Racismo, clase media e inmigración europea (II)

Programa “Temas sobre el tapete” del 4 de julio de 2007 en RNV canal 91.1 FM

Transcripción libre de Mariela Sánchez Urdaneta, revisada y corregida por Vladimir Acosta. Especial para aporrea.org

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Buenos días, amigas y amigos de Radio Nacional de Venezuela. Hoy vamos a continuar con el tema de la semana pasada y a darle fin. Por razones de tiempo y porque supongo que quienes escuchan este programa escucharon el de la semana pasada, esto es, la primera parte de este tema, no voy a resumir todo lo dicho y me limitaré a recordar que, como ya señalé en ese programa del miércoles pasado, Venezuela sólo logró atraer inmigración europea en forma significativa luego de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, en especial procedente de España, de Italia y Portugal, y que esos europeos prosperaron en unas pocas décadas porque se esforzaron en lograrlo pero también porque contaron con muchas ventajas en la Venezuela de entonces. Dije, y repito, que tuvieron al menos tres ventajas básicas sobre el venezolano. Permítanme de recordarles otra vez esas tres ventajas para luego continuar con lo que sigue.



I. CONTINUANDO CON EL TEMA DE LA INMIGRACION

La primera, que su situación de miseria y de pobreza los impulsaba, al emigrar, a tratar de progresar en su nuevo país emprendiendo cualquier tipo de esfuerzo, cualquier tipo de trabajo y haciéndolo a cualquier precio, comiendo -como se decía en los años de Pérez Jiménez- gaseosas, cambures y emparedados de mortadela. Realmente hicieron un enorme esfuerzo por progresar. La segunda, que su cultura europea, que era ya una cultura abiertamente capitalista, una cultura de trabajo, de competencia, de “quítate tú para ponerme yo”, les daba una ventaja grande sobre los venezolanos porque éstos, sobre todo en esos años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, eran mucho menos capitalistas que hoy, estaban más ligados a la sociedad tradicional, y, al ser mucho menos capitalistas, tenían también mucho menos espíritu egoísta, competitivo, y al mismo tiempo -pese a ser pobres- estaban menos presionados que los emigrantes porque vivían en su medio, que era solidario, y al existir la solidaridad se podían prestar ayuda entre ellos, mientras que un grupo de inmigrantes que no conoce a nadie ni tiene familia debe apoyarse en gente de su propia nacionalidad y tiene que hacer más esfuerzo para progresar. Y en tercer lugar los ayudó mucho el color blanco y la condición europea, porque eso permitía que los criollos venezolanos los vieran como blanqueadores, como una suerte de detergente social y racial.

La mayoría de esos inmigrantes prosperó con su esfuerzo, nadie niega eso, pero también lo hizo aprovechando esas ventajas culturales y raciales que los hacían ver por los criollos de la élite como superiores al propio venezolano, al que siempre han calificado de flojo porque se ha resistido a que lo exploten. Pusieron bares, restaurantes, talleres mecánicos, carnicerías, abastos y zapaterías. Algunos, italianos sobre todo, lograron posiciones económicas y de poder ya en tiempos de Pérez Jiménez. Luego vino la democracia cuartorepublicana, que en su primer período produjo ciertos cambios modernizadores en el país: masificó y democratizó la educación y estimuló el desarrollo del capitalismo dependiente en Venezuela. Los hijos de inmigrantes tuvieron así acceso a la educación gratuita, se convirtieron en profesionales, en cuadros y técnicos y aumentaron también su ventaja comparativa porque si un albañil europeo, blanco, luce mejor en Venezuela que un albañil venezolano, de piel obscura o negro, con más razón un economista hijo de europeo y blanco es mejor partido que un economista venezolano mulato. Las nuevas generaciones de inmigrantes, hijos de inmigrantes, ya no fueron entonces por fuerza panaderos o dueños de bares. Mientras su padres progresaban y ampliaban sus negocios ellos adquirieron más poder, formaron empresas, y se asociaron a distintos medios de comunicación. Entraron casi todos a formar filas en la clase media y como se trataba entonces de una clase media en ascenso algunos de ellos asumieron posiciones progresistas. Pero en general la mayoría se fue asociando a la élite del poder, se casaron con las hijas de ésta, blancas o mestizas, para ascender, cambiaron blancura europea por billete y poder, y sus nietos terminaron ya siendo prósperos venezolanos de inmediato origen europeo, integrantes de la élite criolla, renovada en parte por sus padres, y luego por ellos mismos.

Sus nietos son hijos de cuadros, de técnicos, de profesionales y de medianos empresarios, muchos de ellos vinculados a la política y a los gobiernos de Acción Democrática y Copei (en esas mafias gobernantes de la Cuarta República, en esas mafias entreguistas y saqueadoras de adecos y copeyanos, tuvieron mucho peso diversos grupos empresariales y técnicos de origen español, portugués e italiano) de modo que sus nietos, convertidos hoy en profesionales prósperos y ricos, ya no recuerdan ni quieren recordar para nada su origen pobre, el de sus abuelos, ni los compromisos izquierdistas que pudieron tener algunos de sus padres en otra época (sus padres quieren recordarlos todavía menos), porque la mayoría de ellos, padres e hijos, es parte de la élite política y económica dominante aun en el país, de esa élite oligárquica que se opone a este proceso bolivariano de participación y ascenso de los sectores populares, porque en él ve amenazado su poder, siente amenazado su dominio monopólico de éste. Y se oponen no tanto porque el proceso en realidad les perjudique, pues, salvo en lo tocante a la pérdida parcial del poder monopólico que ejercían hasta hace poco sobre el país las minorías más ricas, lo que solamente afecta a éstas, no es ese el caso para las capas medias de las que ellos en forma mayoritaria son parte (de hecho ellos siguen prosperando en el campo económico y profesional, y aunque se resisten enconadamente a pagar impuestos, a ellos con el actual crecimiento actual se les abren nuevas posibilidades). De modo que para esas capas medias el gran motivo de su oposición frontal a la Venezuela bolivariana es que ellos no soportan que se les acerquen o igualen los de abajo, los pobres que van dejando de ser pobres, los que no son tan blancos o europeos como ellos.

