El colgajo de Gaza, ese pequeño girón desgajado y aislado de tierra árida y sobrepoblada, ocupada y sometida, volvió a sufrir en los últimos días un diluvio de bombas, misiles y metralla. Previsiblemente se cobró decenas de vidas y baldó muchas más aún, bajo el eufemismo ideológico de “daños colaterales” de pretendidamente quirúrgicas operaciones militares hacia blancos estratégicos “terroristas”. Algunos israelíes también murieron a causa de absurdos y desesperados cohetes lanzados al voleo desde esa tierra desgraciada. La tregua que anunciaba la paz se vio desmentida el viernes por el asesinato de otro gazatí y las heridas de bala a 25 más, tan indefensos e inocentes como el primero, que participaban de una manifestación próxima a la verja fronteriza para reclamar por tierra que había sido declarada “zona prohibida” por Israel. La bestialidad y la barbarie, evidentemente no abandonan la zona.
Pero aún en condiciones de “paz”, o en otros términos, cuando la ratonera de Gaza no es bombardeada, la población palestina es maltratada en los puestos de control, encarcelada de forma arbitraria y caprichosa sin derecho a defensa alguna, sometida a estado de sitio permanente con intercepción de comunicaciones, patrullajes y libre requisa de sus casas, privada de agua potable, saneamiento, medicamentos y compelida a desnutrición crónica. Buena parte de sus tierras cultivables se encuentran interdictas al igual que otro tanto de las aguas marítimas para la actividad pesquera. En esas condiciones, el quebranto económico y el deterioro social resultan inevitables. Un martirio relativamente similar se aplica en Cisjordania, otro pedazo de una nación físicamente separada y diplomáticamente negada, donde el viernes se arrestó a 28 palestinos, dos de los cuales eran parlamentarios del grupo Hamas, precisamente el que ejerce el gobierno en Gaza, electo desde el 2006.
Israel no carece de coherencia al bloquear Gaza si recordamos que es el único país que vota junto a EEUU contra el levantamiento del bloqueo a Cuba y que participa –y promueve- del bloqueo a Irán y a cuanto país medioriental ose solidarizarse con los palestinos. Es algo así como un bloqueador serial. Entretanto, la limpieza étnica continúa su marcha paulatina combinando diversas metodologías de humillación y sojuzgamiento. Las Naciones (des)Unidas, ya ni se molestan en emitir resoluciones que, de todos modos, serían ignoradas por los genocidas. Israel dibuja sus propias fronteras a voluntad, primero a través de la invasión de “pacíficos” colonos, luego de ejércitos que velan por la seguridad de los primeros y por último integrando a los territorios ocupados a fuerza de prepotencia bélica. Israel cumple a la perfección los 4 requerimientos necesarios para acreditar la poco honrosa caracterización de Estado terrorista imperial que expuse en una contratapa del 15 de febrero de 2009 (“Terrorismo global”), aunque lo haga como extensión satelital y vasalla de otro mayor.
Pero la mostruosidad sionista no debería eclipsar otras manifestaciones bárbaras que emergen del conflicto. Si como sostiene Galeano, “el terrorismo de Estado fabrica terroristas” y “esta carnicería de Gaza, que según sus autores quiere acabar con los terroristas, logrará multiplicarlos”, será necesario también poner en cuestión la eficacia defensiva de esta posible multiplicación para la efectiva resistencia. No se trata de reeditar la teoría de los dos demonios, ni desconocer el derecho a la legítima defensa que asiste a los palestinos, frente a los atropellos y el terror a los que son sometidos. Tampoco cuestionar la legitimidad del gobierno del grupo político-miliciano Hamas en Gaza. Pero hacer uso de la fuerza o la violencia, inclusive contra civiles e indefensos, además de cruel e inhumano (por más que se padezca idéntico tipo de ataque) es suicida frente a la inmensa desigualdad de fuerzas. No prever que cualquier agresión multiplicará enésimamente las permanentemente recibidas, es un modo –que espero involuntario- de poner en riesgo casi obligado a la propia población y someterla a mayores penurias aún. El terrorismo individual es el alimento preferido de los terrorismos de estado e imperial.
Es probable que una apoyatura posible resida en el mito izquierdista de la lucha (y por extensión extrema, la violencia) como creadora de “conciencia”. Lo encontramos ejemplificado de tanto en tanto en situaciones más cotidianas cuando manifestantes se enfrentan con palos o piedras a la brutalidad represiva policial, hasta que sus tecnologías desmitifican con apeleos, encarcelamientos, heridas y hasta con vidas. La fuerza es sólo fuerza, pura magnitud insustancial, que no dota de razón ni la quita a quien la disponga o desposea. Su exhibición y uso sólo denigra, nunca enaltece, y menos aún si se usa en condiciones desiguales, como, sin ir más lejos, en la violencia doméstica, afortunadamente visibilizada en estos días.
