La lógica mercantil en lo educativo

La educación no sólo en Chile, sino en América latina y en el mundo está adoptando hoy en día procedimientos y formas de organización provenientes tanto de prácticas burocráticas como de los principios del mercado. En el caso de Colombia y en varios países, tales prácticas y principios se concretan en un discurso de “gestión de la calidad” y en la pretensión de un sistema de aseguramiento de la misma.

La superimposición narrativa del dispositivo de gestión de la calidad ha terminado por hacer creer ingenuamente que por el hecho de reducir los procesos educativos a estadísticas, estándares, gráficas y registros, y por efectuar el ritual burocrático de llenar formatos y aplicar exámenes, la realidad educativa está bien intervenida. No obstante, de toda esta hiperinflación se rescata la sensación de control y seguridad. Tal dispositivo no natural.

Hace creer que con la reforma que pretende introducir a través de leyes, como en el caso colombiano la Ley 30 de Educación Superior del año 1992, las comunidades educativas avanzan hacia el progreso.

En Colombia el núcleo del debate educativo gira alrededor de la reforma a la Ley 30, cuya idea es inyectar dinero de las empresas privadas a la universidad tanto pública como privada en un gesto de apoyo a los deficitarios recursos del Estado. Percibo en esto una suerte de paradoja que no se puede dejar de lado:

Si el ánimo de lucro de las empresas privadas entra a llenar los vacíos de una educación que todavía tiene serios problemas de calidad, pues siguiendo la lógica de la acreditación, menos de la mitad de universidades colombianas están acreditadas, ¿Cómo es que la falta de calidad se convierte en un argumento esgrimido para que lo mercantil entre en lo educativo? No se supone que el mismo sistema que asegura la calidad debe fomentarla, en vez de hacerla cada vez más deficitaria.

Pues, mientras siga estándolo, siempre estará abierta la puerta para que más capital privado entre a asegurarla. Si hay falta de calidad es porque el sistema mismo no ha podido “asegurar la calidad”, esa misma calidad que es el resorte principal que conduce al desarrollo económico, social y cultural de un país.

El discurso empresarial de la calidad es portador de una “buena nueva”: parece contener la alquimia que transformará los procesos pedagógicos, investigativos, académicos, lúdicos y didácticos en exitosos. Se presenta como la fórmula mágica que sacará a la educación del terreno fangoso en que se encuentra; sin embargo, cuando la experiencia pedagógica y el hecho educativo se agrupan en datos estadísticos y en registros casi notariales, procedimientos más de la economía y la burocracia política, entonces la educación se convierte en una mercancía más, que debe ser exhibida ante la vitrina de la sociedad de consumo.

Así, el ámbito de la educación se convierte en un escaparate en donde se venden los valores del mercado. Al igual que cualquier producto que uno encuentra en el supermercado, la educación pasa a ser un objeto etiquetado con el rótulo de “calidad” que se vende al mejor postor.

Naturalmente que la calidad es un bien encomiable y deseable que se debe perseguir, no obstante, cuando la voz del discurso de la calidad educativa es la de un modelo económico de corte neoliberal éste se erige en un saber de vanguardia que en nombre de un modelo verdadero de certificación pretende filtrar, jerarquizar y ordenar el escenario de la vida escolar marcando con sus ritmos nuestras tareas, desde las más triviales hasta las más sublimes.

Con el discurso y “sistema de aseguramiento de la calidad” se enmascara lo particular, local, disperso y discontinuo que vertebra lo humano de las universidades y colegios, se refuerzan los mecanismos de vigilancia y control, proliferan medidas preventivas, cautelares y sancionatorias. Es un precio alto para la sociedad en general en el afán de asegurar y controlar de un modo artificial lo que debería darse de un modo natural y menos excluyente y desigual para todos.

El caso de Chile no es menos dramático que el colombiano. También encontramos efectos de la invasión de la lógica del mercado sobre lo educativo, tal como lo advierte el pensador francés Christian Laval. Él, refiriéndose a la educación y, particularmente, a los nefastos efectos que conlleva subsumir ésta a la lógica administrativa, comenta: “la escuela y la universidad deben convertirse en cuasi empresas que funcionen según el propio modelo de las marcas privadas y se sometan a la exigencia del máximo rendimiento” (Laval, 2004: 42).

El agobiante endeudamiento de las familias chilenas en su lucha por el acceso a una educación que se supone de calidad. El también esfuerzo por parte de las universidades que tienen que ajustarse a estándares y condiciones de calidad que terminan por convertirlas en lo que sospechosamente desvela el adagio “dime de qué presumes y te diré de qué careces”.

Los encomiables propósitos de promover la investigación, la capacitación y cualificación de los maestros, la mejora en la cobertura educativa, la equidad en el acceso y la oportunidad real de educarse naufragarán siempre si no se ve a la educación como un proceso y sí como un producto inmediato.

La escuela y la educación no son una empresa, y la calidad es un concepto tan equívoco y tan escaso en la realidad educativa de Chile, de Colombia y de tantos otros países hermanos que hay que pensarlo con detenimiento. Lo importante es que la calidad no puede darse como algo dado y evidente.

Hay que ver si calidad tiene que ver también con la calidad de vida de las personas, con la calidad del conocimiento en términos de aprender a ser críticos, con la calidad del trato entre maestro y alumno, con la calidad de seres humanos respetuosos de las diferencias y no como un simple rótulo que se llena de acuerdo al interés o estrategia política del momento.

(*) Magíster en Filosofía y en Estudios Políticos Investigador del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá.


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