El hecho es que aquí se han fundido en uno dos procesos: el crecimiento en estas últimas décadas de nuestra clase media, y el que buena parte de esa clase media se haya ampliado y renovado con gentes de origen europeo. El resultado ha sido una clase media que no se siente del todo venezolana, que se niega a aceptar la nueva legalidad venezolana, y que desprecia al pueblo, a los pobres, a los de piel más obscura. Y por eso en su seno están creciendo y expresándose cada vez en forma más abierta el desprecio que siente por lo venezolano y por los venezolanos, su elitismo y su racismo.

Y permítanme una digresión.

Porque hay algo patético en todo esto. Ya que no toda esa clase media es de reciente origen europeo. Debido al crecimiento capitalista dependiente del país en el último medio siglo, ocurre que muchos de sus integrantes son mestizos, mulatos y hasta zambos venezolanos que lograron ascender socialmente e incorporarse a la llamada clase media. Estos venezolanos, por supuesto, tampoco quieren para nada recordar sus orígenes humildes. Estudiaron gratis, ellos y sus hijos. Prosperaron. Se hicieron profesionales. Aprovecharon la bonanza petrolera adeco-copeyana. Forman parte de la generación mayamera del ‘Ta barato, dame dos’. Más que europeos, se sienten yankees. Adoran a los Estados Unidos. Hace ya varias décadas que salieron de Prado de María, de El Cementerio o La Pastora para mudarse a El Cafetal, a La Urbina o a Prados del Este. Y algunos llegaron hasta Alto Prado o Terrazas del Avila. Que nadie les recuerde que alguna vez vivíeron en El Cementerio. Ahora se sienten parte de la élite. Pero aunque ascendieron en la pirámide social no dejaron en su mayoría de ser mestizos; y lo que menos soportan es que otros como ellos también asciendan, lo que menos soportan es se les acerquen en su ascenso los de abajo, porque esos son tan morenos como ellos, ya que al menos los de cercano origen europeo tienen la ventaja de su piel blanca para distinguirse de los pobres que ascienden, que son en su mayoría de piel obscura. De modo que esos venezolanos mestizos y mulatos de clase media resultan grotescos cuando, al parecer por no haberse visto nunca la cara en un espejo, asumen también actitudes racistas como las de sus congéneres europeos o casi europeos. Y lo patético es que vemos con frecuencia en esas marchas y protestas callejeras de clase media que califican al Presidente Chávez de zambo, negro o mono, y que enarbolan consignas racistas y clasistas contra negros y mulatos y contra pobres y ‘tierrúos’, a muchos opositores a Chávez que si no fuera por lo disociados que están mentalmente y por el carácter visceral, irracional, que tienen sus protestas, si no fuera porque no se dan cuenta de que lo único que los distingue de eso que la derecha llama chusma es la ropa costosa que visten y los signos de status social elevado que ostentan, tendrían que retirarse indignados de esas marchas.



II. PIRAMIDE SOCIAL Y PIRAMIDE RACIAL. CLASES Y COLOR DE PIEL


Pero, analicemos esto con más precisión, con más calma.

Algo que no entienden o no quieren ver los racistas es que todos los pueblos del mundo son mestizos, todos, que no hay grupos humanos étnicamente puros, y que los seres humanos, en medio de guerras, invasiones, conflictos, expansiones o conquistas territoriales, no han hecho otra cosa que no sea mezclarse y cruzarse a lo largo de toda su historia. Pero como el mestizaje se hace más evidente cuando se cruzan o enfrentan pueblos o grupos étnicos en los que las diferencias físicas son más perceptibles, no deja de ser cierto que hay pueblos o países en los que puede decirse que el mestizaje, renovado además a lo largo de siglos y siglos, no se nota; o sólo resulta perceptible justamente para enfermos mentales como los racistas, que buscan apoyarse en cualquier diferencia, no sólo étnica o física, sino nacional, linguística, cultural o religiosa, para alimentar distinciones de supuesta superioridad e inferioridad entre pueblos y grupos humanos a fin de conducirlos al odio y al conflicto por razones tan criminales y absurdas como estas.

Lo que quiero señalar es que en toda sociedad de clases, y desde hace ya milenios no hay ninguna que no lo sea, siendo el capitalismo la expresión más clara de esas sociedades de clases, existe una pirámide social en la que los trabajadores, los obreros y los campesinos, los pobres, los excluidos, los más explotados están abajo, formando por decirlo así su base, y en la que a medida que se asciende y se estrecha la pirámide, se ubican otras clases menos explotadas y más cercanas al poder, como las llamadas capas o clases medias, hasta llegar al vértice, al espacio más pequeño y más alto, en el que se ubica la minoría rica y explotadora, la clase capitalista o burguesa, la dueña del poder. En las sociedades que son más o menos homogéneas desde el punto de vista étnico, como era el caso de las sociedades europeas hasta hace un siglo, antes de los grandes desplazamientos hacia Europa de masas explotadas procedentes de sus antiguas colonias africanas o asiáticas, o como son todavía de hecho unas pocas de esas sociedades, las diferencias sociales y la explotación misma sólo se expresaban en lo esencial en términos sociales, clasistas. En esos casos, pobres y ricos, obreros y campesinos y terratenientes y capitalistas, capas medias y hasta excluidos, o sea prácticamente todos, explotados y explotadores, eran de igual color, de igual origen, de igual cultura y religión. La sirvienta era tan rubia o tan blanca como el ama de casa, el campesino tan blanco como el terrateniente, el rico patrón capitalista tan blanco como el obrero, o al menos como la mayor parte de los que trabajaban para él, ya que no era raro que existieran también trabajadores pobres extranjeros. Así, al menos en condiciones usuales de explotación en esas sociedades los conflictos de clase eran en lo esencial eso: conflictos de clase que, salvo excepción, no tenían por qué cargarse de rasgos o componentes raciales.

