Finalmente la derecha oligárquica paraguaya ha
conseguido su objetivo: el presidente Lugo ha sido derrocado sin pena ni
gloria. Sobre todo esto último.
Este golpe palaciego, ejecutado en tiempo récord, no
es sólo el producto de una maniobra de los sectores más retrógrados de
la política local, firmemente anclados en las ideas de la dictadura
stronissta, que gobernó el país durante 35 años y alargó su presencia en
los gobiernos que le sucedieron, sino que aparece como el resultado de
una estrategia ofensiva que el imperialismo norteamericano viene
desarrollando en todo el continente.
¿Por qué decimos esto? Si por un momento observamos
el mapa latinoamericano, y vemos las últimas iniciativas encaradas por
el Comando Sur, al ir instalando bases en cada uno de los países que
consideran claves para desarrollar sus tareas injerencistas, nos daremos
cuenta que lo del Paraguay es la consecuencia lógica de un nuevo
operativo de ocupación territorial. A los antiguos enclaves militares
donde flamea la bandera norteamericana y se confunden instructores
gringos con tropas del país que los acoge, se han ido sumando ahora la
bases de "ayuda humanitaria" que abren el camino -con abiertas
complicidades locales- a la presencia explícita o encubierta de los
invasores.
A esto se le suman los distintos reveses electorales
a manos de la derecha que vienen produciéndose en varios países en los
dos últimos años, como consecuencia de la reacción imperial frente al
saludable ejercicio para los pueblos de haber instalado durante más de
una década, por el voto directo, a gobiernos revolucionarios y
progresistas. Pero si hoy
sacamos la cuenta de cuántas de esas experiencias quedan en pie, nos
sorprenderíamos. Ya gobierna la derecha en Chile, Paraguay, Panamá,
Guatemala, Costa Rica, Honduras, Colombia y México, mientras se
encuentran en un proceso de transición -por debilidad ideológica o por
simple traición a sus postulados originales- Perú y El Salvador, cuyos
mandatarios no dejan de halagar a Washington en detrimento de la alianza
antiimperialista forjada en los países del ALBA.
Es en este marco entonces, que sobreviene el golpe
en Paraguay. Pero aquí hay otro elemento que no puede dejar de
mencionarse. Y es el papel que ha jugado el propio presidente Lugo. Por
un lado, a la hora de gestar la alianza que lo llevó al Gobierno,
quedaba claro que ésta se manifestaba en dos importantes sectores: por
un lado el movimiento popular nutrido especialmente del combativo
campesinado paraguayo, ese mismo que significó un dolor de cabeza para
el dictador Stroessner y los latifundistas del Partido Colorado. En el
otro andarivel de la misma coalición, estaba el centroderechista Partido
Liberal Radical Auténtico (PLRA). Un nucleamiento que en esencia sigue
sosteniendo los postulados ideológicos de su casa matriz, los colorados
stronisstas. Ellos precisamente colocaron en un sitio clave, la
vicepresidencia, a Federico Franco, el Judas que ahora se ha hecho con
el poder como consecuencia del golpe parlamentario, militar,
judicial y eclesiástico.
Siempre se sostuvo, desde las filas del luguismo que
esa coalición electoral era necesaria, porque si no resultaría
imposible vencer a la oligarquía del Partido Colorado, el problema es
que una vez en el gobierno, las concesiones se hicieron ostensiblemente
inclinadas hacia ese sector. El propio Lugo, que cuando era Obispo en
San Pedro, se había juramentado a conseguir la reforma agraria y otras
reivindicaciones para "su pueblo campesino ", fue dándole lentamente la
espalda a estas demandas. Más aún, no dudó en generar nuevos proyectos
de ley para reprimir a quienes le cuestionaban sus promesas incumplidas.
Antes de llegar a la reciente masacre de Curuguaty,
hubo numerosos y graves hechos de violencia estatal contra el
campesinado, que después de un primer año de espera y frustración, se
decidió a hacer lo que marca la historia del Paraguay contemporáneo:
ocupar tierras para sobrevivir en un país donde el 20% de las familias
agrarias de la oligarquía son dueñas del 80% del territorio. Situación
que se ha ido agravando por la falta de respuesta estatal ante la
invasión que producen desde Brasil los pulpos sojeros (denominados
"brasiguayos") que no dudaron en expulsar a los campesinos paraguayos de
las pocas hectáreas que les pertenecían.
Para detener las demandas y protestas campesinas,
Lugo se vio presionado a aceptar las recetas del Imperio, gestadas por
la oligarquía colorada latifundista. Así fueron aprobadas la ley
antiterrorista y la militarización del norte paraguayo, con la
consiguiente detención arbitraria de cientos de campesinos, o la
criminalización permanente de aquellos dirigentes históricos que exigían
detener la represión. Para "capacitar" aún más a la policía paraguaya,
Lugo se abrazó con su colega Uribe Vélez, y comenzó un trasiego de
instructores del temible DAS colombiano, justamente en el momento en que
los países del ALBA demandaban al gobierno colombiano por dar luz verde
a nuevas bases norteamericanas en su territorio.
