Mala cosa es confundir los deseos con la realidad. Y ésta es muy empecinada. Pero la izquierda burguesa (y, de momento, no hay otra) lleva cuarenta años empeñada en ver la realidad política española color de rosa. En creer en la "justicia". En aceptar las reglas del juego del enemigo. En creerse la "democracia" del tardofascismo. En transigir con todo.
La muerte del dictador fascista en la cama dio paso a un régimen reconvertido, con la clase dominante disponiendo de dos grandes partidos a su servicio, que aparentaban un juego de "derecha-izquierda", un PCE totalmente entregado a la nueva apariencia de la dominación adoptada por la oligarquía y unos sindicatos comprados por cuatro duros.
La brutal crisis económica capitalista que se inicia en 2008, dio lugar a un ascenso de huelgas y manifestaciones, alcanzando su cénit en las gigantescas movilizaciones de 2012 y 2013. Pero a comienzos de 2014 un grupo de funcionarios universitarios montaron una franquicia electoral desde Madrid, que recibió inicialmente el beneplácito de las empresas audiovisuales.
A partir de ese momento, la lucha dejó de ser el centro de la resistencia a la ofensiva reaccionaria y, cayendo en el mayor caso conocido de "cretinismo parlamentario", todo se fió a las elecciones. Ya no había que manifestarse, ni protestar, ni arriesgarse a un palo, una multa disparatada o directamente la cárcel. Todo se podía solucionar desde el sofá y con el móvil. Los líderes del futuro no surgirían en las luchas populares, sino desde una ridícula autopropaganda, curriculums incluidos, desde Internet.
Ahora todo se decide en los medios de comunicación. En los del enemigo, claro. Lo importante no es la organización y la autoconciencia de las masas, sino salir en la tele. No la experiencia práctica, el conocimiento social, sino la titulitis académica. O ya puestos, otánica. "A demócratas no nos gana nadie", incluidas prácticas tan vergonzosas como colocar diputados cuneros.
Y, como lo uno lleva a lo otro, a la indigencia intelectual se suma la reiteración histórica en el error consistente en esperar que, "moderando" el discurso se consigan más votos. En creer que arrinconando las banderas rojas o republicanas, en proclamarse "patriota" español y muy partidario de la OTAN, de la Unión Europea y del euro, y en aparecer muy modosito en las televisiones de la banca, la fruta electoral caerá por sí sola. Por no molestar, ni siquiera se atreven en calificar de fascistas a los fascistas. En cambio, se apresuran a calificarse a sí mismos de "socialdemócratas".
Pero las cosas son como son. Y no son, desde luego, tan pacíficas y fáciles como le gustaría a la izquierda burguesa:
1. Sin una confrontación ideológica indomable frente a las fuerzas fascistas y oligárquicas, las ideas dominantes seguirán inamovibles.
2. Sin una movilización obrera y popular sostenida, la sociedad no se tensará lo suficiente para posibilitar un cambio de dominación.
3. Sin una organización propia, con las ideas claras y forjada en la lucha, la clase obrera está destinada a someterse a los vaivenes y ocurrencias de la izquierda burguesa.
Y 4. Sólo la cuestión nacional parece vislumbrar una posibilidad de abrir grieta en la coraza de un Estado tan blindado como el español. Reflexión especialmente interesante para Canarias, donde no tenemos un problema nacional sino directamente de descolonización.
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