Pero no ha sido así en nuestra historia latinoamericana, al menos desde la invasión europea, llamada Conquista por los libros de Historia. Porque la Conquista significó la imposición a la población indígena originaria de una minoría blanca europea que se apropió del poder y la riqueza, que importó de Africa mano de obra esclava, negra, que se mestizó en parte con esa población indígena y también con la africana dando origen a los llamados criollos, pero que se renovó constantemente como minoría blanca para ejercer su dominio colonial sobre el resto de la población, generando así un esquema o cuadro social o socio-racial que se ha mantenido en lo esencial vigente desde entonces hasta ahora no obstante inevitables cambios de carácter igualitarista o democratizador conquistados a partir de la Independencia y a lo largo de los siglos XIX y XX. El resultado es que en nuestro caso –me refiero concretamente a Venezuela, pero algo parecido ocurre en otros países de nuestro continente– a la usual pirámide social clasista claramente definida hoy en términos capitalistas se le superpone, como he señalado en otras ocasiones, una pirámide racial que la refuerza. Es decir, que en Venezuela los explotados, los que ocupan la base de la pirámide social, esto es, los obreros, los campesinos, los trabajadores, los pobres, los excluidos son, salvo excepciones o grupos limitados, gentes de piel morena o negra, mientras las élites se han conservado blancas o mestizas, y las clases medias también, aunque menos que las élites. De modo que grosso modo es posible apreciar que así como en la pirámide social se asciende de trabajadores a grandes capitalistas pasando por las capas medias, en la pirámide racial se aprecia que a medida que se asciende hacia el vértice social, el vértice del poder, el color de las pieles se aclara desde el negro o el pardo oscuro hasta el claro o el blanco.

Pero además, y esto es válido para los sectores medios de la pirámide aunque sin limitarse por supuesto a ellos porque ocurre todavía más en el caso de la minoría más elitesca, esa doble pirámide social y racial, por obra de patrones racistas alimentados a lo largo del período republicano por la élite criolla, por obra de su renovación mediante inmigración europea postcolonial y sobre todo por obra de su inserción masiva en la pirámide social venezolana en tiempos más recientes, ocurre que en nuestro caso la pirámide social no sólo se combina y refuerza con una superpuesta pirámide racial sino que esta doble pirámide cobra en buena parte tintes neocoloniales y perfiles extranjeros.

El resultado ha sido y es preocupante porque no sólo la clase dominante, la oligarquía, sino también buena parte de la clase media venezolana es extranjera por sus vínculos, por sus ideas, por su origen inmediato. Buena parte de ellos actúa como extranjeros. No actúan como venezolanos, lo que ha quedado demostrado claramente en la conflictividad desatada por este proceso bolivariano. No actúan como venezolanos. Numerosos miembros de esa clase media actúan incluso como agentes coloniales. La oligarquía actúa como agente colonial de Estados Unidos y la clase media, por su origen más cercano y directo, actúa –al menos buena parte de sus miembros- como agentes o representantes de sus patrias europeas. Esa clase media, lo dije la semana pasado y lo repito hoy, se siente como una suerte de minoría dominante europea en su colonia, como si hubieran recuperado muchos de ellos su colonia, como si viviéramos todavía en el siglo XVII o XVIII. Y esa gente trata al pueblo venezolano con desprecio, como si fuera un pueblo inferior, un pueblo colonizado, como suelen tratar los colonizadores con ‘nativos’.

Hago de nuevo la necesaria distinción (recuerden que estoy generalizando). Aquí hubo y hay muchos inmigrantes que sí se integraron al país, que sí se hicieron venezolanos tanto ellos como sus hijos y sus nietos; es más, algunos de los nietos de esos inmigrantes europeos son hoy incluso mucho más venezolanos que otros venezolanos de esos que ni siquiera tienen sangre reciente europea para justificar su pretendido racismo y que son justamente quienes piden a gritos la invasión de Venezuela por Estados Unidos porque ellos se sienten ya más estadounidenses que europeos. Esto también hay que tomarlo en cuenta y no olvidarlo nunca.

Pero por desgracia el de los inmigrantes e hijos de inmigrantes europeos integrados al país, convertidos en venezolanos, no es siempre el caso. Yo estoy convencido, aunque no tengo cifras ahora a mano, (uno lo ve en los ambientes de clase media a que me referí en el anterior programa) de que una buena parte, muy probablemente la mayoría de esos inmigrantes, de sus hijos y sus nietos, no se integraron realmente al país. Se integraron, sí, a la élite que los estaba esperando para blanquearse pero esa élite siempre fue excluyente y despreciadora de su país y de su pueblo, de modo que pese a su origen europeo humilde ellos, prevalecidos de su blancura europea, se acostumbraron a mirar como inferiores a los pobres, a los mestizos, mulatos y negros y en general, a los venezolanos como inferiores. Los han mirado con desprecio, los han mirado con mentalidad colonial, han tratado a la venezolana y al venezolano como inferiores y han despreciado profundamente la cultura venezolana. Muchos de ellos ni siquiera aprendieron bien el idioma del país, como la patética vieja siciliana del reciente programa de Televen. Crearon sus propios centros, se mantuvieron en sus clubes, se formaron, educaron y reunieron permanentemente allí constituyendo unos guetos decididos por ellos porque nadie los obligaba a encerrarse en ellos: su Hermandad Gallega, su Centro Italiano, su club Hebraica, etc.; se educaron en sus propios colegios italianos o españoles, colegios españoles, por cierto, dirigidos por una banda de curas y monjas fascistas, franquistas, que se van renovando con nuevas importaciones derechistas españolas de generación en generación, y que todavía siguen dominando en esos colegios privados religiosos.



III. OLIGARQUIA, CLASE MEDIA, RACISMO Y ORIGEN EUROPEO


El hecho preocupante, pues, es que tenemos aquí en Venezuela no sólo una oligarquía que por sus vínculos, sus intereses e ideas, funciona como una minoría ocupante extranjera que desprecia al pueblo venezolano. Tenemos una oligarquía verdaderamente antinacional, enemiga de su propio país, que lo que quiere es que Venezuela continúe siendo una colonia, y lo demuestra todos los días. Son ellos quienes se hallan detrás de todas las conspiraciones, de todas las intrigas, de la desesperación por volver a ese pasado en el cual ellos manejaban este país como una hacienda esclavista. Son venezolanos pero no actúan como venezolanos, sus intereses no tienen nada que ver con los intereses de Venezuela, por lo menos de las mayorías venezolanas, que son las que tienen el derecho fundamental a dirigir el país justamente porque son la mayoría y porque sí quieren al país. Y también nos encontramos conque el crecimiento económico producido por el desarrollo del capitalismo dependiente y el auge petrolero de la segunda mitad del siglo pasado, que hizo crecer y diversificar la clase media, atrajo inmigración extranjera, y que por desgracia, repito, una parte importante de esa inmigración extranjera no se integró al país. Desarrollaron pronto aquí patrones coloniales que se integraron a la visión de la oligarquía, como creer que su origen europeo los hacía superiores a los venezolanos, y a medida que se consolidaba su ascenso social y se convertían de pobres inmigrantes en prósperos empresarios, cuadros y técnicos, empezaron a tratar a sus empleados venezolanos con desprecio como sus antepasados hicieran antes, en viejos tiempos coloniales. Hay que añadir a esto que la casi totalidad de esos sectores europeos de clase media, empresariales, comerciales, técnicos o de servicios, no sólo se asociaron a las mafias políticas adecas y copeyanas sino que se acostumbraron pronto a la corrupción y a estafar al fisco, por lo que la pérdida reciente del poder absoluto que compartían con esos partidos cuartorrepublicanos y la obligación de pagar impuestos, cosa que les parece normal en sus países de origen pero no en éste, contribuyen tanto al odio que sienten por el gobierno bolivariano como el que les provoca el que éste permita el ascenso social de los venezolanos humildes y de piel más obscura, hasta ahora sometidos por ellos y usados por ellos como trabajadores a menudo mal pagados.

