Migrantes. via crucis y naufragios

La noticia del naufragio de una embarcación con cerca de mil migrantes africanos en el Mar Mediterráneo, en viaje clandestino de Trípoli a Lampedusa en Italia, cimbró a la opinión pública mundial. Murieron ahogados más de 850 hombres, mujeres y niños que, desesperados, buscaban la oportunidad de sobrevivir en Europa, abandonando sus lugares de origen sumidos en la violencia y la miseria. En México, la marcha llamada el Vía Crucis del Migrante, con el padre Solalinde a la cabeza, llega a la capital del país para patentizar el sufrimiento de los migrantes centroamericanos en ruta terrestre mexicana a los Estados Unidos, montados como moscas sobre el ferrocarril que atraviesa el territorio de sur a norte y que ha merecido ser llamado la “Bestia”. Aquellos se los traga el mar, éstos son engullidos en el marasmo del crimen organizado, con la participación al calce de la autoridad de migración local; mismas vicisitudes que padecen los migrantes mexicanos que también buscan el sueño americano.

La humanidad del siglo XXI registra el enorme contraste de la inhumanidad sufrida por quienes sólo buscan salvarse de la barbarie en que han caído las sociedades en los países de la periferia. El siglo de la tecnología y la informática retrocede al tiempo de la ignorancia y la miseria. Los dueños de la riqueza, esos que la extrajeron de las naciones colonizadas, cierran sus fronteras y pretenden frenar el aluvión humano, las suásticas enarboladas por los neonazis europeos y gringos. El mundo globalizado que facilita el flujo de capitales y mercancías pero que niega el de los trabajadores. El asunto tiene que ver con los derechos humanos, flagrantemente violados, pero en el fondo se trata de los deberes y derechos de las naciones.

Decía el Premio Nobel africano, Desmond Tutu, “cuando llegaron los colonizadores traían la Biblia y nosotros teníamos la tierra; nos cerraron los ojos para aprender la Biblia y, cuando los abrimos, nosotros teníamos la Biblia y ellos tenían la tierra”. Tomaron la tierra y las riquezas en ella contenida y, no contentos con eso, tomaron las gentes y las esclavizaron. Leopoldo de Bélgica, el padre de nuestra emperatriz Carlota, era dueño personal de todo el Congo y de sus habitantes, considerados bestias por tan católica majestad. La descolonización de la post guerra sólo significó la formal independencia de naciones que seguían siendo tributarias de las metrópolis y que, cuando pretendieron realmente ser libres, fueron aplastadas por los “defensores de la democracia y la libertad” (léase mercenarios pagados por el gran capital internacional). Por cierto, en la época del tirano Muamar Kadafi, Libia era receptor de la migración de sus vecinos; la nueva tiranía pro occidental la convirtió en expulsora de migrantes, muchos de ellos entre los ahogados el pasado domingo.

La misma historia es la de Nuestra América, tan oportunamente documentada por Fray Bartolomé de las Casas en su origen, actualizada por el enorme Eduardo Galeano con su Las Venas Abiertas de América Latina, referida al moderno colonialismo yanqui. En nombre de Cristo y con la cruz en la mano arrasaron a los pueblos originarios y se robaron sus riquezas. El venezolano Luis Britto imagina al Cacique Guaicaipuro Cuatemoc, que ante el Consejo de los Jefes de Estado y de Gobierno del mundo, reclama el pago de la deuda contraída por los colonizadores sólo por el oro y la plata embarcados a Europa en el siglo XVII, debidamente documentados en Sevilla.

No niego inteligencia y laboriosidad a los pueblos metropolitanos, pero afirmo la perversidad de su riqueza mal habida, sustraída por la fuerza de las armas y de la superstición. Eso se llama robo y se considera delito aquí y en China. Lo peor del caso es que esa mala costumbre no se les ha quitado y, con el imperio yanqui a la cabeza, continúan practicándola con singular alegría.

Las hordas de migrantes que invaden a los Estados Unidos y a Europa pudieran ser quienes se hagan cargo de cobrar la deuda histórica mundial. Mejor sería la procuración de un nuevo orden político que acabe con la desigualdad y que respete a la naturaleza.









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Gerardo Fernández Casanova


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