El valor de la palabra

Desde que el hombre utiliza la palabra para comunicarse con sus congéneres, ésta ha adquirido un  valor y responsabilidad fundamental en la organización de la sociedad y su desarrollo. Desde que el ser humano creó la palabra para comunicar ideas, estados anímicos, experiencias, no existe nada que no sea intermediado por la palabra. En efecto, todo acuerdo, consenso, anuencia y/o decisión, requiere de la expresión oral o escrita que plasme en la norma respectiva –contrato- el consenso.

La palabra personifica sentimientos, intenciones, emociones,  espiritualidad en general y puede –en muchos casos- representar hasta visiones  de futuro; todos derivados –por supuesto-  de la realidad concreta; es decir, reflejan y deben representar a ésta sin discusión. En este sentido debemos convenir que la palabra emana –además de ser hermana gemela de la realidad-  del medio real concreto en que se utiliza, por impulsar y recrearse con ésta mutuamente en un proceso dialéctico  de desarrollo y pertenencia –lo cultural-, planteamiento teórico muy desarrollado por Carlos Marx.  

La palabra adquirió con el tiempo tanto valor y reputación, que se llagaron a crear legiones de hombres y mujeres de honor entre los sujetos; es decir, personas que legitimaban su palabra con la acción así les costara en ello la vida. De hecho, el valor de la palabra estaba altamente comprometido hasta en la administración y ejecución de los “duelos”, muy de moda en la sociedad occidental entre los siglos XV al XVIII, que en un momento tenían necesidad de defender el honor personal ofendido o el de un familiar directo.

Por el valor de uso que se le dio a la palabra dentro de las comunidades, ésta adquirió con el tiempo, un valor  ético trascendental y por ende, fue objeto de atención y análisis de científicos sociales como: filósofos, políticos, periodistas y, educadores contemporáneos acreditados mundialmente.  En este sentido, podemos citar, entre muchos otros, a Antonio Gramsci (1891-1937) filósofo, político y periodista italiano, quién fuera uno de los primeros en asociar la palabra y su valor semántico a la praxis social de los actores en su medio. Otro connotado científico social que reconoció el valor de la palabra en sus planteamientos “culturistas-humanistas” fue el psicoanalista alemán Eric Fromm  (1990-1980)  en sus publicaciones: “El arte de amar (1956) y “Tener o ser” (1975), por ejemplo. También el preclaro pedagogo y filósofo brasileño Paulo Freire (1921-1997) asoció en múltiples ocasiones  la actividad práctica con la palabra, al respecto planteaba reiteradamente: que el sentido del discurso sin su consecuente actividad práctica se convertía  prontamente en letra muerta.

Del mismo modo, políticos de nuestro tiempo, como: Salvador Allende Gossens, ex presidente de Chile (1970-1973); José (Pepe) Mujica, ex presidente de Uruguay (2010-2015) y Fidel Castro Ruz, ex presidente de Cuba (1959-2008), entre otros; han insistido, desde su trinchera, que el vocablo asume sentido sólo si se define a través de la práctica. En este sentido, jamás podremos olvidar el momento en que Salvador Allende en su último discurso al pueblo de Chile cuando las fuerzas fascistas lideradas por Augusto Pinochet bombardeaban la casa de Gobierno –La Moneda- en Santiago, catalogó a la junta de generales que asaltaban el poder político por la fuerza de las armas en la madrugada del 11 de septiembre de 1973, como “hombres sin honor por traicionar la palabra empeñada en la noche del 10 de septiembre de 1970 a su persona y al pueblo de Chile, de lealtad a las autoridades de  gobierno democrática y constitucionalmente electas” . Es decir, los generales “rastreros”, como Allende los califico, habían faltado a la palabra empeñada en menos de seis (06) horas antes de hacer efectivo el golpe militar.

El ex presidente de Uruguay, José (pepe) Mujica, asocia el valor de la palabra al acto de apropiación de los fondos públicos como la principal causa de engaño e injusticia para con el pueblo; y en este sentido, en reiteradas oportunidades ha fustigado a la dirigencia política latinoamericana y mundial, sobre el comportamiento anti ético en el manejo de los recursos públicos, violando con ello el juramento de probidad empeñado al asumir sus respectivos mandatos. Por su parte, el comandante Fidel Castro Ruz, ha sido muy directo con los políticos cuando los conmina insistentemente a no mentir jamás al pueblo que representan. Siempre sostiene: “deben decirle la verdad a su pueblo por dura que ésta sea”.

