De Angostura a Bogotá, y hacia Carabobo (1821)

La tarde de Navidad de 1819, como lo había prometido, se embarcó con su ejército en la Flota del Orinoco. Con él va Pepita Machado su mujer. Al llegar a Achaguas, Pepita esputó sangre. A una expectoración rutilante sucedió otra. Subió la fiebre. Perdió el sentido. Respiraba apenas. En un momento dejó de hacerlo. En una loma a donde no llegan las aguas cuando la llanura se inunda, Bolívar enterró a su compañera por más de siete años de angustiante presencia y espera. Comprendió en ese momento, y así lo dio a entender en sus escritos, que la gloria y el poder no valían nada si al ser amado se lo lleva la muerte. Pepita, desde que perdió a su primera mujer dieciocho años atrás, hubiese sido el único ser que hubiese quebrantado su voto de permanecer viudo hasta el final de sus días. Por ella, a pesar de todos sus triunfos y laureles, hubiese aceptado “el ser un pacifico alcalde de San Mateo”. La muerte de Pepita entenebrece y contamina su imaginación. En medio del éxito más clamoroso, “el hombre de las dificultades” como se autotituló, el caudillo que supo sacar fuerzas para sacar a su pueblo adelante en medio de las mayores adversidades, se torna fatalista y negativo por algunas pequeñas rajaduras del soberbio edificio político que ha creado con su cerebro y con su espada. Le molesta que los militares vean la Patria como recompensa; le entristece observar cuanta reticencia hay en venezolanos y neogranadinos por perdonar a sus enemigos monárquicos a los que tiende el puente del perdón y el olvido... “Estoy decidido –había escrito dos meses antes- a decir adiós a Venezuela y dirigirme a Chile o a Lima para morir... Por donde quiera que voy hay desunión y desorden. Pronto vendrá la muerte. ¡Que pueblo infernal tenemos aquí! Ahora, decía, camino hacia Bogotá. “Me he convencido más y más, que la libertad, ni las leyes, ni la mejor instrucción, nos pueden hacer gente decente. En nuestras venas no corre sangre, sino maldad mezclada con terror y miedo. “Todo lo que nos ha precedido está envuelto con el negro manto del crimen. Somos un compuesto abominable de esos tigres cazadores que vinieron a América ha derramarle su sangre”.  

Por muchos días la tristeza abatió al Libertador por la muerte de Pepita. A veces decía a sus íntimos que estaba cansado de todos y de todo; que tan sólo deseaba, ya que había cumplido su misión, retirarse a la vida privada abandonando para siempre la política. Era un coloso carcomido por la melancolía. Pero era mucho lo que había aprendido en los últimos tres años sucedidos desde la muerte de Piar. Hasta entonces había sido un eterno perdedor; inseguro de su destino, acuciado por el rencor, harto de la rebeldía de los caudillos. Cuando se es joven tan sólo se piensa en matar al que obstaculice los planes de gloria. Luego se descubre que se puede hacer más, pero mucho más, negociando, negando y sopesando virtudes y defectos del rebelde. 

Al séptimo día de llegar a Bogotá, Simón Bolívar marchó hacia Cúcuta donde se hallaba reunido el Congreso Constituyente que debería darle forma definitiva al proyecto de ley que presentó a los congresantes reunidos en Angostura en 1819. El 17 de diciembre, fecha en que terminó la sesión del Congreso, se consideró un día fáustico. En su exposición afirmó Bolívar: “Colombia tendrá una importancia que Venezuela y Nueva Granada nunca hubieran alcanzado separadas”. De regreso a Bogotá, una buena noticia lo esperaba. Inglaterra había reconocido la Independencia de Colombia. Un cónsul residenciado en Bogotá representaba a Su Majestad Británica. Ese día, pasadas las diez de la noche, el cónsul se presentó en el Palacio de San Carlos. Siéntese por aquí y veamos qué buenas o malas nuevas lo traen a palacio a tan altas horas. Mejores no pueden ser, Excelencia, a la causa de la libertad. La expedición española de veinte mil hombres que se aprestaban a partir de Cádiz en auxilio de Morillo, ya no vendrá. Los Generales Riego y Quiroga, jefes de la expedición, se han insurreccionado contra Fernando VII, obligándole a aceptar la Constitución de Cádiz, y los jefes y soldados se niegan a venir a Venezuela a combatiros, ya que consideran legítimo el derecho de estos pueblos a ser libres y soberanos.  

