Entrevistador: Carlos Carcione
Desde el inicio de la Revolución Árabe hemos seguido el proceso. En especial los textos de Santiago Alba Rico. He tenido el gusto de conocerlo en Túnez apenas unos meses después de la caída de Ben Alí. Y por las ruidosas calles de su capital, tan parecida en su bullicio y ritmo a Caracas, hemos aprendido a reconocer allí el espíritu de lo que trasmite cada línea de los artículos de Santiago Alba.
Pasado un año de comenzado ese proceso que está conmoviendo al mundo y luego de que hubiera participado de un encuentro de intelectuales en La Habana con la presencia de Fidel Castro, lo volvemos a entrevistar para compartir con nuestros lectores sus puntos de vista.
A más de un año del inicio de las Revoluciones Árabes ¿qué reflexión puedes compartir con nosotros?
Una reflexión, es obvio, mucho menos optimista que en febrero del año pasado. La lucha inesperada de los pueblos árabes contra las dictaduras -todas ellas (las dictaduras. N.D.R) apoyadas por el imperialismo o funcionales al mismo- ha puesto en dificultades a todas las fuerzas en la región, de izquierdas y de derechas, locales e internacionales. La dificultad para entender lo que está pasando, al margen de esquemas preconcebidos y absurdas teorías de la conspiración que hacen propaganda de la omnipotencia de EEUU en un momento de debilidad. Es la dificultad para aceptar que son las poblaciones árabes las que se han puesto en marcha de manera espontánea, sin organización ni dirección partidista; y por eso inmediatamente los pueblos mismos se han convertido en objeto de toda clase de tentativas de manipulación, cooptación o represión, según el país.
En términos locales, las fuerzas mejor organizadas para explotar el impulso popular eran las islamistas; en términos internacionales, los EEUU y sus aliados del Golfo, sin olvidar a Turquía, con su propio proyecto independiente. Pero hay que subrayar dos cosas: que ese impulso popular estaba igualmente justificado en todas partes y que las diferencias las ha introducido precisamente la intervención posterior que está tratando de limitar los daños para los intereses occidentales.
A fin de impedir la democratización del mundo árabe se está recurriendo a los más variados instrumentos: en unos casos, resignados a la victoria popular, se trata de gestionar una “transición a la española” con la colaboración de los partidos islamistas moderados (Túnez y en parte Egipto); en otros se ha intervenido militarmente a favor de los rebeldes (Libia) con el resultado contradictorio de corromper el levantamiento sin controlar el territorio; en otros se ha intervenido militarmente en contra de los rebeldes (Bahrein) para proteger los intereses de Arabia Saudí y de EEUU en el Golfo; en otros se interviene a favor de los rebeldes a regañadientes (Siria) pero sin apostar por la intervención militar, por el temor a una desestabilización apocalíptica de Oriente Próximo; en otros se apoyan reformas preventivas (Marruecos, Jordania, Argelia) o cambios controlados de carácter muy limitado (Yemen); en casi todos, incluidos Kuwait, Emiratos, Arabia Saudí, se utiliza el aparato policial para reprimir las protestas. Lo que debe quedar claro es que son los movimientos populares con su reclamación de dignidad y democracia los que han obligado a los EEUU y sus aliados a cambiar por completo sus políticas en la zona: a negociar con quien hasta ahora perseguían y a diversificar sus procedimientos de intervención a la medida de una nueva situación. Esa nueva situación es muy peligrosa, pues altera por completo un estatus quo aceptado por todos y porque activa un hervidero de nuevas luchas inter-imperialistas (con Rusia, China e Irán muy presentes) y de conflictos sectarios (chiismo/sunnismo), hasta ahora contenidos por el prestigio de Hizbullah, cuyo resultado puede ser catastrófico.
Pero eso no debe llevarnos, en ningún caso, ni a negar ese impulso popular ni a regatearle legitimidad. De hecho, Hizbullah ha perdido parte de su prestigio por aplicar el mismo doble rasero que han aplicado las grandes potencias y cierto sector de la izquierda: según ese doble rasero, habría dictaduras buenas y dictaduras malas y por tanto revueltas buenas y revueltas malas. Pero lo cierto es que las poblaciones árabes, unidas de nuevo por una especie de panarabismo antidespótico, no ven ninguna diferencia entre los dictadores que los sojuzgan ni entre las revueltas que los combaten.
¿Cómo interpretas las distintas visiones en la izquierda mundial frente al proceso. Teniendo en cuenta que hay una, “mayoritaria”, que luego de la revolución en Egipto, empezó a desplegar una defensa a-critica de las dictaduras empezando con la de Gaddafi y siguiendo ahora con el gobierno sirio?
Es necesario insistir. Lo que se pone en marcha en enero de 2010 nada tiene que ver con la geopolítica. No es una lucha entre “potencias” o “intereses” nacionales; nada tiene que ver con “bloques”. Es una guerra entre los pueblos y las dictaduras. En una guerra así, no hay duda acerca del partido que tiene que tomar la izquierda. No creo que la izquierda de la que hablas sea mayoritaria, pero sí tiene una fuerte influencia, porque en algunos casos está incluso en el gobierno; y ese sector de la izquierda, en lugar de celebrar el levantamiento de los pueblos árabes y tratar de “intervenir” para apoyar y reforzar sus potencialidades sociales y democráticas, ha reaccionado con poca comprensión y a la defensiva, alejándose de ellas y a veces hasta condenándolas abiertamente. Desde ese sector de la izquierda, los pueblos tunecino y egipcio fueron vistos con condescendencia, el bahreiní y yemení con indiferencia, el libio y el sirio directamente como enemigos.
