En las novelas distópicas «Un mundo feliz», de Aldous Huxley, «Fahrenheit 451», de Ray Bradbury, y «1984», de George Orwell, el futuro que este trío de autores respecto a la humanidad no deja de ser inquietante y desalentador. En la primera, quienes ejercen el poder han prohibido la lectura de todo libro que se haya publicado y a aquellos que se atrevieran a contravenir tal disposición estaban sentenciados a sufrir la confiscación y la quema de los libros que posean, así como de sus residencias, quedando sobreentendido que serán ejecutados o terminarán encarcelados. Huxley, por su parte, desarrolla su historia teniendo como base una sociedad cuyo control está en manos de un gran Estado Mundial, cosa que se mantiene a través de la manipulación genética, el condicionamiento mental y el consumo de drogas, lo cual le provoca felicidad a las personas, divididas en castas. Quizá con mayor renombre, la novela de George Orwell nos presenta un mundo regido por tres potencias, con omnipresencia del Gran Hermano, encargado de vigilar cada actividad humana y a quien se le debe jurar amor y lealtad incondicionales. Esta sería una síntesis apretada de lo que cada autor, desde diferentes ángulos y fechas, concluyeron que sería el futuro humano, en una atmósfera de pesimismo creada por el auge del nazi-fascismo en Italia, Alemania y España, la guerra europea que luego se extendería a diferentes latitudes del planeta, la consolidación del stalinismo en lo que fuera la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y los avances de la ciencia y de la tecnología que, de una u otra manera, transformaron la civilización del siglo XX.
Ahora -cuando muchos supusieron que el siglo XXI sería completamente diferente a lo que fue el siglo XX, en vista de los grandes avances tecnológicos y científicos presentes que auguraban una era de prosperidad y paz- se ha extendido una ola autocrática a muchas naciones, destacando Europa occidental y Estados Unidos, donde el odio irracional y el miedo al cambio han trastocado las esperanzas de la humanidad por un cúmulo de pesimismos, trivialidades y nihilismos. La lógica suicida del capitalismo en cuanto a aumentar indefinidamente la productividad -cuyo efecto más visible es la expansión del capital- conduce a la humanidad (y a la naturaleza en general) a un destino en el cual se perderían todas las nociones de humanismo, de justicia y de libertad, siendo éstas sacrificadas a fin de obtener un mejoramiento en las condiciones de vida, un empleo permanente, una renta suficiente para cubrir los gastos diarios o una posición de poder, por muy reducida que sea. Ésto se ha visto acrecentado exponencialmente durante las últimas décadas, propiciándose un individualismo acendrado en un gran porcentaje de personas, así como una búsqueda insatisfecha de experiencias lúdicas que, muchas veces, desembocan en la adicción de drogas y, posteriormente, en muertes por sobredosis.
Esto se refleja, sobre todo, en las redes sociales, las cuales -como da cuenta Javier F. Ferrero en "La era del simulacro"- «lejos de ser foros de conocimiento, se han convertido en hipermercados de estímulos diseñados para maximizar la permanencia. El engagement no es participación, es dopamina. Y el algoritmo no quiere que comprendas. Quiere que te emociones. Que sigas. Que cliques. Que llores, rías, insultes, desees. Pero sobre todo, que nunca pienses». En ello, quienes ejercen el control sobre el poder político y el capital tienen una herramienta muy efectiva para mantener intactos y sin amenaza alguna sus grandes intereses; tan efectiva que una gran porción de la población podrá enterarse del uso que se le da y aún así se mantendrá apegada a ella. Es cuando el pensamiento crítico muere. Algo sumamente beneficioso para quienes anhelan manipular a los seres humanos a su total antojo, inculcándoles una visión del mundo en la cual lo diferente, el otro, quien lucha por lograr mayores derechos democráticos, es el enemigo de todo y de todos, un rebelde que no merece vivir. De ahí que las deportaciones de personas pobres y originarias de los países periféricos, la xenofobia, el racismo, la misoginia, la homofobia, la represión a grupos étnicos, políticos y sociales que cuestionan el orden establecido, la censura punitiva aplicada a todo aquel que disienta de éste y el autoritarismo estén apuntando a evitar que, de alguna manera, surja y se extienda ese pensamiento crítico que serviría de catapulta para derribar los viejos cimientos del modelo de sociedad en que nos hallamos; un modelo hecho a la medida de aquellos que usufructuan el poder, mintiendo descaradamente sobre cuáles son sus verdaderas intenciones.
Al respecto, con Ariel Petruccelli, en su análisis «Lo viejo funciona. El marxismo y la crisis», podremos también concluir en que «el capitalismo se ha mostrado compatible con las ideologías y las religiones más diversas, y allí donde se implanta encuentra las maneras de que todas las tradiciones culturales, religiosas y doctrinarias se amolden a él». Esto le ha permitido mantenerse vivo por mucho tiempo, logrando incluso confundir a muchos que proclamaban el final de su opresión, convirtiéndose luego en sus apologistas. Sin embargo, recurriendo a lo expresado por Néstor Kohan, todavía podremos confiar en que «al fascismo, al (neo)nazismo, a las nuevas modalidades de la contrainsurgencia y a la ultra-extrema-derecha contemporánea se le podrá derrotar si el movimiento popular se prepara para enfrentarla en todos los campos. Desde el terreno digital al ámbito callejero. Desde las periferias a los centros (o, como se decía antes, del campo a la ciudad). Desde la lucha por una contra-hegemonía y una contra-información a otras modalidades de lucha política, combinando la institucional y la extra institucional. Si el enemigo no renuncia a ninguna forma de lucha para intentar doblegarnos, someternos y humillarnos… ¿por qué nuestro campo debe limitarse a una sola y exclusiva forma de lucha?». Se debe comprender, por tanto, que cualquier lucha en particular, por muy local que sea, es parte de una lucha total contra un sistema-mundo generador de violencias, de guerras, de desigualdades, de hambre, de pobreza y de crisis climática; póngase el nombre que sea, es uno solo.