¡Viva! ¡Guardias! ¡Que venga el General Urdaneta! Ahora sí sonó definitivamente la hora de la libertad de América.  Prepárese General a invadir a Venezuela. “Con diez hombres como Urdaneta, no tendría nada que temer por el porvenir de Colombia”   

En pocos meses, los españoles fueron desalojados de Cúcuta, Mérida y Trujillo a pesar del poco apoyo logístico que desde Bogotá brindaba Santander. So pretexto del orden, aquel jinete de escritorio como apodaban a Santander los jefes venezolanos, ponía toda clase de trabas a las constantes solicitudes que le hacia el Libertador de más hombres, más dinero y municiones de boca. Los papeles de Santander parecían más infranqueables que las defensas del enemigo. Yo sabía que apenas me apartara de Bogotá, Santander se creería Presidente de la Nueva Granada y todo aquello de un solo país llamado la Gran Colombia no significaría nada para él. Santander no estaba dispuesto a que sus compatriotas neogranadinos fuesen inmolados en la aventura de Bolívar, tal como lo quería este. Santander no es más que un gran hipócrita, cualquier diría, que ellos se independizaron solos. Yo no sé que hubieran hecho sí, no me decido a cruzar los Andes. Más de mil ochocientos paisanos míos, llaneros pata en el suelo, quedaron tendidos en los páramos por liberar a un país que no era el nuestro. Santander de vaina pudo reunir doscientos reinosos... ¿Qué gente, Libertador? Pregunto Leonardo Infante destemplado ¿Me va a venir con el cuento que aquellos indios mechudos que nunca fueron más de ochocientos nos sirvieron de algo? ¿Se acuerda Su Excelencia el trabajo que tuvimos todos en enseñarles a manejar los fusiles? Disparaban volteando la cabeza y cerrando los ojos. La carencia de abastecimiento y de dinero, por negligencia de Santander, se hacía sentir en el campamento Republicano.  

Batalla de Carabobo: Luego de dos horas de intenso fuego y cargas de caballería, Simón Bolívar derrotó al ejército español en las sabanas de Carabobo. Entre los muertos del lado patriota estaba José Antonio Mina, el edecán de Piar quien siempre se mantuvo fiel a su memoria. Fue él, junto con el Coronel Aramendi, de los hombres de Páez, quienes quisieron cobrarle a Manuel Cedeño, la traición que este hizo con Piar. “El bravo de los bravos de Colombia”, como apodó a Cedeño el Libertador, murió heroicamente al lanzar su caballo contra un destacamento enemigo. Aunque fueron muchas las balas que lo perforaban alguien afirmó que antes de recibirlas, “ya estaba muerto por un tremendo tiro de fusil en la espalda que salió de su propio bando”. Pero había otra muerte que habría de provocarle el dolor más agudo: Ambrosio Plaza, jefe de la retaguardia, marido de Bernardina Ibáñez, paisano y pariente suyo, que cayó bajo el fuego realista; él pensaba nombrarlo Intendente de Venezuela. A pesar de la perfección de sus cálculos y de las circunstancias insólitas que lo ayudaron a derrotar al enemigo, como fue la insurrección de Riego en España, lo que privó a Morillo de veinte mil veteranos. La Legión Británica fue casi diezmada por el fuego español.  

