Decir que la crisis actual es la más grave desde la de los años '30 se ha vuelto un lugar común. Sin embargo, no hay manera de eludirlo. Desde que los Estados Unidos superaron aquella famosa crisis con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, ese país no atravesó un sacudimiento económico de la misma magnitud. Algunos estudios señalan que ese país se encuentra en recesión desde diciembre de 2007 y, si esto es exacto, ya se trata de la crisis más larga en más de treinta años, con el agregado de que la recesión se está profundizando. El otro aspecto importante es que en esta oportunidad, como hace más de setenta años, el terremoto atraviesa la entera geografía del capitalismo mundial.
Gran Bretaña, Alemania, España e Italia están en recesión y Francia aún sostiene un crecimiento tan insignificante que equivale al estancamiento. Las autoridades japonesas también han admitido que ese país está en recesión. La OCDE, que agrupa a las 30 naciones centrales, prevé que el conjunto de sus miembros transitan bajas del producto en estos meses finales de 2008 y que seguirán en caída por lo menos durante la primera mitad de 2009. En lo que hace a la duración, este pronóstico parece excesivamente optimista.
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La crisis actual presenta algunos rasgos comunes con las que se vivieron en el mundo en los '90 y los dos primeros años de este siglo: todas ellas han comenzado como crisis financieras, al estallar burbujas especulativas. Pero más importantes que esos rasgos comunes son las diferencias, al menos en lo que hace a la magnitud, extensión y posible duración.
En primer lugar, hay una diferencia abismal entre las crisis que aparecieron y se desarrollaron fundamentalmente en países periféricos (México, Sudeste asiático, Rusia, Brasil, Argentina), con mayor o menor impacto sobre otros países periféricos y escasa incidencia en los centrales. También hay diferencia con crisis producidas en países centrales, pero que fueron relativamente suaves y no afectaron al conjunto de estos países (Estados Unidos en 1990-91 y 2001-02) o que tuvieron efectos graves limitados a un solo país (la recesión japonesa seguida de estancamiento durante toda la década). Ahora, en cambio, el estallido se produjo en la primera economía mundial, la de EE.UU. y se ha ido extendiendo a la economía mundial en su totalidad. Más aún, el contagio, a diferencia de los casos anteriores, ha afectado en primer lugar a los países centrales.
Otra diferencia de importancia es el hecho de que esas crisis anteriores tuvieron efectos acotados sobre el sector productivo de las mayores economías y el comercio internacional. Por eso, bastó con una poda más o menos importante del capital ficticio para que las economías se reencarrilaran en plazos no muy largos.
Como ya queda dicho, todas las crisis mencionadas comparten con la actual su origen en el sector financiero, sobredimensionado durante las tres décadas de predominio de la valorización financiera en el capitalismo mundial.
El puntapié inicial de ese predominio lo dio la resolución de la Fed (el banco central norteamericano) de 1979, que decidió subir las tasas de interés todo lo que fuera necesario para suprimir la inflación. Esta medida, que dio a las clases medias (principal, pero no exclusivamente, de los países centrales) la sensación de valorización de sus ahorros, incorporándolas al circuito financiero, y constituyendo así la base social indispensable para el lanzamiento de la ofensiva thatcheriana-reaganiana contra los trabajadores. La combinación de altas tasas de interés, aumento de las tasas de ganancia y amplia libertad de movimientos de capitales y mercancías dieron forma a la nueva etapa capitalista que se conoce con el nombre de neoliberalismo.
Se trata de un período de ataque masivo a las conquistas de los trabajadores, de aumento brutal del desempleo y de las desigualdades sociales y de crecimiento de la dependencia de los países periféricos respecto de los centrales.
La absorción fulminante de Europa del Este y la antigua Unión Soviética por parte del capitalismo mundial, con crisis devastadoras en esos países y penetración masiva del capital imperialista en casi todos ellos, es uno de los rasgos decisivos de esta ofensiva general del capital financiero y las empresas transnacionales.
