Prosa torcida por Allende

Tras nueve años de resguardar cautelosamente casi cuarenta mil fichas delatoras de distintos crímenes cometidos en la clausurada Colonia Dignidad, compuestas en su mayoría por el ex jerarca de Villa Baviera y cómplice de delitos de violación y abuso sexual contra menores, Gerd Seewald, el juez chileno Jorge Zepeda decidió –respondiendo a la presión ejercida por distintas agrupaciones que velan por la integridad de los Derechos Humanos y, en particular, por la campaña "No más archivos secretos" emprendida por la organización Londres 38– hacer entrega de éstas, en abril de este año, al Consejo de Defensa del Estado y al Instituto Nacional de Derechos Humanos de Chile.

La fundación de la Colonia Dignidad, donde llegaron a vivir unas ochocientas personas –entre ellos, trescientos colonos alemanes que, buena parte, eran exilados clandestinos del régimen nazi– fue el lugar donde se perpetraron innumerables crímenes de lesa humanidad, operaciones de chantaje, contrabando de armas, abuso sexual a niños y niñas y que, además, fue utilizado como sucursal del DINA, la temible policía secreta de la dictadura chilena, para torturar y asesinar a los opositores de la dictadura de Augusto Pinochet. Esta temida secta pedófila fue obra de Paul Schäfer, quien fuera integrante de las Juventudes Hitlerianas y que, tras la derrota del nazismo, se instala en Chile en 1961. No fue sino hasta el 2005 cuando fue condenado a cadena perpetua, falleciendo en la ex Penitenciaría de Santiago.

Uno de sus colaboradores más cercanos, el doctor Hartmut Hopp, también fue condenado por la justicia chilena a cinco años y un día en prisión por complicidad en abuso sexual de menores cometidos entre 1993 y 1997 en el enclave agrícola del sur de Chile, pero éste se fugó por vía terrestre a Argentina y desde ahí viajó a Paraguay donde, finalmente, se embarcó a Alemania hasta llegar a Niederrhein, al sur de Krefeld. Allí recibió la ayuda social del Estado alemán y de la iglesia evangélica dirigida por el pastor Ewald Frank, el mismo que había amparado a Albert Schreiber, quien emigró junto a su esposa y su hijo en 1996, cuando eran perseguidos en Chile por ocultar a menores de edad abusados por Schäfer y encubrir agresiones del mismo jerarca a un niño que estaba bajo su tutela legal. No fue sino hasta la edición del 18 de agosto de 2011 cuando los reporteros del diario WZ Newsline, de Krefeld, informaron que el doctor Hopp vivía en un departamento ubicado en Niederrhein, el cual arrendó junto a su esposa, Dorotea Witthan, quien abrió la puerta de su hogar a la prensa y reconoció que Hopp residía ahí. Al desencadenarse tal escándalo, en marzo de 2013, decenas de personas protestaron en el centro de la ciudad, logrando que la fiscal de Krefeld, Axel Stahl, azuzada por la abogada Petra Schlagenhauf, declarara que veía factible la posibilidad de que se ejecutase el fallo contra Hopp en Alemania, si la Justicia chilena así lo solicitara.

Esta historia es una de las miles que podemos contar en torno a la persecución, hostigamiento y cacería que la nación chilena vivió en carne propia y que se repiten, de una u otra forma, en todo el cono Sur. De hecho, cerrar las heridas del fascismo en Chile –mismo país que, en 1932, se había convertido en la primera república socialista del continente– y, en general, en toda Latinoamérica, es difícil, sobre todo porque la impunidad es el factor común ante toda esta crueldad y toda esta rapiña. De hecho, más de cuarenta años han pasado desde el asesinato de Allende y la muerte de Neruda, en 1973. Víctimas, ambos, de su historia, de su lucha de clase y de toda esa cofradía neonazi, fascista y dictatorial, cuyo rostro más visible, al menos en Chile, es el del general Augusto Pinochet.

