Reivindicación de la política

En mi anterior entrega sostuve que la respuesta a la crisis está en la política y en los políticos, aseveración  que mereció la airada respuesta de varios amigos que militan en las filas de las llamadas organizaciones ciudadanas; en su criterio, los políticos, al igual que los tecnócratas, están incapacitados para resolver el embrollo en que nos metieron y solamente la ciudadanía podrá hacerlo. Creo que el asunto merece atención, habida cuenta de que toca en lo más sensible de la organización social: la confianza y la credibilidad, temas estos que han sido la diana de los embates misilísticos provenientes de las agencias que diseñan e instrumentan los mecanismos de la concentración del poder en manos de los privilegiados de siempre, cuyo objetivo ha sido la cancelación del poder popular, es decir, el poder de la ciudadanía.

     Coincido parcialmente con quienes manifiestan su desilusión respecto de la que ha sido llamada la clase política. En efecto, ahí se ubica el meollo de los conflictos que no permiten deshacer la madeja que nos tiene empantanados; ahí es donde se registra la lucha de los intereses mezquinos y corruptos, ajenos al verdadero interés de las naciones y de los nacionales; ahí es donde se desgasta la expectativa social por el bienestar y el progreso. Se antoja, pues, como válido aquel lema argentino del 2001: “que se vayan todos”. Pero si se van todos ¿Quién se hace cargo? ¿Quién convoca? ¿Quién organiza? Hacerse cargo, convocar y organizar es tarea de la política y, por tanto, de los políticos.

      En la democracia, el papel insustituible de la ciudadanía es garantizar que la selección de la política y de los políticos corresponda a sus verdaderos intereses y la vigilancia permanente de que esto se cumpla. Suena bonito, pero resulta que la llamada “ciudadanía” no es un ente abstracto ni homogéneo, compuesto por gentes cuyos intereses no son los mismos; los hay que están satisfechos con el actual estado de las cosas y, por tanto son conservadores, y quienes lo rechazan y buscan la transformación de la realidad, lo que los hace progresistas. Entonces, los conservadores se agrupan con quienes piensan igual y lo mismo hacen los progresistas, lo que da lugar a los partidos, al efecto de lograr que se vote por una u otra alternativa y se imponga la que sea mayoritaria. Eso es política. También suena bonito, pero también resulta que la ciudadanía está compuesta por gentes con muy distinto grado de información y de educación, que en nuestros países insuficientemente desarrollados se manifiesta en una mayoría desinformada y muy deformada, lo que facilita su manipulación por quienes tienen el poder de la comunicación. Eso ya no suena tan bonito, como tampoco suenan bien muchos otros peros que se le pueden acomodar al tema. Con todo, mi convicción está en que,  para conducir al país hacia derroteros de progreso y bienestar, se precisa de la política y de los políticos. Coincido con mis críticos en que la ciudadanía debe asumir un papel más protagónico en los asuntos que incumben a su expectativa de bienestar y progreso. Ciudadanizar la política y politizar a la ciudadanía.

     Alimento mi convicción con acontecimientos y casos que abonan a ella. El fenómeno Obama en los Estados Unidos es uno de ellos. Obama representa el triunfo del discurso político, por encima de cualquier otra modalidad. La capacidad de convocar destronó a la politiquería ramplona del cabildeo y del juego de intereses tras bambalinas; venció por sobre todos los factores en contra que su candidatura significó, comenzando por su origen racial y siguiendo por su escasa historia política. Lo difícil no fue ganarle a los republicanos, de eso se hizo cargo Bush; ganar la postulación demócrata a la Clinton fue la hazaña con la sola arma del discurso del cambio y de ser, en sí mismo, expresión de la posibilidad de tal cambio. El ciudadano común le creyó y atendió a la convocatoria en la elección. Creo que la de su discurso inaugural de este martes, tendrá el mismo efecto de convencimiento y desatará la fuerza de la iniciativa de la gente para reconstruir la pujanza de esa nación.

     También me entusiasma el accionar político de Hugo Chávez, también cifrado en el discurso convocador y convincente. Chávez hace política hablando y tomando decisiones ante el auditorio, compartiendo con la gente los razonamientos y haciendo explícita la reserva de la información cuando el caso lo amerita. Chávez no pregunta a la gente lo que quiere para diseñar un discurso a modo, ni se basa en encuestas para ajustar el tono. Chávez postula y convoca, la gente lo apoya o lo rechaza en los constantes procesos de consulta pública a que se ha sometido. A eso yo lo llamo ejercicio de la plena política y a Chávez el político cabal.

     Un elemento sustantivo del discurso es la actitud. La dignidad y la congruencia expresan más que muchas palabras. Es el  discurso político de Andrés Manuel, menos retórico pero más didáctico, que le ha convertido en el gran convocador para la transformación de la realidad mexicana. El suyo es un discurso directo, en el que se hace imprescindible el mirar a los ojos del auditorio y ser igualmente visto por la gente. AMLO es un político y hace política, no se vale que se le incluya en la descalificación que generaliza y no es el único, en torno a su convocatoria se han agrupado los verdaderos políticos y, habrá que subrayarlo en este caso, las mejores mujeres políticas.

     Finalmente, de lo que se trata es de credibilidad en la convocatoria y de congruencia en el actuar. Por cierto ¿tú le crees a Calderón?... yo tampoco.

     Correo electrónico: gerdez999@yahoo.com.mx.



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Gerardo Fernández Casanova


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