La necesidad de cuestionar y debatir o el mal del cuidapuestismo

Jacques Rancière sostiene que el debate político (la discusión profunda de los temas que conciernen a la sociedad en su conjunto) se da entre quien dice blanco y quien dice blanco, y no entre quien dice negro y quien dice blanco. La política es un campo minado, un juego de contrarios y de estrategias, pero contrarios que discuten los mismos asuntos trascendentales desde diferentes puntos de vistas, desde visiones (¡enhorabuena!) distantes, desencontradas. La verdad ha sido enarbolada por los grupos políticos en pugna; la verdad es moneda corriente, manoseada y abusada por Tirios y Troyanos. La verdad ya no es lo que solía ser; sobre todo porque el telos que anima a unos y otros se ve cada vez más desdibujado; o por lo menos, uno de los lados de la ecuación política en pugna (la derecha nacional) pareciera que su único fin es salir del Gobierno que preside Nicolás Maduro.

Entre tanto, la necesidad de discutir queda diluida en el marasmo de las elaboraciones discursivas capta-votos, del efectismo retórico, de la arenga electorera constante que promueve entusiastamente el Gobierno Nacional. La discusión de nuestro devenir político no debería admitir este tipo de aplazamientos, y digo aplazamientos porque siento que toda esa parafernalia retórica (apelando a la sensiblería inmediatista, al efectismo de masas) y esa profunda voluntad propagandística terminan por zanjar la posibilidad de que en el país se den debates robustos y trascendentes. Si bien es cierto que en el país hay una crisis económica, política y social, esa crisis también tiene un correlato discursivo: la incapacidad manifiesta de la clase política de discutir-se, de interpretación de los tiempos que van siendo y de realidad política que ya no cabe en su pellejo y que cada día corre el peligro de hacérsenos más cotidiana, más común, más naturalizable.

El problema pasa por el hecho de que esa forma política del simulacro, del amago de discusión y debate, terminan por hacer (nos) creer, sobre todo al gran público, que realmente el país está transitando por el augusto y deseable terreno de la politicidad; nada más lejos de la realidad.

La naturalización de lo anómico, de lo caótico en sentido negativo (que no dialéctico), la instauración de un régimen disciplinario que impide hacerse las preguntas trascendentes, entre otros elementos de similar tono, nos dejarán un vacío insondable en todo el quehacer político-cultural del país. Joseph de Maistre sostenía, con razón (sin dudas), que las crisis políticas, económicas, sociales, entre otras, venían precedidas por una degradación en el lenguaje; más específicamente en el plano de la discusión, el debate y la crítica. El argumento es suplantado por el grito, el grito deviene arenga, descalificativo; alimento para el gran público.

De allí que se genere un “manto razonable” de duda sobre quien intente introducir elementos para el debate: ¡cuidado, no es el momento, camarada! Así, en un largo ir y venir de lecciones morales que apelan al “compromiso”, al “ser estratégico”; los debates sustantivos que necesita urgentemente la patria, están en franca moratoria.

Leo en este mismo portal a gente de izquierda que tiene apreciaciones distintas sobre la economía y la política venezolana. Mis interrogantes en ese sentido serían: ¿Por qué no generar debates entre posiciones de izquierda? ¿Por qué, por ejemplo, no se dan debates en (pongamos por caso) VTV entre Víctor Álvarez y Jesús Farías? ¿Son irreconciliables sus posturas? No sé, pero creo que el mal del cuidapuestismo nos está haciendo un franco daño como país.

Un país incapacitado para decirse verdades a la cara sin atenuantes, es un país aburrido, predecible; ese país sufre como una rebaja de su condición dialéctica, de su capacidad crítica. Ese es también uno de los grandes dramas por los que ha atravesado el país en su vida política; uno termina preguntándose con cierta nostalgia: ¿Dónde están los grandes discursantes políticos? ¿Hubo grandes discursantes políticos en la historia política nacional? Usted me podrá enarbolar un par de nombres: Jóvito Villalba, Andrés Eloy Blanco, el primer Betancourt y uno que otro más. La otra pregunta que haría a partir de lo anterior: ¿Qué legado discursivo dejaron éstos tras su paso por la política nacional? Aún más, ¿qué es un parlamento?: ¿La casa de las leyes o el “ágora” donde se discuten seria y políticamente (trascendentemente) los grandes temas nacionales? Interpelación directa al lector: ¿Existe o existió eso en Venezuela? No lo creo. A mi modo de ver, lo que sí existe, lo que exudamos los venezolanos hoy y siempre, es un optimismo ramplón, una pacatería moral sosa y siempre esperanzadora que impide ver, cuando menos, el estado de cosas de nuestra realidad político-social. Mientras la pacatería, la esperanza (inútil) sigan siendo nuestra carta de navegación, poco alentador será el futuro. Creo que hace falta “cierta desesperanza”, cierto sentido agónico que habilite cuestionamientos fértiles, que posibilite grandes debates. De alguna forma, esa matriz de orden judeo-cristiana del “cielo prometido” ha ido en detrimento de una sociedad que necesita pensarse de forma más seria, de manera más estratégica. No surgen los grandes cuestionamientos en ese orden “teológico” esperanzador, no florece la duda en el país de la esperanza y el culto a lo que ha de venir y nos salvará.



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Johan López


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