Lugo fue eligiendo, por debilidad o por falta de
voluntad política, ejercer un mando muy condicionado. Si bien de
fronteras para afuera parecía comulgar con el pensamiento rebelde de los
países que enfrentan a diario al Imperio, en el quehacer local se
enredaba constantemente en una telaraña que lo fue alejando de quienes
más lo apoyaron.
Lo ocurrido en Curuguaty desbordó el vaso. La
policía stronissta que Lugo no supo o no pudo depurar, montó un
operativo represivo -como otros tantos, salvo que en éste se encontró
con resistencia campesina- y el resultado fue una masacre. Frente a esos
graves hechos, Lugo se preocupó más en calmar los reclamos del
latifundista colorado Blas Riquelme y en dar los pésames por los
policías muertos, que en consolar a los familiares de los once
campesinos asesinados y en algunos casos, previamente torturados. Más
aún, en declaraciones pronunciadas en las primeras horas, no dudó en
criminalizar a quienes ocupaban tierras -sabiendo que las mismas eran
mal habidas- como resultado de demandas históricas nunca tenidas en
cuenta. De los hechos de Curugaytí quedaron también numerosos detenidos,
que también fueron torturados, y a los que ahora se los acusa de
homicidio.
Si faltaba algo para demostrar que el ex presidente
-el que legítimamente había sido elegido por los sectores populares- ya
no gobernaba, vinieron las designaciones de un nuevo ministro del
Interior y el jefe de policía, ambos comprometidos con la corrupción y
la represión generada durante años por el partido Colorado.
Con todos estos ingredientes, y la decisión de sus
aliados del PLRA de darle definitivamente la espalda, la caída de Lugo
fue cuestión de horas. A pesar de ello, demostrando una vez más la
nobleza del sufrido pueblo paraguayo, miles de campesinos cortaron rutas
y se movilizaron hacia Asunción, rechazando el juicio político a un
Presidente en el que ya no confiaban pero que preferían una y mil veces
antes de que retornaran los herederos de Stroessner. Ante esa patriada
de urgencia, Lugo vuelve a fallarle a su pueblo y literalmente se
suicida. No resiste ni llama a resistir. Acepta mansamente, al revés de
lo que hizo su colega Zelaya, la resolución de los golpistas, con la
excusa baladí de no violentar la justicia. Ni siquiera opta por jugar la
carta posible, de amotinarse, sabiendo que contaba no sólo con el
respaldo del pueblo en la calle sino que también lo favorecía la unánime
solidaridad de los gobiernos de la
UNASUR.
Ahora que la suerte ya está echada y que Paraguay se
ha convertido en una nueva Honduras, seguramente el campesinado y los
trabajadores del Paraguay, habrán de sufrir las peores consecuencias de
lo que se ha gestado, pero como lo han hecho a lo largo de décadas,
están obligados a volcar toda su imaginación en nuevas fórmulas de
resistencia.
En Paraguay, el imperialismo ha vuelto a probarse a
sí mismo lo fácil que le resulta derrocar un gobierno, y deja la
advertencia de que no cejará de intentarlo en otros países del
continente. A la vez, estos hechos ofrecen varias consecuencias que es
indispensable tomar en cuenta:
1) Las limitaciones de gobiernos que no
se deciden a avanzar, de la mano de sus pueblos, en el enfrentamiento
contra el Imperio (como bien lo han hecho Venezuela, Bolivia, Ecuador y
Nicaragua, o como siempre ha demostrado Cuba socialista). En ese
sentido, de poco sirven los coqueteos o licencias que se otorgan en el
continente a las trasnacionales, que actúan como quinta columna de los
intereses del capitalismo salvaje;
2) No es posible gobernar si no se
depuran (o por lo menos se lo intenta) las instituciones centrales que
durante años han respondido a la derecha oligárquica y pro-imperialista
de cada país. Justicia, Fuerzas Armadas, Iglesia, Medios
de comunicación, terminan siendo el acicate desde el cual se
desestabilizan los procesos de cambio en el continente. Las experiencias
paraguaya y hondureña son el mejor ejemplo de ello.
3) De nada sirve, en la necesidad de llegar al
poder, gestar alianzas contra natura. Tarde o temprano, esa posibilidad
golpea como un boomerang en la cabeza de quienes la gestaron.
En Paraguay empieza otra etapa, en la que la
solidaridad latinoamericana -la popular y también la diplomática- no
debe ceder en la idea de apoyar las demandas de los más humildes en su
lucha por la tierra y contra el latifundio, en exigir el cese de la
represión y el paramilitarismo, en reclamar la salida del país de los
personeros imperialistas de la USAID y el cierre de la base yanqui en
Mariscal Estigarribia. También es de suma urgencia en la actual
coyuntura, conseguir, con la presión internacional, la inmediata
libertad de las y los presos políticos que desde hace años se hacinan en
las cárceles del país, entre ellos los seis campesinos extraditados
desde Argentina, a los que la injusticia paraguaya quiere condenar a
prisión de por vida. Para ellos, en lo inmediato, se hace imprescindible
solicitar que puedan ser visitados por organismos de Derechos Humanos
para comprobar su estado de salud, porque no es para nada
exagerado imaginarse que sobre sus cuerpos, se descargue todo el odio
de la oligarquía paraguaya ahora en el Gobierno.