Neruda fue militante comunista y amigo del derrocado presidente Salvador Allende. Murió a los pocos días del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, probablemente envenenado. Uno de los mayores defensores de esta hipótesis es el abogado Eduardo Contreras Mella, actual embajador de Chile en Uruguay. El poeta y Premio Nobel de Literatura, según la versión oficial, muere internado en una clínica el 23 de septiembre de 1973 producto del cáncer de próstata del cual era víctima, ya que la metástasis en su cuerpo había coronado gran parte de su anatomía, hinchándolo como un globo de hule. Nadie pone en duda que el poeta sufrió de esta enfermedad. Había sido operado dos veces en Francia cuando era embajador y al regresar a Chile recibió cincuenta y seis sesiones de radioterapia de cobalto en tres meses. A pesar de la metástasis, se intuye, Neruda podía haber viajado a México el 24 de septiembre. Cuando su esposa lo dejó para ir a buscar algunas cosas en Isla Negra el día anterior, la decisión de exilarse a México ya estaba tomada. Quizás, para la dictadura, no era conveniente que el poeta saliera vivo de Chile, ya que la presión internacional y el peso de su voz era un escollo con el que, por ahora, no querían lidiar. Debido a este dilema, el Partido Comunista chileno presentó una querella por homicidio y asociación ilícita, basada en el testimonio del chofer de Neruda, Manuel Araya, quien sostuvo la tesis de que el poeta habría sido envenenado con una inyección mortal en la clínica Santa María.

El deceso ocurrió, dicen, bajo una fuerte custodia militar, con los mismos médicos que participaron en el asesinato del ex presidente chileno Eduardo Frei, quien, según Wiki Leaks, una hora después de su muerte, los doctores del Departamento de Anatomía Patológica de la Universidad Católica llegaron a la clínica Santa María (que, curiosamente, toda la documentación y las historias clínicas que se hicieron durante la ocupación, sobre todo las fichas que molestaban a la dictadura, fueron desaparecidas) para efectuarle una inusual autopsia al cadáver del ex Presidente –sin la autorización de la familia– en la habitación donde éste había muerto, usando una escalera para colgar al cuerpo cabeza abajo, de manera que todos sus fluidos se fuesen drenando en una bañera. Algunos órganos, sobre todo aquellos cuya composición química podría indicar envenenamiento, fueron extraídos y destruidos, y el cuerpo fue embalsamado. (¿Habrá sido una venganza debido a que fue el mismo Frei quien había iniciado un proceso de "chilenización" del cobre, al comprar el 51% de las minas a las empresas extranjeras?). Estos médicos, señala Contreras Mella, fueron colaboradores de Hopp.

Hasta hace unos años nadie cuestionaba que la muerte de Neruda fuera consecuencia del cáncer de próstata que padecía, aunque los resultados toxicológicos practicados en restos del tejido óseo del poeta, realizados en Estados Unidos y España, no arrojaron vestigios de envenenamiento, pues ni se encontraron agentes químicos relevantes que pudieran relacionarse con su muerte ni se encontró evidencia forense alguna que permitiera establecer un patrón criminal en el fallecimiento del poeta. Evidentemente, no había ninguna seguridad de encontrar restos del potencial veneno tras cuatro décadas de la fecha de muerte y dos inhumaciones previas. Sin embargo, hay quienes también ponen en duda la "autenticidad" de los restos del poeta, ya que, cuando éste muere, es sepultado en el mausoleo de unos amigos; tiempo después, es trasladado a un nicho en el cementerio general y luego fue trasladado a Isla Negra. A pesar de que el último traslado sí fue vigilado por varias personas que –relatan– observaron que el ropaje de Pablo era el suyo, nadie se ocupó de velar el primer traslado del poeta al cementerio general.

