Cuando llegué
al Perú en 1823, (mi hazaña sureña, el paso del Caribe al Pacifico)
con animo de libertarlo. Hube de sufrir la traición de los presidentes
peruanos Riva Agüero y Torre Tagle, acusándome ambos de traidor, déspota,
asesino y cuantas cosas más se les ocurrieron. Así ha sido mi vida,
desde que tuve uso de razón, hasta la batalla de Ayacucho en 1824.
Nunca el destino me permitió más de seis meses de paz y alegría,
acicateándome por lo contrario con todas las penas y rigores de que
es capaz de sufrir el alma humana. En Pativilca, en 1824, aparecieron
los primeros síntomas de la tuberculosis, que fue el mismo mal que
mató a mi madre.
El Perú era
una delicia. Allí fui feliz, como nunca lo había sido. Fui elegido
Presidente Vitalicio y recibí de su gente las mayores muestras de consideración,
aprecio y amistad. En ese entonces era el árbitro de Sur América.
El Alto Perú se había emancipado y tomado mi nombre para bautizar
a la nueva nación. Pedro II del Brasil, el poderoso emperador me temía.
Argentina quiso ponerse bajo mi protección. La Constitución boliviana
había sido adoptada por Bolivia y el Perú. En la Paz hube de rechazar
la corona de los Andes que pretendió ceñirme el Arzobispo. ¿Qué
más podía desear un hombre, luego de haber consumido las tres cuartas
partes de su vida entre el dolor, la zozobra y la traición?
De haberle
hecho caso a mi corazón, he debido quedarme para siempre en el Perú;
pero el duende de la inquietud que habita en mí pudo más que el hombre
placido y contemplativo que tantas veces añoré ser. Las noticias de
Santander sobre los sucesos de Caracas, y de que como Páez estaba dispuesto
a acabar con la Gran Colombia, me obligaron, muy en contra de mi voluntad,
a regresar a mi país. Era septiembre de 1826. Por dos años apenas,
el destino me cubrió de las satisfacciones más inimaginables. Volvía
de nuevo la mala faena; pero esta vez ya no saldría airoso, como lo
había sido hasta entonces. Cuando me embarqué en el Callao, en dirección
hacia Colombia, el sol de mi vida comenzó a declinar hasta que llegó
a su ocaso en Santa Marta, cuatro años más tarde.
Cuando estaba
en la Fundación de Bolivia, El General Sucre me informa: Acaba de llegar
un enviado del general José Antonio Páez con una carta para
su Excelencia. Dile que pase... Bienvenido amigo, cual es vuestra gracia.
Enviado: Antonio Leocadio Guzmán... Y de esta forma se conocieron el
Padre de la Patria, y el Padre de la Mentira, padre también de Antonio
Guzmán Blanco. El mismo que con el tiempo, luego de ser su secretario
particular, sería el primero en firmar el decreto de expulsión de
Bolívar y que, por esas vicisitudes de nuestra historia, reposa en
el Panteón Nacional al lado de los gloriosos restos. Pero este Páez
está loco. Mírenme lo que me propone: Tanto un grupo de oficiales
como el que esto escribe deseamos abolir la forma de gobierno republicano
y crear un imperio según el modelo de Napoleón. Este país se parece
a la Francia cuando el Gran Napoleón fue llamado a Egipto por los grandes
personajes. Vos deberéis llegar a ser el Bonaparte de la América del
Sur, porque este país no es el país de Washington. Ahora mismo le
voy a contestar a Páez. Sírvase, secretario Santana, tomar nota de
lo que le voy a dictar. –Mí querido general: Colombia no es Francia,
ni yo soy Napoleón... Ni deseo serlo. Tampoco emularé a Iturbide.
Esos ejemplos me parecen indignos de mi gloria. El título de Libertador
es muy superior a lo que pueda ofrecerse al orgullo humano. Un trono
produciría terror tanto por su altura como por su esplendor. Se borraría
la igualdad, y las razas de color, frente a una nueva aristocracia,
sentirían que sus derechos se habían perdido por completo... Confieso,
francamente, que ese plan es impropio de vos, de mí país-.
El negro Leonardo
Infante, venezolano y amigo entrañable mío, ha sido fusilado por orden
de Santander, por un crimen que no ha cometido. Mi presencia en Colombia
es absolutamente necesaria. Los malvados no tienen honor ni gratitud.
No saben agradecer sino temer. El mando pesa más que la muerte para
el que no tiene ambición.
Las calles
de Bogotá estaban solitarias. Algunas voces aisladas dieron vivas en
mi nombre sin que fuesen coreadas por las muchedumbres, el alcalde de
la ciudad, luego de saludarme por mi retorno, comenzó su discurso,
habló de la obligación de los gobernantes de respetar la Constitución.
Hoy no es día le grité, para recordar los deberes de la Constitución
sino las glorias del ejército. ¿Me van a venir con vainas esta cuerda
de pendejos? Los he hecho centro de un mundo y todavía tienen la pretensión
de buscarme el pelo en la sopa. Pero ya verán estos carajos y Santander
quien es el que manda.