Con todas sus diversas y complejas facetas este es uno de los problemas claves que confronta el país y que debemos resolver de una manera democrática, participativa y con el ascenso social de los sectores populares porque, como he dicho en otras oportunidades, aquí cabe todo el mundo. El que quiera este país cabe aquí, incluso, muchos de los que no están aquí podrían caber aquí, con la condición de que quieran de verdad a Venezuela y de que entiendan que este país cambió, que se va a democratizar y que en este país las mayorías populares van a ejercer un poder que les ha sido negado siempre y que a partir de ahora quienes han monopolizado ese poder deberán compartirlo, en todo caso, con ellos.

Buena parte de esa clase media de origen europeo (y muchos otros que no lo son) se niegan a aceptar esto. De modo que así como en décadas anteriores y por razones de otra índole muchos de esos inmigrantes regresaron a Europa luego de hacer dinero en Venezuela, ahora, como otros muchos están descontentos por los cambios sociales que vive el país, esos descontentos quieren también volverse a Europa, o irse a Estados Unidos. Y varios de ellos se han ido. Porque la Venezuela de antes les gustaba (he oído comentarios impresionantes en ese sentido), les era simpática aquella Venezuela cuartorrepublicana en la que ellos tenían poder político y no pagaban impuestos, en la que los pobres, los mulatos y negros, los de abajo, los explotados de siempre, estaban “en su sitio”, en sus cerros, y se la “calaban”, es decir, aceptaban esa relación de dominación. Ahora esta Venezuela no les gusta, porque los pobres salieron de sus cerros y tienen acceso a espacios que ellos tenían por exclusivos, porque esos venezolanos descubrieron al fin la dignidad y el orgullo de ser venezolanos y porque no quieren ser más explotados, ni por venezolanos, ni por extranjeros, ni por nadie.

Sin embargo, a diferencia de emigrantes de otras décadas, que regresaron a Europa desde Venezuela, y se quedaron en sus países de origen a vivir en ellos con comodidad luego de enriquecerse en el nuestro, muchos de estos venezolanos de clase media y de origen europeo de tercera generación que se han ido ahora a Estados Unidos o al Viejo Continente han tenido que regresar. Y han tenido que regresar por razones más o menos similares: los de origen europeo porque aquí son blancos entre mestizos, mulatos o gente de piel más obscura, mientras que allá en Europa son blancos corrientes. En Europa ni se notan porque son blancos entre blancos. Pero también porque allá en Europa sobran los cuadros, los profesionales y técnicos blancos y calificados. Y probablemente tan o más calificados que ellos. De modo que conseguir un buen trabajo allá no es fácil. De hecho muchos de esos cuadros y técnicos blancos europeos andan más bien buscando venirse a nuestros países porque saben que estos países tienen futuro, que crecen y se desarrollan, que estos países necesitan cuadros y técnicos y que en su Europa natal tienen poco espacio. Y también, para remate, porque resulta que estos emigrantes de clase media venezolana que aquí se creen europeos, allá en Europa no lo son. Ellos no son europeos. Por más que en dos o tres generaciones hayan conservado la piel blanca, ya no son europeos. Basta con que abran la boca en España para que de inmediato los califiquen de “sudacas” porque no hablan español como lo hablaban sus abuelos. De manera que la idea de que ellos son europeos no es cierta. Aquí son europeos, pero en Europa no lo son. En Europa se ven iguales a los demás y no pueden pretender que son más blancos que nadie. Además, allá la competencia es feroz y nadie los considera hijitos de papá. Así que muchos de ellos han tenido que regresar y tratar de volver a insertarse en esta sociedad venezolana negra y fea que no les gusta.

Y los que son mestizos o mulatos, porque de la sangre europea –si es que la tuvieron– lo que les queda son unas gotas, esos venezolanos de piel bronceada o más obscura, esos sí es verdad que no tienen vida. Allá en Europa o en Estados Unidos –el país que aman– lo que les sale es ser choferes, repartidores de pizzas o cajeros de supermercados. O, en Estados Unidos, tratar de hacerse pasar por perseguidos políticos sin serlo, para hacer el ridículo cuando al decírseles que una vez asumida la condición de perseguido político no les será posible regresar al país mientras no salga Chávez del poder, responden con angustia: ¡No, no, yo tengo que regresar a Venezuela en Navidad a comerme mis hallacas! (Entiéndase que no se trata de entrar en forma clandestina al país, por la frontera, disfrazado, usando un pasaporte falso y a riesgo de ser capturado y encarcelado o de perder la vida. Se trata de regresar legalmente, como hace todo el que sale hoy de Venezuela, por cualquiera de los grandes aeropuertos del país, con plena libertad, en este caso con las maletas repletas de ropa y mercancías compradas en Miami, y siendo esperado por papi y mami, con la 4x4 lista para llevarlo al lujoso apartamento que ocupa la familia en El Cafetal o en Alto Prado.)

De manera que sus perspectivas fuera de Venezuela no son precisamente muy halagüeñas. Mientras que aquí, en esta Venezuela, en este país que los formó a ellos gratuitamente, que les dio todas las oportunidades tanto a los extranjeros como a los venezolanos, en este país que ahora odian porque se le quiere dar la oportunidad a otros venezolanos como ellos para que asciendan como ellos, para que tengan los mismos derechos que ellos; en este país ellos son venezolanos, son profesionales, cuadros, técnicos, y si no estuvieran tan enfermos y tan disociados, podrían formar parte activa de él y contribuir al lado del pueblo venezolano, de ese pueblo que cambió, de ese pueblo que ya no se va a dejar quitar sus derechos, a la construcción del futuro de Venezuela.