Desde luego, este proceso ha tenido diferencias apreciables según los países y la resistencia que presentaron las masas y las viejas estructuras forjadas durante la vigencia del compromiso keynesiano de posguerra. Así, el neoliberalismo no llegó a imponerse completamente en Francia o en Brasil, para citar dos casos. Y en China, el férreo control del aparato burocrático del Partido Comunista nunca cedió las palancas de mando de la economía y la sociedad a los capitales que penetraron en el país. Así, el neoliberalismo ha llegado a su declinación sin haber conseguido imponerse de manera completa.
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La magnitud de la crisis y el impacto que tiene sobre la conciencia de millones constituye una oportunidad para la explicación del carácter irracional, destructivo y perverso del capitalismo y de la imperiosa necesidad de destruir ese sistema económico-social como condición para el desenvolvimiento de la vida humana sobre el planeta.
No es casual que en la reciente feria de libros de Frankfurt haya habido un repentino interés por la obra de Marx y, particularmente, de El capital.
La crítica del capitalismo y la necesidad de su reemplazo por otro régimen social en que no haya propiedad privada de los medios de producción (el socialismo) está en marcha en numerosos y valiosos trabajos sobre la crisis. Por ese motivo, no es ese aspecto el que me propongo desarrollar aquí.
Por lo demás, el retroceso en la vida material, en la organización y en la conciencia de la clase trabajadora que hemos sufrido durante las décadas neoliberales, así como el desprestigio que arrojó sobre la idea socialista el fracaso de los regímenes de corte soviético, hacen más difícil y lento el camino hacia una revolución socialista. Aun en condiciones más favorables, la lucha de los trabajadores siempre requirió de una combinación de combates por reivindicaciones económicas, democráticas y nacionales. Con mayor razón, esa combinación es indispensable cuando la conquista de la conciencia de las masas es una tarea pendiente, como es el caso actual.
Por eso, la batalla anticapitalista ha de exigir una multiplicidad de luchas, de alianzas más fugaces o más prolongadas, de aprovechamiento de las contradicciones al interior de la burguesía (forzosamente exacerbadas por la propia crisis), de combates en los planos económico y político, por reivindicaciones particulares de distintos sectores explotados y oprimidos.
Ante tal situación, resulta indispensable, a mi juicio, examinar algunas condiciones que se derivan de la crisis mundial y que, debidamente aprovechadas, constituyen otras tantas posibilidades para hacer avanzar la lucha de los trabajadores.
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La reciente reunión cumbre de veinte países, que oficialmente se catalogó como un éxito, pero que en verdad no produjo ni una sola medida acordada en común, indica con claridad que la crisis, lejos de promover acciones colectivas, va a provocar toda clase de enfrentamientos entre las naciones. La dimensión, intensidad y grado de violencia de esos enfrentamientos dependerá de múltiples factores, pero no hay dudas de que se han de producir. La reunión realizada en Washington no tuvo otro resultado que la foto de costumbre, en la que las sonrisas de compromiso no ocultaban las divergencias reales.
Estas divergencias no son consecuencia de la crisis actual y forman parte de la lucha permanente entre los sectores capitalistas que tienen su base en cada Estado nacional, así como entre distintos sectores capitalistas dentro de los Estados nacionales. Pero la crisis agrava esas luchas interburguesas y con mayor razón lo hace una crisis de las dimensiones de la actual.
