Bolivia es hoy un ciclón de opiniones.
Difícil es tomar a la primera siquiera un esbozo de la diversidad.
Desde el intelectual comprometido, que deplora cualquier movida imperial
en el continente (por aquello de la desconfianza doctrinal), hasta los
analistas más fríos, cuyo esfuerzo apunta a no contaminar su criterio
con valores emotivos, exponiendo teorías o fórmulas que naturalmente
generan la desaprobación de los primeros. O desde el idealista, por
extensión humanista, incapaz de un manotazo a una mosca, hasta el hombre
práctico, generalmente impaciente, cuyo consejo es la implementación
de medidas no tan "civilizadas".
Multíplices criterios, pues, espectro idóneo, más bien, para corresponder
nuestros particulares temperamentos −podría decirse− que para incidir
sobre Bolivia, positivistamente, como cada quien quisiera.
Porque ése es el hecho, como quiera que se vea: el más alto humanista
que ensaye un consejo para la transida Bolivia, aspira, fundamentalmente,
al hecho pragmático de incidir sobre la realidad, modificándola, corrigiéndola
o estabilizándola. Porque hasta las utopías tienen su correspondiente
fáctica realidad. Y Bolivia no es un hecho perdido en el plano de las
ideas, por cierto. De manera que todo pensamiento que confluya hacia
ella, en el sentido dicho, la construye, sin que ninguno peque de mejor
o peor que otro.
Está ahí, contundentemente en su marasmo, ensayando una salida hacia
la supervivencia republicana, o haciendo temer un hundimiento en lo
fragmentario. América completa (tanto la latina como la anglosajona)
está atenta, porque no es cualquier baratija en juego, no es cualquier
espejito de conquistador ni oro rutinario de los dioses. Es más: es
la realidad propia en el pellejo ajeno lo que se juega. Es una conceptualidad,
típicamente latinoamericana, de esas con valor capital, imbricada de
historia y poder de identidad, lo que se expone. América Latina toda.
Nada que ver con un pedazo de cielo, lejano y etéreo, como tendemos
a interpretar la irrealidad o el intelectualismo; todo lo contrario,
tiene que ver con algo más inmediato y vital, de una conceptualidad
fundamental y dadora de existencia, propiamente regional: la tierra,
pedazo de historia, de tradición, de identidad, de cultura, de valores,
de carne suramericana.
Como un espejo que hace voltear la mirada de los demás países, para
que cada quien se vea, en una lectura de futuro común, sin errores,
como esos precisos y míticos augurios de muerte que lanzaban los antiguos
guerreros antes de morir. Porque la unidad de cultura hermana y condena
a los pueblos a un destino común, siéndose español, indio o negro,
desde el Río Grande, arriba, hasta la Patogonia, abajo, crisol de culturas
o "raza cósmica", en idea de José Vasconcelos. Una única
capsula de comprimidos problemas, historia, batallas, identificaciones,
orígenes y finales. Macondo recitado. O el Comala desolado, pero pueblos,
repúblicas o problemas nuestros. ¿Cómo enajenarse de Bolivia,
ubicada en el centro mismo de América Latina, como si estuviera lejos,
en Europa o Asia? Es tierra cabalgada por la montura de los héroes
independentistas, para sellar estas insinuaciones de pertenencia, de
una vez. Es, como cualquier otro país hermano, fuente y estilo de nuestras
propias vidas.
No es propio de nuestras tierras quien no responde a nuestra unidad
e historia, aunque haya nacido sobre su suelo y aunque sesudamente argumente
sobre su fragmentaria naturaleza, con vuelos académicos. La tierra
es polvo y sangre, que se respira y se lleva en el cuerpo, y nada tiene
que ver con la doctrina de compra-venta de las filosofías políticas
y económicas del mundo, que juegan al borrado transcultural. La tierra
es historia, como la historia escuela, cuna cultural de los hombres
y las ideas. Se tiene, luego, que quien va contra ella o profana el
vientre originario o expende una oquedad que no le importa.
La condición de latinoamericano comporta una particularidad demasiado
poderosa como para llamarnos a engaño y fingir que no nos damos cuenta
cuando nos cabalgan los Caballos de Troya, verdaderos criollos de estas
tierras. Es la sensación de la diversidad constitutiva, de la variedad
existencial pero encarnada en un cuerpo, suerte de unidad fundamental
en medio de un mundo de los fragmentos, misma situación que obliga
al reconocimiento de lo esencial como valor de identidad, el hilo conductor
de nuestros pueblos: historia y tierra, cultura lejana y suelo propio.
Mezcla de lo de afuera con lo de adentro, y conciencia de ello. De forma
que lo cósmico racial, con todo lo variopinto, no deja de ser un concepto
de raza definida, amatoriamente aterrada por su ingrediente aborigen,
dotada de una herramienta de conquista imprescriptible, nutrido poema
cosmogónico: el lenguaje, ese lenguaje conclave de cientos de voces.
No olvida su lengua el mexicano que emigra a las tierras del norte,
como tampoco la conciencia de sus motivaciones: la tierra, la tierra
negada en su propio pueblo, pero tierra al fin como motivación y sentimiento.