IV. LA FLOJERA Y EL CARACTER FIESTERO DEL VENEZOLANO.

¿SON FLOJOS LOS PUEBLOS? ¿SON FLOJOS LOS TRABAJADORES?


Termino aquí por ahora con el tema del racismo, de la inmigración europea y de la clase media. En lo que queda del programa, como prometí la semana pasada, retomaré el tema de la flojera del venezolano tratado por las dos brujas en Televen hace dos o tres semanas porque es bastante interesante y tiene mucha relación con el tema anterior. Hablemos pues de lo que estas dos señoras, repitiendo un viejo cliché racista y despectivo, llaman la flojera y el carácter fiestero del venezolano.

La pregunta que uno se hace primero que nada es a qué se llama “flojera” y quién habla de flojera. ¿Los capitalistas parásitos que explotan a los trabajadores? ¿esos son los que hablan de flojera? ¿de flojera de los trabajadores o de flojera de ellos mismos, que no trabajan? Otra pregunta que surge: ¿es que es un defecto, algo criticable, la alegría, la fiesta, el poder combinar el trabajo con el placer, con el descanso, con el ocio, con el enriquecimiento cultural? ¿o es que la mayoría de los seres humanos está hecha para trabajar como una manada de burros mientras que una minoría de la población se enriquece con el trabajo de ellos? y cuando se resisten a trabajar como unos burros ¿entonces los explotadores parásitos que no trabajan los llaman flojos? ¿es que el modelo a seguir tiene que ser el modelo de la explotación capitalista, el modelo del servilismo, de la esclavitud fabril, el de que los trabajadores tengan que deslomarse trabajando como bestias para enriquecer a otros? ¿o es que el modelo a seguir es el del puritanismo cristiano, que condena la fiesta, que condena la alegría, y que despoja a los pueblos de una de las cosas más creativas y hermosas que tienen?



Quiero que conversemos un poco sobre esto porque no es la primera vez que en países como el nuestro escritores y analistas seguidores del positivismo más viejo y trasnochado nos sigan diciendo, como se decía hace un siglo, que el pueblo venezolano es flojo e ineficiente a causa de su condición mestiza. La acusación se ha hecho en diversos contextos porque no es raro ni exclusivo de América Latina que desde los medios de opinión dominados por las minorías ricas y hasta en textos que presumen de ser ensayos sociológicos se acuse de flojera a los pueblos, a los trabajadores. Y hoy se sigue empleando ese argumento particularmente contra los pueblos del hasta hace poco llamado Tercer Mundo, o sea, contra los pueblos del Sur, contra los pueblos que no son suficientemente capitalistas y en los cuales los trabajadores no han sido suficientemente domesticados por la brutal disciplina capitalista. Y lo que primero quiero señalar es que tal acusación de flojera contra los trabajadores de esos pueblos es en lo esencial moderna, esto es, capitalista. Y es capitalista porque el capitalismo es el tipo de sociedad que a diferencia de las sociedades del pasado se orienta hacia la producción de valor, a la acumulación, a producir plusvalía, ganancia, a acumular y acumular y producir y producir en una locura creciente que significa sacarle el jugo a los trabajadores, exigirles cada día más y más, explotarlos de manera inmisericorde y acusar no sólo de rebeldes sino de flojos a todos los que en alguna forma se resisten.

El problema del trabajo, de la flojera y del bonche, esa visión moderna del trabajo como modelo, y esa crítica del ocio y de la fiesta, repito, es algo propio del capitalismo y de su sistema de explotación. Pero vayamos por partes. ¿Es que hay que repetir de nuevo que las trabajadoras y los trabajadores son trabajadoras y trabajadores porque trabajan, porque han trabajado siempre, porque todo lo que tenemos en este planeta lo han hecho ellas y ellos? Los obreros, los trabajadores, han construido toda la obra material de las civilizaciones: son ellos los que han construido las casas, los caminos, las carreteras, los templos, las pirámides, los palacios, las ciudades, los jardines, los mercados, las escuelas, las universidades, los hospitales. Y en nuestros tiempos modernos son ellos los que han construido los aeropuertos, los rascacielos, los barcos, los que han construido todo. Todo lo que nosotros tenemos lo han construido las grandes mayorías trabajadoras con su esfuerzo, con sus manos, con su sudor. Todas las maravillas del mundo, las de ayer y las de hoy, todas las construcciones, desde la prehistórica muralla de Jericó hasta el reciente Viaducto I de la autopista Caracas-La Guaira que se acaba de terminar, todo es obra de los trabajadores. Lo que pasa es que, por la estructura de clases de la sociedad, por la hegemonía de las ideologías dominantes sobre las minorías, parece que fueran unos pocos, unos héroes, unos pequeños grupos dirigentes los que lo hacen todo, y no sus verdaderos autores, los trabajadores.

Por eso voy a leerles un corto y hermoso poema de Bertold Brecht titulado “Preguntas de un obrero ante un libro”. Dice:

“Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó?

En los libros figuran los nombres de los reyes.

¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?

Y Babilonia, destruida tantas veces,

¿quién la volvió a construir otras tantas?

¿En qué casas de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron?

La noche en que fue terminada la Muralla china,

¿adónde fueron los albañiles?

Roma la Grande está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió?

¿Sobre quiénes triunfaron los Césares?

Bizancio, tan cantada, ¿tenía sólo palacios para sus habitantes?

Hasta en la fabulosa Atlántida,

la noche en que el mar se la tragaba,

los habitantes clamaban pidiendo ayuda a sus esclavos.

El joven Alejandro conquistó la India.

¿El solo?

César venció a los galos.

¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero?

Felipe II lloró al hundirse su flota.

¿No lloró nadie más?

Federico II venció en la Guerra de los Siete Años.

¿Quién la venció, además?

Una victoria en cada página.

¿Quién cocinaba los banquetes de la victoria?

Un gran hombre cada diez años.

¿Quién paga los gastos?

Una pregunta para cada historia”.



