La gran Revolución Francesa

         El 14 de julio de 1789, 225 años atrás, luego de cruentos combates, el pueblo de París tomó por asalto La Bastilla, la férrea prisión que parecía representar la fortaleza del absolutismo monárquico y del régimen feudal. Comenzaba así un acontecimiento que se convertiría en uno de los más influyentes de la historia.  

–¿Es un tumulto?, preguntó Luis XVI. –No, sire, es una revolución, le respondió uno de sus ministros. –¿Qué piden? (la reina). –Piden pan. –¿Y por qué no les dan tortas?

La simpleza de los coronados denotaba la distancia que había entre ellos y las muchedumbres levantiscas, y esto indicaba que ya no se podía seguir como hasta entonces.

         Diez siglos de feudalismo habían agotado en Francia y casi toda Europa la viabilidad de ese modo de existencia, en cuyo seno se había formado otro que pedía cancha y cuya apetencia de realización plena exigía la muerte del viejo. La antigua entente (rey, nobleza y alto clero, éste siempre del lado del privilegio) ejercía el predominio político y social, pero su capacidad económica declinaba mientras un poder de otro tipo buscaba emerger con una estructura capaz de generar un flujo de riqueza incomparablemente superior.

El pueblo, conocido como “tercer estado”, era el creador de esa opulencia, y reunía, entre otras, a dos clases sociales que habían forjado el sistema naciente y se habían forjado con él: la dueña de los nuevos medios de producción, pugnando por dirigir la sociedad, y la que, vendiendo su fuerza de trabajo, creaba plusvalía para el enriquecimiento de la primera. Esta, la burguesía, lideraba al pueblo con justas consignas, que se condensaban en la espléndida de libertad, igualdad y fraternidad.

         La Revolución Francesa empieza a materializarse cuando una insoluble crisis industrial, comercial y agrícola conduce a una situación que une desempleo, hambre y mendicidad de las masas con la decisión de una burguesía ideológicamente armada gracias a los hallazgos de brillantes pensadores.

La convocatoria al parlamento real (“Estados Generales”), fue un primer logro, al poco tiempo convertido por los representantes del tercer estado en Asamblea Nacional y más tarde en Constituyente; pero es después de ardorosas luchas de clases, campesinos contra terratenientes, tercer estado contra el bloque dominante, gran burguesía contra los otros sectores, obreros y “descamisados” por reivindicaciones propias, y tras diversas etapas revolucionarias, unas buscando la conciliación con el antiguo régimen, otras afianzando las conquistas burguesas (gobierno de los girondinos, gobierno de Robespierre y los jacobinos, derrocamiento de este), cuando la gran burguesía se hace del control absoluto y luego encuentra en un general ambicioso, Napoleón, el modo de asegurar sus conquistas y expandirlas y defenderlas de la Europa monárquica (la restauración posterior apenas se reflejaría en el nivel superestructural).

La libertad se convierte así en libertad de la propiedad; la igualdad, en igualdad ante la ley; la fraternidad, en idealización pura. Como señaló Marx, la burguesía había cumplido su función histórica: por un momento llegó a ser la clase portadora del interés general, luego no hizo más que utilizar la generalidad en su propio beneficio.

         No obstante, los efectos emancipadores de la revolución fueron impresionantes: golpeó  de muerte al feudalismo y el absolutismo, dio rienda suelta al desarrollo capitalista francés y a su unidad nacional, lanzó al mundo ideas libertarias –en buena medida contenidas en la Declaración de los derechos humanos, la condena al privilegio y a la esclavitud y el planteamiento del sufragio universal–, que prendieron especialmente en nuestra América, e impulsó la actividad política de las masas populares.

Para pasar a dirigir la historia la burguesía pagó el peaje de abrir una nueva conciencia de lucha, que recogerían sus propios explotados para plantearse la tarea de abolir definitivamente todo tipo de explotación y de opresión.



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Freddy J. Melo


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