Lo preocupante de la época actual en nuestra sociedad tiene que ver, precisamente,  con lo generalizado de la costumbre de no respetar la palabra empeñada. Se hacen afirmaciones ligeras, vanas, hasta insustanciales,  que generan en la práctica una desnaturalización de la realidad. Ya la palabra no es ley, como se acostumbraba a considerar antes dentro de la gente del pueblo, y en esto, los políticos en Venezuela llevan la bandera. Por ejemplo, leemos: “TE AMO CORO”; “EL PUEBLO HECHO ALCALDE”; “LA REVOLUCIÓN GASSIFERA SOCIALISTA”; “GOBERNADOR (A) SOCIALISTA Y REVOLUCIONARIO (A) JUNTO AL PUEBLO”; “EL 6D HARAS TU ULTIMA COLA”; “ANTES DE SEIS MESES CAE MADURO”, , etc.

Ahora bien, cualesquier de estas afirmaciones que usted confronte con la realidad comprobará que no pasan de ser simples bravuconadas que se encuentran a millas de distancia de posible cumplimiento, se hicieron simplemente con la intención de “crear imagen” para una institución, tolda política o sujeto dirigente, pero jamás hubo el intento siquiera por cumplir lo propuesto en la letra. Pues si se declara “Te Amo Coro”, más aún si lo hago desde mi posición de alcalde, debo procurar al menos: recoger la basura, tapar los huecos de las calles, disponer de un eficiente y oportuno cuerpo de policías que cuiden la seguridad de las instituciones –especialmente las públicas- (tienen azotadas las escuelas, les roban sus enseres y hasta la comida de los niños), resguardar la seguridad de sus habitantes permanentes y ocasionales, etc. etc., de lo contrario “mi amor por Coro” es falso.

De igual forma, si me sitúo como dirigente socialista y  revolucionario, comprometido con las necesidades del pueblo, debo empezar por saber y practicar una vida socialista, que significa en síntesis: adoptar principios políticos y éticos personales que tienen que ver con igualdad, solidaridad, la búsqueda de la justicia social; no aceptar la exclusión en todas sus formas, rechazar y denunciar la mentira, cuidar los bienes y recursos financieros públicos, entre otras particularidades. Ahora, si se trata de autodefinirse como un revolucionario la cuestión se torna más severa aún, pues ello implica una actuación en abierto desafío –casi rebelde  en muchos casos-  a los valores consagrados en la sociedad capitalista; es decir, luchar por romper los paradigmas establecidos bajo el modelo neoliberal de nuestra sociedad venezolana, ocupación que incluye, entre otras acciones:
Auspiciar un modelo socio-productivo basado en la propiedad social en sustitución de la propiedad privada;

Dignificar al pueblo. Ejercer un declarado rechazo a la explotación de los trabajadores, hacer del trabajo una práctica liberadora, humana, compartida.

Rechazo a los acuerdos cupulares. Favorecer las decisiones colectivas, que incluya la participación abierta y protagónica del pueblo organizado.

Ejercitar  en su medio, una vida honesta y cuidar de forma estricta los bienes públicos, sobre todo si se ha definido como socialista y revolucionario.

Sin embargo, reconocimos lastimosamente que  se ha perdido el valor ético trascendental del cumplimiento de la palabra y con ello perjudicado y ofendido seriamente la armonía, la fraternidad, la  justicia social  y la decencia en nuestra convivencia ciudadana,  legítima aspiración de toda sociedad democrática, humana e inclusiva. Se ha hecho costumbre en la sociedad venezolana y gran parte de nuestro americano, dejar pendiente mucha promesa incumplida; importa más aparentar una postura que definir una actitud o fijar una posición estable. La situación descrita a grandes rasgos nos emplaza a preguntarnos: ¿estamos frente a una crisis de principios?

Por lo vicioso del comportamiento anterior, tenemos que asumir como tarea vital y principista la neutralización de esa mala costumbre  de tener que decir algo, cualquier cosa así no tenga siquiera sentido, con tal de salir del paso. Cada ciudadano debe responder en la práctica con lo que declara y administra, además de acostumbrarse a rendir cuentas y aceptar la crítica descarnada, sin descalificaciones a priori, a fin de conjugar la verdad en colectivo. Tenemos que convenir que el no cumplimiento de la palabra empeñada facilita la distorsión de la realidad y con ello se inicia la descomposición de la sociedad, camino propicio para la corrupción.

De ahí que tenemos que negarnos a aceptar como corriente, la pésima costumbre de repetir expresiones carentes de deducciones de hechos concretos, por tanto vacías, huecas, que prontamente se transformarán en ficciones; olvidando que la mentira tiene patas cortas, por tanto fácil de descubrir y rechazar.

antonioconchat@gmail.com



Esta nota ha sido leída aproximadamente 2405 veces.



Noticias Recientes:

Comparte en las redes sociales


Síguenos en Facebook y Twitter