Los mismos que apoyaron la lucha contra Batista, Pinochet, Somoza, Duvalier o Videla; los mismos que consideran justamente legítima la rebelión cívico-militar de 1992 en Venezuela tras el caracazo de 1989 -donde se disparó contra el pueblo en las calles de Caracas- se han alejado de sus principios para cometer además un doble error estratégico. Al abandonar las revueltas árabes han permitido que las potencias imperialistas y reaccionarias, pilladas a contrapié, debilitadas y en dificultades, se apropien de nuevo del territorio y, lo más peligroso, del discurso. Pero es que además, al abandonar la lucha de unos pueblos que reclaman lo mismo que en Venezuela, Cuba, Bolivia o Ecuador (dignidad y justicia) y apoyar frente a ellos a tiranos como Gadafi o Al-Assad, están alimentando una identificación absurda, fraudulenta, entre proyectos incompatibles, una identificación que vuelve vulnerables las revoluciones latinoamericanas y autoriza campañas mediáticas repugnantes que buscan desacreditarlas y destruirlas.
Chávez era un héroe en el mundo árabe tras su reacción ante la guerra contra el Líbano de 2006 y la valiente ruptura de relaciones con Israel en enero de 2009; hoy es “el amigo de Gadafi y Al-Assad”. No se puede pedir a los pueblos árabes que luchan contra las dictaduras que entiendan las políticas de Estado de América Latina; hay que pedir a América Latina que escuche a nuestras fuerzas afines en la zona. A mediados de diciembre, por ejemplo, se reunieron en Beirut 22 partidos comunistas y organizaciones marxistas árabes; las discusiones, de las que no hay traducción, son muy interesantes, pero el comunicado final, reproducido en Rebelión (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=143538) deja muy clara la posición de la mayor parte de esas fuerzas: oposición total al imperialismo y apoyo a las revoluciones democráticas (dos cosas que para ellos no sólo no son incompatibles sino de algún modo idénticas). Incluso criticando, por ejemplo, la expulsión del embajador sirio de Túnez, seis partidos de la izquierda radical tunecina, entre ellos el PCOT, firmaban el pasado día 6 un comunicado cuyo primer punto es el siguiente: “renovar nuestro apoyo a la revolución del pueblo sirio y sus fuerzas patrióticas en su lucha contra el despotismo (http://www.albadil.org/spip.php?article4078).
Hemos leído tu artículo sobre la cobertura de los medios alternativos del proceso árabe luego de tu viaje a La Habana. Puedes sintetizar para nuestros lectores esa posición.
Es muy sencillo. En los diez últimos años, el desprestigio de los medios hegemónicos ha sido inversamente proporcional al de los medios alternativos porque ellos mentían y nosotros no. Nuestra credibilidad se cimentó en torno a algunos acontecimientos de todos conocidos y muy especialmente de dos: la invasión de Iraq en 2003, basada en mentiras de las que muchos medios convencionales se hicieron eco; y la tentativa de golpe de Estado contra Chávez en Venezuela un poco antes. Frente a la “inseguridad informativa” y el “terrorismo mediático”, dos grandes medios (Telesur y Al-Jazeeera) junto a un puñado de páginas en internet, constituyeron un frente de verdadera contrainformación que ofrecía información creíble fundada en principios deontológicos firmes. Uno de los efectos negativos de las revoluciones árabes es el descrédito que han sufrido tanto Telesur (implicada en la defensa acrítica de Gadafi y Al-Assad) como Al-Jazeera, financiada por Qatar, parte activa en las intervenciones en Libia y en Siria.
Los medios alternativos en internet han sufrido también un menoscabo importante. Lo que yo decía en mi artículo es que hacer contrainformación es informar bien, con más veracidad y mejores fuentes que las suyas; porque el peligro de invertir simplemente el discurso dominante es el de que en esta ocasión -no es la primera- los medios hegemónicos están usando también la verdad (la de que hay levantamientos populares contra las dictaduras). En Iraq usaron la mentira y nosotros la verdad; aquí ellos usan la verdad, a modo de propaganda y para degradarla, pero la verdad, y a nosotros a veces no se nos ocurre otra cosa que recurrir a la mentira o, aún más, al negacionismo: negar las matanzas del régimen sirio o la existencia de una revuelta popular legítima y mentir sobre Gadafi o Al-Assad, presentados tantas veces como paladines del anti-imperialismo, el humanismo y el socialismo (usando para ello, como los medios que denunciamos, toda clase de datos falsos o falseados, incompletos o manipulados).
Por principio, los medios alternativos deberían renunciar a reproducir los procedimientos propagandísticos y de manipulación que denunciamos en el enemigo; pero es que además nuestras mentiras, al contrario que las suyas, sencillamente nos desacreditan. Los imperialistas tienen los recursos materiales -y militares- para convertir una mentira en una realidad. Nosotros no. Nuestras mentiras se convierten sencillamente en la tumba donde enterramos nuestros principios y nuestra superioridad ética. Y donde enterramos también el frente contrainformativo que habíamos comenzado a construir.
Tras las revoluciones árabes la inseguridad informativa es total, como es total la incertidumbre geoestratégica. Podemos reprochar a los pueblos árabes que se hayan levantado, que quieran democracia y dignidad, podemos acusarles de ponernos en dificultades; y podemos hasta considerarlos una fuente de inestabilidad y peligros. Pero más sensato sería revisar nuestros conceptos, si es que aún estamos a tiempo, y asumir nuestra parcial responsabilidad, política y mediática, si este colosal movimiento de masas, potencialmente tan prometedor, acaba representando un retroceso, y no, como esperamos un progreso, en la lucha por la liberación de los pueblos.