Negro I, el ladino edecán de Páez, murió a consecuencia de un balazo muy cerca del corazón. Por largo trecho, y en medio de dolorosa agonía, corrió hacia su jefe. Páez al verlo de espaldas al enemigo lo increpó duramente, tildándole de cobarde: No huyo Tío, se excusó el negro antes de desplomarse. Vengo a decirle adiós porque estoy muerto. Nadie había visto llorar a Páez, como lo hizo sobre el cadáver de su espaldero. La ira enconada sucedió al dolor agudo. De un salto montó en su caballo y enarboló su lanza para embestir al enemigo. Como solía sucederle en momentos de intensa emoción la epilepsia lo sacudió y lo tumbó al suelo con su caballo. Ya no estaba Pedro Camejo para auxiliarlo. Privado de sentido en medio de un campo de batalla, aún indefinido, hubiese sido fácil presa a cualquier soldado realista que a pie y a caballo pasaban y saltaban alrededor de él. Buena parte de los llaneros que permanecieron al lado de España lo conocían de vista. Quien capturase al catire Páez, vivo o muerto, tenía asegurada su fortuna. Un jinete mestizo con las banderolas del rey en su lanza lo reconoció al instante. Se llamaba Agapito, había sido amigo de Páez en otros tiempos y desde los inicios de la guerra servio a la causa del Rey, siendo uno de los mejores lanceros de Boves. Un soldado, casi un niño, que a escasos pasos de Páez simulaba estar muerto, creyó haber llegado a su último momento cuando Agapito lo pinchó con su lanza: Deje de hacerse el muerto, mi amigo y ayúdeme a salvar al general Páez. Entre Agapito y el soldado montaron a Páez en un caballo sin dueño. Cuando Páez se recuperó de su estupor se encontró frente al Libertador, quien lo saludó con júbilo por haberse ganado definitivamente la batalla. Allí mismo lo ascendió al rango de General en Jefe. Cuando el soldado le refirió a Páez lo que por él había hecho Agapito, no pudo menos de expresar su extrañeza.  

¿Estas seguro que era Agapito? Pero si él era uno de los más bravos defensores del Rey. Que yo recuerde, aparte de unos tragos compartidos antes de la guerra, no me debía nada. Días después de Carabobo una columna realista, entre la cual se encontraba Agapito, pretendía embarcarse en los navíos que acudieron a su rescate, cuando fueron rodeados por el ejército patriota. Siguiendo las órdenes del Libertador, quien hacía de jefe se mostró magnánimo permitiéndoles a los venezolanos que servían a la causa del Rey embarcarse en los navíos españoles o incorporarse al ejército patriota. Agapito, fiel a su causa, y a pesar de sus méritos al salvarle la vida a Páez desechó la amnistía y se embarcó con los realistas. Poco tiempo después, este soldado cayó en poder de los patriotas y fue condenado a muerte. Tan pronto lo supo Páez, según lo refiere éste en sus memorias, envió a matacaballos a uno de sus llaneros con indulto y salvoconducto para Agapito. Habiéndolo sabido alguno de sus enemigos, asesinaron al mensajero, no pudiendo Páez salvarle la vida al tozudo llanero, ya que fue fusilado como lo dicta la sentencia.  

Bolívar después de Carabobo consolidó la independencia de Colombia, liberó al Ecuador y pasó al Perú donde hubo de enfrentarse, además de con los españoles, con la insidia de Riva Agüero y Torre Tagle, y con la desidia de muchos peruanos que no querían ni la libertad, ni a Bolívar, ni a los venezolanos, aunque al final parecieran haberse reconciliado con el Padre de la Patria.  

Hacia 1942. Nadie en ese entonces se acordó del Libertador para arrebatarnos por parte de Colombia y por las malas, buena parte del territorio nacional (La Península de la Guajira 108.350 KM2) entregada vilmente por López Contreras dos meses antes de dejar el gobierno, que tantos problemas nos está concitando contra la Soberanía Nacional..     

Salud Camaradas, Bolivarianos:

Con Chávez todo sin Chávez nada.

Hasta la Victoria Siempre.

Patria. Socialismo o Muerte.

¡Venceremos! 

manueltaibo@cantv.net



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Manuel Taibo


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