Tanto más, porque la hegemonía que EE.UU. conquistó dentro del mundo capitalista en la Segunda Guerra Mundial ha comenzado a crujir. Lejos de ser el acreedor universal, se ha convertido en el deudor universal. Lejos de ser el emporio industrial por excelencia, ha pasado a ser el gran importador de manufacturas. Su situación es hoy muy distinta y mucho más precaria que en 1945. Desde luego, los procesos de cambio de hegemonía no se resuelven de un día para el otro; son prolongados, toman décadas y no se completan hasta que surge un competidor capaz de tomar la posta, un factor que hoy no está presente. Pero una hegemonía en decadencia aviva el apetito de competidores más débiles, pero con fuerza suficiente para presentar desafíos parciales y para arrancar sectores económicos y geográficos a la influencia del imperialismo hegemónico. Estamos en los primeros tramos de ese proceso. Desechar esta perspectiva con el argumento de que EE.UU. tiene un poder económico, político y militar muy superior al de cualquier otro país equivale a afirmar que en el capitalismo la hegemonía es eterna. Porque siempre el país hegemónico lo es porque supera ampliamente el poderío de los otros. De lo que se trata es de las contradicciones generales del capitalismo y particulares de la hegemonía, que hacen posible su decadencia. Si no se confía en el carácter dialéctico de la realidad, por lo menos se debe admitir que la historia muestra varios cambios de hegemonía.
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Lo dicho sobre las contradicciones entre los Estados nacionales de los países centrales o con aspiraciones fundadas a ingresar a ese club se aplica con tanto o más motivo a la relación entre los países centrales y los periféricos.
Esa relación, en medio de una crisis muy fuerte, tiene efectos distintos y contradictorios. Por una parte, los países centrales, validos de su poder económico y político y de la palanca que constituyen sus bancos y empresas instalados en los periféricos, se esfuerzan en arrojar el peso de la crisis sobre los más débiles. Esta tendencia, naturalmente, provoca resistencias en los que así se ven condenados a pagar facturas ajenas. Pero la crisis también debilita los lazos entre centro y periferia, facilitando así la resistencia de esta última.
Por supuesto, este debilitamiento no es absoluto y los países imperialistas cuentan con medios para enfrentar las insolencias del mundo dominado.
Las tensiones tenderán a crecer y los resultados en cada caso dependerán de múltiples factores, entre los cuales no es el menor la acción que desplieguen las masas, sobre quienes recaerá el peso mayor de las penurias económicas.
La experiencia de los años '30 es aleccionadora. El mundo semicolonial se pobló de regímenes que intentaron, y en algunos casos lograron, mayores márgenes de autonomía respecto de las potencias imperialistas. Incluso en el caso de la Argentina, donde –lejos de cualquier pretensión de autonomía– el régimen de la Década Infame firmó el pacto Roca-Runciman con Gran Bretaña (pacto que fue justamente bautizado "estatuto legal del coloniaje"), la potencia dominante no pudo aprovechar en su totalidad las ventajas pactadas. Y, sin que el régimen político local se lo propusiera, en esos años se sentaron en la industria y en el aparato estatal las bases materiales para el bonapartismo sui géneris peronista de las décadas siguientes.
Desde luego, no fueron (ni serán los que vengan) procesos lineales, sino poblados de avances y retrocesos, contradicciones y contraofensivas imperialistas. No se trata de prever desarrollos lineales y tranquilos en una sola dirección, sino convulsivos y tal vez cruentos.
Pero sería un error descartar la existencia de este factor de debilitamiento de los lazos de dependencia y un error aún mayor ignorarlo cuando se manifieste.
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Durante el período neoliberal, se ha afianzado como fracción dominante de la clase capitalista el capital financiero en estrecha alianza con la capa más alta de la clase media. Esta alianza se ha basado en la creciente concentración de ingresos en los tramos más altos de la pirámide social y en la asociación de esa capa más alta de la clase media al capital financiero mediante su participación en los rendimientos de títulos, a través de fondos de pensión y fondos de inversión. El descalabro financiero actual, con la creciente desvalorización de los títulos amenaza las bases materiales de la alianza social sobre la que se asentó el predominio del capital financiero, al mismo tiempo que causó un debilitamiento de las instituciones financieras, tanto los bancos como los fondos. También, y no es una cuestión menor, la brusca desvalorización de acciones, bonos, derivados y demás títulos, la destrucción de enormes masas de capital ficticio y la necesidad de recurrir a salvatajes con dinero de los Estados para evitar la quiebra masiva de las instituciones financieras las ha desprestigiado y ha puesto en tela de juicio a la ideología neoliberal. Ya hace diez años que numerosos economistas del establishment venían denunciando la endeblez del sistema y los riesgos de crisis cada vez mayores. Cuando se presenta la crisis con la intensidad y la extensión de la presente, esas críticas saltan las verjas de las universidades y centros de investigación y se convierten en temas generalizados.