V. DE LA MALDICION BIBLICA DEL TRABAJO

AL TRABAJO COMO RELIGION CAPITALISTA DE LA PRODUCTIVIDAD


Lo que pasa es que en las sociedades de clase desde hace miles de años, el trabajo de los trabajadores, de los obreros, de los campesinos, ha sido un trabajo para beneficio de unos pocos, de las minorías de ricos y de explotadores, de los nobles, de la Iglesia. Por eso en todos los mitos y tradiciones de los pueblos se destaca, se hace resaltar, una época originaria de algo parecido a lo que la Biblia hebrea llama el Paraíso terrenal: una época mítica en la que todo estaba al alcance de todos sin tener que trabajar. No porque el trabajo sea malo en sí mismo sino simplemente porque el trabajo que existe desde hace miles de años es siempre trabajo pervertido, trabajo alienado, trabajo para los otros, trabajo en el que las grandes mayorías se esfuerzan siempre en beneficio de unas minorías.

Por eso es frecuente que en las culturas tradicionales, en las mitologías y en las más viejas tradiciones de los pueblos se considere el ocio como un bien y el trabajo como una maldición. Por nuestra pertenencia histórica y cultural al mundo judeocristiano, nuestra referencia más directa y clara al tema es el Génesis bíblico. En la Biblia de los judíos y de los cristianos aparece como espacio físico en el que transcurre la vida inocente, feliz y ociosa de Adán y Eva, la pareja originaria creada por Dios, por Yahvé, y de la que derivaría luego la humanidad toda, una suerte de oasis maravilloso, plácido y feraz: el llamado Paraíso terrenal, espacio en que todo estaba al alcance de esa inocente pareja originaria (salvo una fruta prohibida) y en que no había ninguna necesidad de trabajar para vivir felices. Pero luego de la tentación de esa pareja por la astuta serpiente, más tarde identificada con el Diablo, el ofendido Yahvé, su dios creador, en castigo por haberle desobedecido y probado la fruta prohibida, echa a la pareja del Paraíso, los maldice y los obliga a trabajar. A ganarse el pan con el sudor de sus frentes para poder sobrevivir. De tal manera que el trabajo, en la propia tradición hebrea y cristiana, es una maldición a la cual somete Yahvé a sus dos criaturas, y a través de ellas a toda la humanidad. Allí encontramos una referencia clara, una referencia que podríamos calificar de fundante, de originaria, sobre ese rechazo al trabajo porque a lo largo de miles de años ha sido siempre trabajo explotador, trabajo hecho por las grandes mayorías pobres y explotadas para servir y beneficiar a pequeñas minorías ricas y poderosas.

Y como no intento revisar aquí la historia del trabajo, me permitiré un gran salto histórico y cultural para mostrar la continuidad y actualidad del tema. Voy a saltar de la literatura religiosa a la canción popular, del viejo Génesis a la moderna música afrocubana; y traeré a colación un ritmo popular antillano, la letra del son cubano El Negrito del Batey, porque éste proclama lo siguiente, de una manera casi bíblica:

“A mí me llaman el negrito del batey

porque el trabajo para mí es un enemigo,

el trabajar se lo dejo sólo al buey

porque el trabajo lo hizo Dios como castigo”.

De manera que tenemos aquí la expresión de una interesante continuidad milenaria en esta apreciación del trabajo como castigo o maldición divina, de que para los pueblos explotados (y en este caso hay claras reminiscencias esclavistas) el trabajo sigue siendo maldición bíblica.

Por cierto, nuestra palabra “trabajo” deriva de una expresión del bajo latín: tripalium. El tripalium era un instrumento usual de tortura en la Roma antigua. Estaba formado por tres palos: dos verticales y uno transversal y a ese tripalium se ataba a los esclavos para castigarlos dándoles latigazos; aunque también se lo usaba para amarrar, herrar o curar los animales. Nuestra palabra trabajo tiene ese origen.

Sin embargo, a lo largo de la historia, el trabajo humano ha tenido muchas formas de insertarse en la sociedad y en sus ritos y valores; y no es precisamente el esclavismo romano el mejor modelo de lo que fue el trabajo, aun el trabajo al servicio de los explotadores, en la mayor parte de esas sociedades tradicionales o precapitalistas. Hubo en los primeros tiempos de la historia sociedades antiguas, las más arcaicas, sociedades colectivistas, sin clases, sociedades en que el trabajo era colectivo, en beneficio de todos y no trabajo alienado al servicio de minorías. Es más, en las sociedades tradicionales que se impusieron luego, cuando se impuso la propiedad privada y la división de clases, sociedades que duraron miles de años, hasta que el triunfo moderno y relativamente reciente del industrialismo capitalista vino a romper y transformar todo el esquema social de valores del mundo anterior para crear este otro mundo moderno en el que vivimos (y que muchos que ignoran la historia creen que es el único que ha existido), en esas viejas sociedades –pese a ser sociedades de clase, sociedades explotadoras en que los trabajadores vivían en condiciones terribles–, había recursos sociales que hacían más digerible el trabajo porque todavía conservaban en su seno elementos del viejo espíritu colectivo.

Esas sociedades tradicionales, con todo lo explotadoras del trabajador y del trabajo que fueron, se diferenciaban del capitalismo porque no eran, como éste, una sociedad dirigida en esencia a producir valor, ganancia, plusvalía, una sociedad en la que el trabajador ha sido despojado de todos sus bienes, tierra o medios de producción y convertido en un ser que alquila su fuerza de trabajo. Esas sociedades tradicionales eran sociedades dirigidas esencialmente a producir bienes, a producir cosas, muchas de las cuales se convertían, sí, en mercancías pero que en su mayor parte se consumían directamente y no pasaban al intercambio mercantil. Por eso no se daba en ellas un ritmo de trabajo enloquecedor y obsesivo, no se trataba en ellas de producir, producir y producir, de producir mercancías, de producir valor; en buena parte se producía sólo lo necesario para el consumo; y el de los nobles, ricos y explotadores se llevaba, como es de esperarse, la parte del león de lo producido. Además campesinos y artesanos, esclavos domésticos o siervos, tenían todos que trabajar como bestias, porque las condiciones eran difíciles, porque cualquier lluvia o invierno fuerte podía arruinar las siembras, porque las sequías eran frecuentes, porque abundaban las hambrunas, las guerras, las invasiones, los saqueos, los conflictos sociales de todo tipo, porque el hambre de poder y riqueza de la minoría explotadora es insaciable. Es decir, que esas sociedades no eran nada idílicas (no hay sociedades humanas idílicas), sino sociedades injustas y explotadoras como son todas las sociedades de clase. Pero en todo caso lo que cuenta, lo que deseo señalar ahora, es que se producía lo necesario para consumir y el resto servía para atender el consumo de los reyes, los ricos, o para intercambios o comercio. El hecho es que el trabajo no era todavía un fin en sí mismo, idealizado y tecnificado a diario por los explotadores para dominar al explotado, para explotarlo al máximo ayudado por la ciencia y la técnica, como pasa exactamente hoy con el capitalismo y la cultura laboral impuesta y manipulada en su favor por el capitalismo.