A diferencia de buena parte de la izquierda, no encuentro un solo rasgo progresista en el grupo islámico Hamas. Al contrario, salvo sus denuncias sobre el terrorismo israelí, las pocas expresiones políticas me resultan profundamente conservadoras y hasta reaccionarias, además de tener la guerra (incluyendo el ejercicio de terrorismo individual) como único horizonte. Recordemos que junto con las imágenes del horror de la agresión genocida, también nos llegaron esta semana las del fusilamiento de 6 palestinos acusados de colaborar con Israel cuyos cadáveres (que llevaban mensajes de este grupo prendidos con alfileres reivindicando el hecho) fueron arrastrados desde vehículos en una exhibición vecinal humillante, macabra y aterrorizante. Pero además, sus caracterizaciones de la situación se parecen mucho más a un mesiánico desvarío que realimenta el guerrerismo que a una evaluación realista de las relaciones de fuerza.
En un artículo en la publicación Rebelión.org, Said Alami fundamenta este delirio en que “l os palestinos ya no tienen el más mínimo atisbo de respeto al poderío militar de Israel en lo que supone una nueva faceta de la llamada Primavera Árabe (…) Hamas y las demás organizaciones de la Resistencia han puesto al descubierto definitivamente la enorme fragilidad interna de Israel, lo que Hizbulá ya había demostrado en la guerra de los 33 días de julio del 2006 cuando lanzó cientos de cohetes sobre poblaciones del norte de Israel”. Su tesis se centra en el “enorme éxito de los cohetes palestinos” lo que hace que en un futuro no será necesario que “ningún ejército árabe se enfrente al ejército israelí en una guerra regular. Por lo tanto, de nada le serviría a Israel la supremacía militar que Estados Unidos le viene garantizando ciegamente” ya que desarticularán la aviación destruyendo con cohetes las pistas de aterrizaje. La bravata culmina sosteniendo que “si en el diminuto territorio de Gaza, de 360 Km cuadrados de superficie carentes de defensas antiaéreas, la aviación israelí fracasó rotundamente en impedir el lanzamiento de cohetes por milicias palestinas muy pobremente armadas, ¿cómo sería el panorama para Israel si los cohetes son lanzados desde distintas regiones muy distantes entre sí y lanzados por milicias o tropas mucho mejor armadas y en posesión de eficaces defensas antiaéreas? Sólo pensar en ello le hace temblar las piernas a Benjamin Netanyahu y a su ministro de Defensa Ehud Barak que saben a ciencia cierta que este estado de cosas se va convirtiendo en realidad paulatinamente. Cuando eso ocurra – y ocurrirá – ni todo el armamento de Occidente ni todo su apoyo incondicional serían capaces de salvar a Israel…”.
Este tipo de apologías de la guerra tienden más a estimular la neutralidad, aunque no creo que condenar la carnicería tenga que implicar apoyo a Hamas, si es que eso justifica la tibia declaración diplomática del Mercosur, que lo deja en una posición de muy poca utilidad para la paz que pretende. Si no se denuncia el genocidio, concreta y puntualmente, será imposible intentar siquiera llevar a alguno de los criminales, por ejemplo a la Corte Penal Internacional o a alguna otra instancia. ¿Por qué habrían de dejar de asesinar si no tienen condena alguna por ello? Pero también, ¿por qué Hamas dejaría de fusilar y pasear cadáveres si goza de idéntica impunidad?
La brutalidad de este conflicto, que mansilla la historia y tradición de una parte del sojuzgado pueblo judío, mutándolo de víctima histórica en victimario, tiene también fundamentos en la devoción religiosa de la casi totalidad de sus protagonistas. No el conflicto en sí, que como toda disputa bélica y civil, se deriva de intereses materiales y de poder. Pero no casualmente, por ejemplo, la noción de “pueblo elegido” guarda algunas similitudes con la hitleriana de “raza superior”, similitud que reaparece en las prácticas de sojuzgamiento y exterminio de ambos. Como también me pregunté cuando recibí una denuncia del “Comité Internacional de Derechos Humanos Islámicos”, si puede el sustantivo “derechos humanos” ser acompañado por un adjetivo confesional. En el extremo, la propia ciudad de Jerusalén, cuyos muros y piedras portan la historia de masacres e inmolaciones en su sacrificio, es reclamada por tres religiones. Aún los que se manifiestan contrarios al sionismo y hasta a la existencia misma del Estado de Israel, como el rabino ortodoxo David Yisroel Weiss, no se basan en argumentos de la modernidad política sino que lo fundamentan desde la Torá. El uso de la razón cedió paso a toda clase de exégesis de textos como el Corán o la Biblia. El principio moderno de laicidad, que no cuestiona la más plena libertad de culto y conciencia, se diluyó en un infierno de pasado medieval alimentado por hornos tecnológicos de avanzada.
Si actualizamos a la luz de los hechos históricos la famosa sentencia de Marx tendremos que la religión es hoy la pasta base de los pueblos: no sólo alucina sino que carcome neuronas y enloquece. Entretanto, los palestinos padecen el ominoso apartheid contemporáneo, por la gracia de algún dios.
*Emilio Cafassi es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar