(Parábola aplicable a cualquier tipo de competencias, incluso, electorales)
El asunto era simple. Juan José (JJ) era el dueño del único balón de fútbol en todo el barrio. Había dos equipos en la final: el de JJ y el de Enrique Pérez. Juan José perdió la final de campeonato 9 a 0 (cero) ante el equipo de Pérez, o sea, y como decimos en el argot deportivo callejero, le metieron una pela, una paliza pues. Juan José, al ver la estrepitosa y muy pública derrota, decide llevarse la pelota, le da una patada a la mesa y se lleva, como si fuese poco, el trofeo. Juan José demostró, con esta estúpida acción, que no resiste perder, que para él la derrota es algo poco menos que imposible. A pesar de que su equipo estaba completo, con todos los jugadores, el otro equipo literalmente le había “pasado por encima”.
Acostumbrado como estaba a ganar, entonces echa mano de cualquier artimaña para revertir el resultado, opera en la oscuridad y con triquiñuelas para obtener la victoria: dice que los jugadores del otro equipo son de otro barrio, que no están inscritos en la nómina de juego, que no tienen la edad que dicen tener (el campeonato era para menores de 18 años), pues JJ aduce qué éstos tienen más de 18 años, que los árbitros estaban “vendidos”, que esa no era la hora del partido final y que ello había incidido en el mal juego de su equipo. Lo cierto es que continuaba con una retahíla de excusas para no aceptar la derrota escandalosa que le había propinado el equipo de Enriquito.
El problema es que JJ nunca señaló ningún tipo de anomalía antes del encuentro final. Siempre supuso que su victoria sería un hecho. Además, su padre es quien por años organizaba el campeonato; ponía las reglas de juego, contrataba a los árbitros (los mismos árbitros que por 6 años consecutivos habían estado dirigiendo los partidos balompédicos en los que Juanjo siempre ha salido invicto). Andrés Marín, amigo de JJ desde la infancia, dijo: “Juan se volvió loco, ahora como perdió, se pone con esas vainas. Debería ser humilde y entender que cuando se juega al fútbol, sobre todo en una final, o se pierde o se gana”.
Pasaron los días, y JJ aún no asimilaba la derrota. Continuaba apelando ante la comisión de árbitros. No dejaba de reconcentrarse en su ira, de regodearse en su reconcomio interior. Hasta los compañeros de su equipo intentaron persuadirle para que dejara la obstinada intención de ganar aquella final de fútbol fuera de la cancha y con argumentos poco serios. Nada pudo ante la contundencia de aquel partido, intentar revertir una derrota tan descomunal como esa (9 a 0) haciendo uso de trampas de todo tipo, implica dos cosas: 1. Irrespeto al adversario y al público que fue a ver el partido final. Y 2. JJ se irrespetaba a sí mismo y a sus compañeros pues daba muestras de ser un mal perdedor.
En cualquier competencia hay ganadores y perdedores. Hay buenos perdedores, aquellos que aceptan su falibilidad, la posibilidad de perder está ligada a la misma noción de competencia. Y hay (como Juan José), malos perdedores, aquellos que, además de perder la final del campeonato, pierden otro juego tan importante como el primero: rebajan su dignidad humana.
El problema de quienes siempre ganan es precisamente ese: no soportan la derrota y menos por "paliza". Ante los demás, el público que vio el juego y sus propios compañeros, Juan José quedaba como una persona poco seria, de muy baja estatura moral; sobre todo por ese obstinado afán de ganar a como dé lugar. El ganador se crece en la victoria, pero se crece más cuando reconoce, con humildad y estoicismo, que perder es también parte del juego.