Y otra cosa que también cuenta es que en esas sociedades tradicionales los seres humanos se encontraban más asociados a la naturaleza, más asociados a los tiempos y ciclos de la naturaleza; es más, ni siquiera la guerra se hacía en invierno, sobre todo en los países en que hay inviernos rigurosos: se establecían cuarteles de invierno y se esperaba la primavera para que las gentes empezaran a matarse de nuevo. En esas sociedades el trabajo se organizaba de forma social, empleando recursos sociales, colectivos: el trabajo se combinaba con la fiesta, con la religión, con el rito. Es decir, que no existía en esas sociedades oposición epistemológica o ideológica entre el trabajo y la fiesta, como existe ahora por obra del capitalismo y de la cultura obsesivamente productiva del capitalismo.

Y el trabajo en esas sociedades se combinaba con la fiesta, con la religión, con el mito y con el rito porque todo ello formaba parte viva de la cultura, porque todo ello era vivido y compartido por las colectividades y porque los pueblos y los trabajadores no habían perdido como ahora sus vínculos con sus comunidades. El trabajo campesino se acompañaba de fiestas de siembra, de fiestas de cosecha, fiestas que hacían más digerible el trabajo. Arar, sembrar cantando juntos hombres y mujeres y cumpliendo con los roles socialmente asignados por las comunidades permitía combinar la dureza del trabajo con la alegría de la fiesta; la siembra, la cosecha, todo se hacía acompañado de cantos y rituales. Había fiestas estacionales, fiestas de invierno, de primavera, de verano, de otoño, que eran fiestas reales y no esas fiestas ficticias que mantiene el capitalismo, había carnavales, carnavales de verdad que nacían de las sociedades e involucraban a todo el mundo, carnavales distintos a las fiestas billeteras y mediáticas actuales; había ritos de fuego en el verano; había infinitas fiestas religiosas, como en el mundo cristiano medieval, lleno de santos patronos asociados al trabajo y a las distintas profesiones. En fin, el trabajo, con todo lo duro que era, porque no hay que olvidar que era realmente duro, y en casos era trabajo esclavo, se integraba en esas sociedades tradicionales a la fiesta, a la religión, a los rituales sociales. No había separación entre una cosa y otra, ni promoción excesiva del trabajo. Dicho de otra forma, en esas sociedades no existía la flojera, al menos como sistemático tema opuesto al trabajo. Opuesto al trabajo precisamente por los que no trabajan.


La única sociedad tradicional del pasado que logró disociar el trabajo de sus ritos sociales, al menos para buena parte de la población, fue la esclavitud romana. La esclavitud tardo republicana o imperial. Es decir, esclavitud masiva dirigida a la producción y al comercio. Porque ni siquiera en la esclavitud patriarcal anterior que conocieron otros pueblos se disociaba del todo el trabajo de los ritos sociales. En cambio en la esclavitud romana masificada orientada a la producción sí se degradó el trabajo al máximo, se lo masificó al margen de las sociedades de que provenían los esclavos, se lo deshumanizó por completo; y esa sociedad romana tardía tuvo mucho parecido con el capitalismo particularmente en su producción masiva para intercambio mercantil, en su imposición del trabajo esclavo masificado y en su política de destrucción de todos los valores y lazos sociales del trabajador.

Pero quienes destruyen modernamente por completo esto son el capitalismo y la sociedad industrial del que es expresión. El capitalismo con su ética capitalista del trabajo, que no es el trabajo del trabajador para el trabajador sino el trabajo del trabajador para el capitalista, para el explotador, para el otro; el capitalismo con la separación del hombre y la naturaleza, que acelera el proceso de destrucción ambiental y amenaza hoy el futuro del planeta; el capitalismo con la expropiación del trabajador para convertirlo en vendedor o alquilador de su fuerza de trabajo como hombre que ya no es esclavo ni siervo sino que es libre desde el punto de vista de sus derechos políticos teóricos pero que como ha sido despojado de la tierra y los instrumentos de trabajo no puede hacer otra cosa sino vender su fuerza de trabajo al empresario capitalista; el capitalismo con su culto de la producción por la producción, con el culto capitalista a la productividad y al valor de cambio y con el enriquecimiento como modelo. Eso es lo que el capitalismo logra en relación con el trabajo.

¿Que cómo lo hizo? A través de un largo y terrible proceso de acumulación originaria; con la ruina y la miseria de los trabajadores, de los campesinos, de los artesanos; con la separación del trabajador de la tierra y los medios de producción. Ejemplos de esto abundan en Marx, sobre todo en el capítulo XXIV del primer tomo de El capital; y en Engels, en su famoso libro sobre La situación de la clase obrera en Inglaterra en 1845. Lo hizo mediante ese proceso terrible que significó convertir, a lo largo de décadas de atropellos y brutalidad masiva, a los campesinos y a los artesanos –que trabajaban con cierta libertad y que en el caso de los campesinos lo hacían al aire libre– para encerrarlos en fábricas lúgubres, en espacios horribles, deshumanizados, para ponerlos a trabajar como animales en infinitas jornadas de trabajo agotador y deshumanizado y a cambio de salarios miserables. Miles y miles de artesanos arruinados debieron someterse a ese régimen de trabajo. Miles y miles de campesinos pasaron a convertirse en obreros asalariados encerrados en fábricas espantosas que les quebraban sus costumbres, valores y formas de vida, su derecho a respirar aire libre, su derecho al descanso, a pasearse por el campo de vez en cuando en medio de la jornada de trabajo, para convertirlos en modernos esclavos del capitalismo, en máquinas de producir riqueza para los explotadores. Esa monstruosidad, que se hizo bajo el signo del progreso y que los libros de historia económica llaman de manera tan aséptica como hipócrita ‘traslado masivo de la población del campo a la ciudad’, esa monstruosidad la logró el capitalismo al precio de millones y millones de muertes de obreros, de campesinos, de pobres, en los países industrializados o desarrollados.

