La Escuela de las Luciérnagas

Hubo un tiempo muy remoto en el que ningún insecto daba luz, eran sólo una cosa de puro cascarón y patas, y escucharon decir que en cierto lugar existía un pozo con la propiedad mágica de convertir todos los huevos de todos los bichos en cocuyos, que por muy escarabajo, chinche, alacrán, apenas bastaba con depositar sus huevos un tiempo en esas aguas para que salieran de ellas animales que alumbran en la oscuridad más grande para maravillar los ojos de cualquiera. Supónganse ustedes, docentes, que llamemos a ese pozo “la escuela de las luciérnagas”, un lugar recién inaugurado que tenía por mística y principio el darle luces a todas las sabandijas, que muy en el fondo de sus entrañas, querían bellezas tan similares como las de las mariposas o la elegancia de la mantis religiosa o exuberancia de las tarántulas coloradas.

Sucedió entonces que un día, de esos al principio de los tiempos donde todo se hallaba desordenado y vacío, días oscuros más que claros, en los que dos primitivos insectos, al enterarse de lugar tan extraordinario, corrieron la voz por todas las penumbras, y de las cavernas y grietas, donde las alimañas se aglutinaban, por debajo de las piedras y cortezas podridas donde existían parásitos rastreros, de las cloacas del mundo por donde abundaban cantidades enormes de animales sin gracia, salieron en procesión miles de bichos a desovar para que sus descendencias se instruyeran con el fin de ser más bellas. El pozo era para aquel entonces un charco más o menos grande que no se alimentaba de nada: era la lagrima de un Dios que todo lo sabía, brillante manantial, aguas luminosas de puro tiempo aprendiendo cosas.

Imagínense, docentes, cómo era aquel pozo de hermoso y limpio, qué cosas no debían guardar las lagrimas de los Dioses para que aquel lugar estuviera tan encendido. Era una escuela que daba luz para iluminarle la oscuridad a todos los que vivían en ella. Cuando llegaron los bichos la educación era gratuita, había un ministerio y maestros de luz verdadera en aquellas aguas. El ministerio se encargaba sólo de un asunto: de jamás permitir que ni una bendita gota saliera del pozo, mucho menos sus maestros cocuyos. Estos daban dosis exactas a las larvas, en útiles proporciones de luz, y les enseñaban que no tenía sentido beberlas si en el corazón no quedaban o al corazón envanecían.

El saber envanece y es inútil, cuando sus usos por vanidad se olvidan, decían los cocuyos. Eran las mismas aguas, pero en ellas surgían sustancias distintas. Así, una larvita de bachaca reina aprendió que las matemáticas no sólo era útiles para contar obreros o granos, sino también para enumerar los cuentos y ennoblecer con fábulas a su pueblo. Entonces los números no eran exclusividad de las cantidades: también contaban el mundo a su manera, y aquello a las larvas les pareció bello. Lo mismo sucedía con los pensamientos, con las grandes preguntas y los misterios. Les enseñaban a preguntarse y a responderse; les motivaban a decidir, después de mucho pensar y equivocarse, determinados asuntos para la interpretación del mundo en cuanto ellos salieran del pozo y tuvieran que enfrentarlo.

Les enseñaron a anotar los sueños para cuando les hicieran falta en esos tiempos donde el mundo se negara a recordarlos. Y esto también les pareció bello a las larvas. Muchas cosas bellas les hacían beber, cosas del alma. Tragos suaves y tragos que eran tan hermosos que se hacían amargos. Cuando estos tragos alcanzaban las conciencias, y el mareo arrastraba desdicha, venía luego un tipo de paz, esa paz que gozan los que saben vivir. Y ya los tragos se hacían menos amargos y lo que atravesó un día por las gargantas e irritó los corazones, ahora era agua, agua pura, simple agua de ríos claros. Todos aprendieron a llevar la vida en las “escuela de las luciérnagas”, y todos se encontraban felices porque serían respetables como las mariposas, las mantis y las tarántulas. Llegó pues la hora en que las larvas debían irse, esa hora célebre en que los maestros entregan las almas al mundo, las ven irse, perderse en la jungla de cosas, orgullosos de haber hecho un buen trabajo, de darles luz para que iluminen los tiempos. Porque saldrían bellos como sus maestros cocuyos, serían luciérnagas encendidas, lucecitas aladas que alumbrarían los caminos y maravillarían las miradas.

En montones salieron pensando que eran hermosos cocuyos y que tendrían luz para las noches. Pero en ningún momento se dieron cuenta de que seguían siendo los mismos, y que de la misma forma llegaron a sus nichos, a las cuevas, grietas y cloacas donde estaban sus familias. Los bichos, sus padres, se sorprendieron al ver que sus hijos eran igual de feos que ellos, que los hijos de las cucarachas no eran luciérnagas sino igual de cucarachas; lo mismo vieron los padres escorpiones, las polillas, zancudos y moscas. Aunque la confusión desilusionó a muchos, decidieron esperar a que la noche llegara para ver si al menos alguna luz emanaba de sus vientres. Ni el más mínimo destello se irradió en las panzas de aquella juventud de bichos, y los padres, enfurecidos, apenas el Sol asomó la cresta, se largaron en tropel a desmantelar la farsa de “la escuela de las luciérnagas”.

Armaron tal jauría que los maestros cocuyos, , atentos y desvelados, con la calma de quienes saben muchas cosas, escucharon divertidos la protesta unánime.

¡Mi hijo es una sabandija! Gritó el ciempiés.

¿Dónde está la luz? Exclamaban en coro.

Chilló la mosca, con sus grandes ojos verdes: ¡Queremos la luz! ¡Que se vea la luz!

  • La luz la llevan dentro – dijo un maestro cocuyo.

  • ¡Y eso qué importa, tengo todavía una mosca y no un cocuyo! bramó la mosca.

El cocuyo miró a sus hermanos. Silbó un suspiro y terminó tajante:

  • Pero jamás andará entre la mierda.

P.D. Tomo éste texto prestado de la novela “Mujer de tiza”, del escritor Venezolano Daniel Alberto Linares, ganador del Concurso para Autores Inéditos de Monte Ávila Editores 2010, mención Narrativa, para dedicárselo a todos mis amigos y amigas que se dedican a la docencia y a quienes debemos brindarle apoyo todos los días, con el interés único de ser útil.

 

freddylinaresr@hotmail.com



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