SHENANDOAH, Pensilvania, 29 de julio de 2008.- En lo que aparenta ser un tranquilo pueblo de Pensilvania, la intolerancia racial está a la orden del día y muchos de sus habitantes hispanos prefieren quedarse en sus hogares para evitar cualquier tipo de enfrentamiento.
Shenandoah es un pequeño pueblo de no más de una milla y media cuadrada de territorio, ubicado a tres horas de la ciudad de Nueva York, y que durante las últimas semanas fue noticia tras el asesinato a golpes de un joven mexicano de 25 años este mes.
La víctima, Luis Ramírez, murió el 14 de julio pasado, 30 horas después de recibir una salvaje golpiza por parte de un grupo de adolescentes blancos que actualmente se encuentran a disposición de la justicia.
La disputa comenzó en un parque de Shenandoah, cuando los jóvenes empezaron a molestar a Ramírez y a la chica gritándoles: “¡Oye, tú deberías irte de este vecindario!” y “Saca a tu novio mexicano de aquí”.
En la ciudad de 5,500 habitantes —de la cual un 10% es de origen latino, en su mayoría mexicanos seguidos de hondureños y dominicanos, todo el mundo tiene algo que decir, pero el temor por las represalias es más grande que su deseo de hablar.
“Preferimos quedarnos en la casa”, asegura Rafael Rejinfo, un mexicano de 42 años que en tono casi imperceptible subraya que vino a este país hace dos años “para trabajar; no me gustan los problemas por eso mejor prefiero quedarme aquí con mi familia y sólo salir a trabajar, ir a la iglesia y al supermercado”.
Es casi como “vivir en una prisión”, admite Reina Barbosa, quien aclara: “No todo el mundo es malo aquí, hay gente americana muy buena que nos saluda y trata de integrarnos en la comunidad”.
Uno de los pocos entrevistados que accedió a identificarse fue Jorge Pérez, propietario de la bodega La Guadalupana, de la calle Main, uno de los tres únicos negocios hispanos de Shenandoah, quien aseguró en tono firme: “Sí existe la discriminación en este pueblo”.
Pérez relató que en varias ocasiones jóvenes blancos lo han seguido y lo han insultado pero “prefiero sacarles la vuelta y no enfrentarme a ellos, por temor a que me ocurra lo que le sucedió a mi amigo, el era una buena persona y no merecía morir así”.
El comerciante, que reside hace 20 años en Shenandoah, afirmó que comúnmente en la esquina de la calle Main y la Lloyd, después de la escuela, se reúnen muchos adolescentes que se paran afuera de la pizzería “y se dedican a insultar a todos los latinos que se atreven a pasar por el lugar”.
El único sitio, aparentemente, a donde acuden todos los domingos los inmigrantes hispanos y se congregan más de 100 personas es en la iglesia de la Anunciación, a donde van a unirse en oración. Durante un servicio religioso el pasado domingo, el padre Jorge Winnie pidió orar “por las buenas relaciones y la paz del pueblo”.
Además, el religioso invitó a los feligreses para acudir a una serie de reuniones que tendrá la comisión de Relaciones Humanas de Pensilvania con miembros de la comunidad latina, para responder a preguntas relacionadas con la tensión causada por actos de discriminación.
El alcalde Thomas O’Neill describió su ciudad como “un lugar con una gran mezcla étnica”, y se rehusó a hablar sobre el crimen, aclarando que éste “debe ser dejado en las manos de la justicia”.
Y a pesar que los feligreses lamentan la muerte de Ramírez, conocido como “caballo”, se rehúsan a hablar del tema, argumentando que no quieren “problemas”. Otros, en tono resignado, aseguran que están acostumbrados “a que nos llamen mexicanos sucios”, pero coinciden en que los que más acosan a los latinos son los jóvenes.
Rose Walls, una residente del lugar por más de 30 años, pide que no se “califique a todos los blancos de la ciudad como racistas”. “Personalmente no tengo problemas con ninguna persona de otro origen étnico. No todos somos malos”, insiste.
Paloma Zamudio, de 21 años, e hija de Cornelio Zamudio, propietario del restaurante La Casita de Familia, el único restaurante mexicano de la zona, dijo que en su negocio “jamás hemos tenido ningún tipo de problema con nadie, nunca nos han roto ningún vidrio y, por el contrario, mucha de nuestra clientela es anglosajona”.
James Goodman, fiscal a cargo del caso de Ramírez, aseguró que lo ocurrido “ha llenado a la ciudad de tensión entre los grupos étnicos, por lo que deben calmarse los ánimos y esperar que el caso se resuelva en manos de la justicia”.
Roger Laguna, el abogado de uno de los tres jóvenes blancos arrestados por la muerte del inmigrante mexicano, ha manifestado que a pesar de los epítetos por la raza de la víctima, la pelea no fue motivada por odio racial. Sin embargo, la novia de la víctima, Crystal Dillman, también de Shenandoah, ha pintado una imagen mucho más racista de este pueblo y ha dicho que Ramírez era insultado con frecuencia con apelativos como “dirty mexican” (mexicano sucio).
La tensión a la que se refiere la mayoría de los entrevistados es evidente en Shenandoah, en donde los residentes de origen centroamericano se dedican a trabajar en jardinería y tareas agrícolas.
Pérez, el propietario de la bodega La Guadalupana, en la calle Main, apunta: “Para ser domingo, la calle luce desolada, es que nadie quiere salir, todo el mundo está temeroso”.
Protegido por los muros de la iglesia de la Asunción, el feligrés Rodolfo Martínez, quien conocía al mexicano muerto, se atreve a expresar cuál el sentir de la congregación de inmigrantes hispanos: “Todos los que conocimos a Luis esperamos que se haga justicia y que su muerte sirva para cerrar la brecha de odio e intolerancia racial que existe en algunos sectores, no sólo de esta ciudad sino de todo el país.”