A más de ser un hecho magnífico del sentido de pertenencia o de diferenciación,
el culto soterrado de su lengua en tierras extrañas es expresión de
esos amores sureños inolvidables. ¿Quién gringo vendrá a nuestros
pueblos a engañarnos con su cuento de progreso y a comprar nuestra
dignidad? El suelo latinoamericano, pedazo de historia republicano o
grancolombino, con todo y su lastre diverso de inconsistencias, producto
mismo de la multiplicidad cultural, que se decanta y asienta, pero que
no se disuelve como fundamento identificatorio, no es negociable. No
está en venta.
No se venden incas ni aztecas ni caribes al mayor. Bastante evidencia
dejaron de su preferencia por la muerte. Malinche es un capítulo de
shock histórico del encuentro de culturas, completamente leído,
digerido, previsible, identificable, en momentos ya de cruce y sedimentación
histórica. ¿A qué el engaño, o autoengaño? El vende-patria, extranjero
o nacido en esta tierra, es una criatura completamente diferenciable,
por fuerza deplorable, como un extraño apéndice saliente de la tierra.
¿A título de cuál doctrina económica tengo yo que ceder mi tierra,
como si nada importara su pérdida o concesión, como si no fuera mi
historia y carne, terreno sagrado de mis antepasados y dioses, recuerdos,
luchas, amores, lugar de llegada de tan milenario viaje, hilo conductor
de mi unitaria fragmentación como ser de este planeta? Por supuesto
que un traidor es de lo más notable. No son los latinoamericanos "ciudadanos
del mundo", como dicen, sino seres en-el-mundo, sobre suelo precolombino,
específicos seres vivientes con pedúnculos en tierra. La breve y joven
historia de estas tierras, que cabe toda en un recuerdo, como un tesoro
en un cofre, habla a los cuatro vientos de su propiedad genuina por
parte de sus habitantes. Se pide para ella amantes, cultivadores, no
traidores ni injertos extracontinentales.
Por ello la caída de Bolivia, su desmembración en provincias, su ruptura
como república, la miserable consideración de su valor histórico
por parte de sus promotores, la subasta de su tierra y pasado, implica
de cualquier modo el acabose de las perspectivas latinoamericanas para
su condición soberana, y nos habla claramente de una suerte de paracultura
de lo extraño, especie de injerto destructor, apartadamente cultivado
sobre un punto del continente, engendro finalmente victorioso. El fino
envoltorio que lo separaba de lo nativo como semilla importada y lo
plantaba como criollo sobre una tierra ajena, finalmente ha cedido a
la presión intolerable de no poder cultivar más su diferenciación
acostumbrada, su condición y casta parasitarias, bajo la silente complicidad
de los gobiernos del pasado. Un indio llega a presidente, un conectado
con la madre tierra, un iluminado por los míticos dioses, una voz milenaria
de miles.
Pero también llega el momento de la proclamación de aberradas reivindicaciones:
la secesión: la propuesta de lo criollo como nativo y de lo nativo
como extranjero, suerte de mundo al revés, como si recreara viejas
etapas fundacionales de las colonias suramericanas, hoy anacrónicas.
Lo de Bolivia, de persistir, de concretarse, sería el fin de algo pero
más allá de una ruptura republicana. Sería el quiebre de la cultura
diplomática de la resistencia, propiamente americana, para pasar a
un estadio mayor en la nomenclatura de la confrontación bélica: una
propuesta clara de guerra latinoamericana, de la fundación de un cuartel
general de las fuerzas invasoras sobre terreno boliviano, con una primera
batalla vencida y una gran propuesta de derrota por adelantado para
la América completa. Todos los países latinoamericanos reciben el
golpe y caen en el plano de las simbologías, con la destrucción de
la faena idealista bolivariana, que de cultura hablamos.
Y los intelectuales debaten. Toman posición y partida frente a dos
hechos terribles de la nación andina, aportando a su manera. Que si
es la hora de obligar por la fuerza a los separatistas, dado el marco
legal punitivo, opinión de unos; que si es contraproducente tal acción,
porque el plan de los secesionistas clama por un ataque violento para
tener justificación, opinión de otros. Hay el analista que hace mofa
del “ingenuo” humanismo de Evo Morales de utilizar las formas burguesas
de la democracia, como el diálogo y el apaciguamiento; y hay el menos
sutil que no oculta su decepción de ver a un Estado sin hacer valer
su capacidad de fuerza, parecida a la decepción que se vivió en Venezuela
cuando se "dejó hacer" a los golpistas de abril de 2002.
Argumentan que así se pierde un Estado, de fácil, sin disparar un
tiro. Pero están los otros que contraargumentan no implementar medidas
de toque de queda o Estado de sitio, ni sacar tropas a la calle, porque,
de no acatarlas los rebeldes, se vería el Estado obligado a renunciar
al otro día, como poder desautorizado.
Tal es la cultura de la inestabilidad −histórica, es cierto− que
proponen los analistas para el país y de la que se aprovechan también
los complotados para propalar el caos. Pero podría sorprender a más
uno que Evo Morales, con el favor mayoritario del país, imponga la
voluntad general del cuerpo sobre la de uno de sus miembros, sin recurrir
al recurso de la fuerza institucional, tal como ocurrió exitosamente
con Hugo Chávez en Venezuela.
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