientes de las FARC podrían muy bien terminar en los mismos lugares que miles de otros/as que han transitado ese camino: en cementerios y fosas comunes. Recuérdese los más de 4,000 muertos de la Unión Patriótica, movimiento político legal impulsado en los años 80 por las FARC y el Partido Comunista de Colombia. Al menos, 136 asesinatos, 38 desapariciones forzadas y 28 intentos de homicidios en contra de los sobrevivientes de ese movimiento, han tenido lugar bajo los gobiernos de Álvaro Uribe.

Hoy, en Colombia ser activista social, sindical o campesino, o simplemente ejercer el derecho a la protesta, constituye un crimen que puede costarle la vida a cualquier persona. En su informe de 2008, señala Amnistía Internacional que los miembros de la Fuerza Pública "ejecutaron extrajudicialmente a al menos 280 personas entre junio del 2006 y junio del 2007…Los militares a menudo presentaban a sus víctimas, en su mayoría campesinos, como guerrilleros muertos en combate". Esa es la cruda realidad de Colombia; y dudo mucho que ese Estado esté dispuesto a ofrecer en estos momentos las garantías mínimas que permitan que las cosas sean diferentes, aun con la mediación de los actores internacionales que Chávez propone.

Al ponerle un epitafio a la lucha guerrillera como método, Chávez cierra puertas a la resistencia de los pueblos. Yo me pregunto, ¿qué habrá de hacerse en América Latina si mañana las oligarquías y sus aliados imperiales deciden que las luchas de clases hay que dirimirlas por otra vía, y cierran los caminos de la lucha legal? Podrán contar los pueblos con una parte del ejército, quizás, pero pocos procesos están en la envidiable posición del venezolano en ese aspecto. La historia nos demuestra que los ejércitos pueden dividirse en los momentos cruciales, como pasó en la República Dominicana en 1965; pero también pueden quedar esencialmente intactos en mano de la oligarquía y apuntando a un pueblo desarmado, como en el Chile de Pinochet.

Pero además, de materializarse la tanta veces denunciada intervención militar norteamericana en Venezuela, ¿qué harán Chávez, las fuerzas armadas y el pueblo? ¿Se le enfrentarán en una guerra convencional, en campo abierto, como hizo irresponsablemente Hussein en 1991? No; los escenarios de una victoria frente a la imponente maquinaria militar del imperio han de ser los majestuosos Andes, las tupidas selvas de la Amazonia y las calles y campos de Venezuela. Y en esos predios, la resistencia sólo habrá de tener un nombre, la lucha guerrillera.

*(Wilson Spencer es Profesor Adjunto de la Universidad de la Ciudad de Nueva York –CUNY-)


wilsonrael@yahoo.com


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