¿Quién nos asegura que, mientras Neruda estuvo en ese mausoleo, nadie se atrevió a alterar cualquier detalle? Una serie de contradicciones surgen en el escenario de este caso. Por ejemplo, el médico Sergio Draper, uno de los presuntos asesinos, y quien entró a trabajar en la Clínica Santa María un día después del ingreso de Neruda a la clínica, declaró en 1975 que éste había fallecido en sus brazos y, años después, cambió la versión de los hechos, diciendo que el día de la muerte del poeta había dejado al misterioso doctor Price, quien nunca existió, sino que era Michael Townley, presunto agente de la CIA, acusado del asesinato del entonces canciller chileno Orlando Letelier y del general Carlos Prats, así como del atentado en Roma al ex vicepresidente Bernardo Leighton, y que fue protegido por la justicia estadounidense, que le otorgó una identidad reservada para que viviese en libertad y bajo el anonimato, el testigo del fallecimiento de Neruda. El Mercurio, diario afín a Pinochet, publicó que Neruda había muerto de un paro cardiaco, producto de una inyección abdominal, contradiciendo el acta de defunción. Esta querella, quizás, quede por muchas décadas sin resolver, ya que probar técnicamente el asesinato de Neruda resulta cuesta arriba, por no decir imposible, debido a que su cuerpo estuvo expuesto al mar en la tumba de Isla Negra, y producto de la salinidad de las aguas del pacífico se pudieron borrar los restos de sustancias tóxicas que hubieran atentado contra la vida de Neruda.

No es un secreto que el golpe contra Allende se gestó gracias al lobby internacional que hicieron algunos militares chilenos en Washington, al mismo tiempo que La Unidad Popular recuperaba para la nación todos los yacimientos de cobre explotados por las compañías norteamericanas, sin indemnización alguna, y que cuando regresaron a "su" Chile, probablemente, con las valijas llenas de dólares, sabotearon la economía de un país, haciendo que los empresarios pararan la producción de alimentos y financiando innumerables huelgas, cuyos pilares fueron la mentira, el engaño y el mercado negro, logrando que el pueblo chileno hiciera colas por el azúcar y por otros bienes de primera y quizás ni tan de primera necesidad, tanto así que conseguir proteínas se consideraba un verdadero milagro. El golpe, azuzado, en parte, por El Mercurio y la Iglesia, y del cual se hicieron eco numerosos medios comunicativos, llegó para acabar con la "tiranía roja" de Allende, quien fue traicionado por aquellos que él consideraba leales (muchos de los que se mostraron leales a Allende fueron asesinados incluso por sus subalternos) y que fueron protegidos por los Estados Unidos, que, soberbiamente, exhibió sus buques de guerra en las costas chilenas. Pero no sin antes haber sido advertido del bombardeo al Palacio de la Moneda, no sin antes verse con el poder diluido entre sus manos, no sin antes verse traicionado por militares traidores.

A Allende no le quedó otra: ponerse un casco y preparar su fusil, una metralleta que le había regalado Fidel Castro. Junto al estallar de las primeras bombas, el Presidente exclamó por radio, siendo ésta la última vez que la gran mayoría del pueblo chileno escuchara su voz, que no iba a renunciar. Miles son los asesinados. El poder, horas más tarde, es tomado por una junta militar de cuatro miembros, formados en la Escuela de las Américas de Panamá, encabezados por el General Pinochet, quien observaba cómo el precio del cobre se triplicaba en el mercado mundial. Dicen que, desde la última vez que Allende se dirige a su nación, Neruda recae, padeciendo por todo el pueblo chileno. Allende muere en un intercambio de disparos en las que tenía todas las de perder. Luego de haber sido asesinado, cada oficial de la patrulla disparó a mansalva contra el cuerpo inerte del Presidente Allende, hasta que un suboficial le deformase el rostro con la culata del fusil. Juan Enrique Lira, fotógrafo de El Mercurio, retrató el cadáver para la posteridad.



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