Mientras las graves consecuencias del neoliberalismo se limitaban al terreno social, con desempleo estructural, distribución regresiva de los ingresos, desmantelamiento de las redes de bienestar social y hundimiento de las naciones más pobres, la preocupación por estos efectos era un tema de menor importancia para la clase dominante. Cuando el neoliberalismo provoca un cataclismo general en las economías y amenaza las tasas de ganancia, la solidaridad de clase del capitalismo comienza a resquebrajarse y sectores capitalistas se interrogan sobre la solidez de las conquistas logradas a costa de los trabajadores del mundo.
La tendencia a las crisis periódicas es, sin duda, un rasgo del capitalismo en general, pero el agente inmediato del actual sismo económico es el capital financiero, sus instituciones y su expresión ideológica neoliberal. No es extraño, pues, que sobre ellos se centren los cuestionamientos.
Es de prever, entonces, que la burguesía mundial explore vías de salida ajenas a las de las últimas décadas, para escapar a la crisis. Y, en la medida en que el mayor poder económico se encuentra concentrado en las manos de la fracción capitalista vinculada a la valorización financiera, se puede prever que los sectores que busquen nuevas vías recurran al Estado para contrapesar ese mayor poderío. Los Estados pueden así recuperar una mayor autonomía respecto de la fracción dominante de la burguesía, jugando un papel de árbitro en relación a los sectores burgueses y también en relación con el descontento creciente de los trabajadores y de la población en general. Las ardorosas polémicas que tienen lugar hoy en el seno de la clase capitalista norteamericana (e incluso en sus fracciones más derechistas) sobre el salvataje estatal de los bancos y de las automotrices, así como del papel del Estado, son un indicio de tales contradicciones.
Aunque se haya tratado de un episodio de menor envergadura y hasta ahora aislado, la reciente ocupación de la fábrica Republic Windows and Doors, un método de lucha que no se había visto en décadas en los EE.UU., ha mostrado una inédita ola de apoyo por parte de numerosos sindicatos, así como de dirigentes políticos, incluido el presidente electo.
Se trata de un desarrollo, más que posible, probable en todo el mundo capitalista, es decir, en todo el mundo. Y probablemente, más acentuado en los países que se encuentran en los márgenes de ese mundo, cuyo centro son los EE.UU., Europa occidental y Japón.
Sin duda, las burguesías nacionales de las naciones periféricas tienen como rasgo dominante la debilidad, la cobardía y las relaciones estrechas con el capital globalizado. Las excepciones son escasas y poco convincentes.
Así y todo, si algo muestran las reiteradas y fracasadas negociaciones de la Ronda Doha y el fracaso del ALCA es que las presiones insoportables del capitalismo imperialista obligan a sus contrapartes del mundo dominado a resistencias no deseadas, como única alternativa al suicidio.
Pero, precisamente por las características de las burguesías nativas, es previsible un crecimiento del papel de los Estados, que de alguna manera deberán sustituir a la burguesía nacional débil, cobarde y en gran medida transnacionalizada, en la tarea defensiva.
Mientras que las naciones centrales tratarán de redoblar su explotación del mundo entero para descargar sobre el resto su propia cuota de la crisis, las naciones dominadas ensayarán formas de escapar a ese destino funesto. Se sucederán, por lo tanto, enfrentamientos de destino incierto, pero que abrirán posibilidades enormes para la acción de la clase que vive de su trabajo.
* Andrés Méndez escribe para la Revista Herramienta, Buenos Aires, Argentina