Padilla, mi
compañero de infortunio en Jamaica, a quien, después de Brión, fue
el segundo de mis oficiales a quien nombré, Almirante de la Flota,
también me había traicionado. Padilla, aunque era un hombre de extraordinaria
violencia y crueldad, como tuve ocasión de comprobar al paso de los
años, era persona de mi estima y afecto. Sus triunfos, y en especial
la batalla del Lago de Maracaibo, lo fueron insolentando hasta caer
en las garras de Santander, quien lo manipuló hábilmente para que
se alzase en Cartagena y desencadenara la misma lucha de castas que
en esos momentos incendiaba el oriente venezolano. Es una pena que Padilla
se haya dedicado a conspirar, luego ser tan buen amigo mió.
La Asamblea
que habría de reunirse en Ocaña se aprestaba a arrebatarme el mando.
La insurrección en Venezuela exigía mi presencia. Los partidarios
de Padilla en Cartagena aun representaban una amenaza. Para contrarrestar
los tres frentes salí en dirección a Venezuela con un poderoso ejército,
acampando en Bucaramanga, muy cerca de Ocaña, a objeto de esperar las
deliberaciones del Congreso. La proximidad del Presidente fue considerada
como un insulto y una amenaza por los asambleístas. Los santanderistas
tenían mayoría. Nada bueno espero de este Congreso me dijo O’ Leary
a medida que fueron llegando las noticias de lo que sucedía en Ocaña.
Lo menos que puede salir es que Santander salga electo. No se preocupe
tanto O’ Leary. Yo desde muy chiquito, aprendí a jugar ajedrez. Que
importa que a uno le coman las dos torres y un alfil si, uno termina
con jaque mate. ¡Fergusson!. Es hora de que se ponga en camino hacia
Ocaña y que le diga a Castillo Rada que ya basta de Ocaña, que cumpla
con sus instrucciones. A los dos días llegaron simultáneamente dos
noticias: la una que los diputados partidarios míos, al retirarse de
la Asamblea Constituyente, rompieron el quóron reglamentario y que,
al suceder tal, el Congreso quedaba sin efecto, y como la Constitución
de Cúcuta había sido derogada no había más autoridad que Yo. La
otra noticia era que un levantamiento popular en Bogotá capitaneado
por uno de mis partidarios más fervientes, el gobernador de Cundinamarca,
había declarado sin lugar la Convención de Ocaña y me había declarado
Dictador.
La presencia
del General Soublette en Venezuela nos sería útil, si Soublette fuese
otro hombre, es decir dotado de energía, más desprendido y menos egoísta;
nadie mejor que él para dirigir a Páez y mantenerlo en armonía conmigo;
pero temo que Páez al contrario sea quien dirija a Soublette y lo haga
entrar en sus miras el día que quiera ponerlas en ejecución. (Y así
fue)
Era el primer
día de enero de 1827 cuando desembarque en la Fortaleza de Puerto Cabello,
el único lugar de Venezuela donde podía hacerlo ya que había sido
tomada por mi sobrino el general Briceño Méndez. El país entero estaba
en mi contra. José Antonio Páez, el llanero simplón y festivo, había
resultado tan bueno para la intriga como ya lo era como conductor de
tropas. So pretexto de que Venezuela no quería ser un estado más de
mi quimérica Gran Colombia, hizo que el país cerrase filas en derredor
suyo. No es posible había dicho, lo puso en su boca la gente, que un
imperio hecho con sangre venezolana tuviese villa y corte a Santa Fe
de Bogotá.
Consigna de
Páez en Venezuela: A defenderse tocan; el General Bolívar viene por
ahí con un ejército poderoso a vengarse de los que no quisimos que
Venezuela continuase siendo colonia de Bogotá. Ha dicho que hará de
cada árbol un patíbulo y que la guerra a muerte será una pistolada
en comparación con lo que habrá de hacerle a los desobedientes. Al
llamado de Páez, la nación se puso en pie de guerra, a pesar del afecto
y admiración que sentían por mí. “Es que uno nunca sabe”. Le
había dicho un viejo pulpero de Valencia, lo que cambian los hombres.
Usted tenía demasiados años fuera y por aquí se decía que se había
enamorado de Lima, donde pensaba coronarse rey de los Andes. Usted no
me va a negar Libertador. Que “El Catire Páez”, además de pico’e
plata, es más simpático que el carrizo, además de embustero. Todos
por ahí estábamos oyendo que era verdad todo lo que decía sobre usted
y de las ganas que tenía de darnos con el chaparro.
A mediados
de junio se embarcó en la Guaira hacia Cartagena. Sabía que era su
última visita a Caracas. ¡Adiós, mi Caracas!, dijo al Ávila al borrarse
el picacho entre grises nubarrones. ¿Por qué nunca me quisiste, luego
de haberte querido tanto?
Cito a Mario
Briceño: “Debemos ver a Bolívar no como difunto, sino como el héroe
que renace para el triunfo permanente y cuya apoteosis ahoga la misma
voz de la muerte. Debemos tenerle cerca para escuchar sus admoniciones
y enseñanzas y así medir nuestro deber de hoy en el campo de la dignidad
humana”. “Bolívar debe vivir para que no sea un fardo ataráxico
sobre la voluntad venezolana”
Salud Camaradas Bolivarianos.
Hasta la Victoria Siempre.
Patria Socialismo o Muerte.
¡Venceremos!
manueltaibo@cantv.net