Así se impuso el capitalismo industrial, así se forjó la sociedad moderna, en Europa y en Estados Unidos. En dos siglos los trabajadores de los países centrales del capitalismo fueron convertidos a la fuerza en obreros, fueron deshumanizados, transformados en obreros de fábrica, disciplinados, domesticados, sujetos a pitos y timbres, a capataces, a horarios fijos, a marcar tarjeta, convertidos en productores de riqueza para otros, en seres que deben odiar el trabajo que hacen porque no es trabajo para ellos sino para el patrono, porque carecen de otra alternativa que no sea trabajar como esclavos. Aunque luego, peleando y organizándose, conquistaron derechos. Se resistieron, protestaron, rompieron máquinas, luego entendieron que su enemigo no era la máquina sino el patrono, más tarde comprendieron que más que el patrono era el sistema mismo,organizaron sindicatos y partidos y se hicieron socialistas y luego comunistas. Conquistaron con su sudor y su sangre, hombres y mujeres, derechos sociales, derechos políticos. Grandes ventajas que no sirvieron de mucho no sólo porque no conquistaron el poder como querían sino que por obra de los derechos que conquistaran y de las migajas que recibieron terminaron domesticados aceptando las reglas del sistema. Producto de esa pasividad y de ese reformismo es que, por cierto, desde hace unas décadas están perdiendo de nuevo por obra del neoliberalismo y del capitalismo globalizado y parasitario que hoy domina el planeta mucho de lo que conquistaron en sus viejas luchas.



VI. TRABAJO Y SOCIEDAD, CAPITALISMO Y SOCIALISMO


Lo que ocurre es que el proceso de imposición del modelo capitalista de trabajo en los países del Tercer Mundo no ha sido tan eficaz, porque ha sido más largo, intermitente e inconcluso. Y porque la resistencia contra él ha sido mayor. Las masas populares del Tercer Mundo no han sido tan domesticadas, sometidas y disciplinadas por el capitalismo como las de los países centrales: en nuestros continentes esas masas se han resistido, conservan muchos de sus valores y de su cultura tradicional, siguen defendiendo su derecho al ocio, su derecho al descanso, al trabajo propio, a la fiesta, en fin, siguen resistiéndose a la inhumana explotación capitalista; y por eso los capitalistas y los defensores del capitalismo los llaman flojos. Llaman flojos a estos trabajadores sólo porque defienden su derecho a la fiesta, a combinar ocio y trabajo, porque no están domesticados del todo por la ética capitalista y por su cultura esclavista, por la cultura de la fábrica.

Sin embargo, las trabajadoras y trabajadores de esos pueblos, de este Sur, de este mundo periférico y explotado también trabajan bastante: madrugan, llegan al trabajo a las seis o siete de la mañana, trabajan como bestias, como apéndices deshumanizados y mal pagados de las máquinas, mientras sus patronos llegan a las nueve o diez de la mañana a ver cómo marcha el negocio. Pero quienes son calificados de flojos son los que trabajan mientras que los parásitos explotadores son siempre quienes así los califican.

En nuestras culturas antiguas indígenas también existían rituales de trabajo colectivo que fueron destruidos por la Colonia y por la modernidad capitalista. No tengo ahora tiempo de detenerme en ello, pero la diferencia entre la mita indígena peruana y la mita que impusieron luego los españoles en el Perú colonial es clara y radical: en la mita indígena los indios trabajaban colectivamente para el Inca, que era el dueño eminente de la tierra, y no cabe duda de que trabajaban bastante, pero de su trabajo común recibían beneficios, y de los bienes producidos, en caso de escasez o hambruna, recibían de las autoridades, del Inca, parte de los granos y alimentos acumulados como producto de su trabajo. La mita colonial española en cambio conservó el trabajo colectivo de los indios, pero sólo para ponerlo al servicio del nuevo amo imperial capitalista, incapaz por principio de retribuir al trabajador la más mínima parte de su trabajo. En sociedades tradicionales como la inca había explotación de la masa trabajadora, pero esa explotación coexistía con mecanismos de solidaridad o redistribución. En el capitalismo estos mecanismos desaparecen por completo y sólo existe el interés individual.

Nosotros debemos reivindicar nuestros valores y nuestras tradiciones. Reivindicar el trabajo colectivo para el bienestar, no para la riqueza. Reivindicar el valor del ocio creativo, el derecho a la recreación. Y a propósito de esto quiero contarles una anécdota. La relata un escritor colombiano, Guillermo Vílchez, en un libro titulado: ¿Y qué es eso del desarrollo sostenible?

Es la anécdota de un experto en productividad y eficiencia que vio un día a un pescador recostado en su hamaca frente a un río. Cuando llegó la hora del almuerzo el hombre tiró un anzuelo al río y a los diez minutos sacó un pez grande. Al llevarle el pescado a su mujer, de la mata de plátanos situada al lado de la casa, cortó un plátano, la mujer le frió el plátano y el pescado y se pusieron a almorzar. El experto se le acercó al hombre y comenzó a preguntarle:

–Amigo, si en diez minutos con un solo anzuelo usted sacó un pescado, con diez anzuelos sacaría diez pescados ¿verdad?

– Así es, respondió el pescador.

– ¿Y en una hora?

– Sesenta pescados.

– ¿Y en ocho horas?

– Cuatrocientos ochenta y cuatro pescados, continúa el pescador.

– Fíjese: en trescientos días de trabajo al año, usted sacaría ciento cuarenta y cuatro mil pescados. Si pidiera un crédito para comprar uno o dos barcos y camiones cavas para transportar el pescado, más o menos en veinte años tendría una gran empresa con muchos empleados que trabajarían para usted y así podría usted darse el lujo de estar todo el día acostado en una hamaca.

– Bueno, responde el pescador, ¿y para qué voy a esperar veinte años y tomarme tanto trabajo si eso es precisamente lo que hago ahora? Además, lo más seguro es que con ese ritmo de explotación dentro de veinte años ya no quede ni un solo pez en el río.

El trabajo socialista que debemos reivindicar no puede ser un trabajo igual al trabajo capitalista, esto es, un trabajo deshumanizador, disociador, alienante. Tiene que ser un trabajo humanizador, socializado, en el que se pueda combinar esfuerzo manual con trabajo intelectual, trabajo con cultura, con ocio, con fiesta; debe ser un trabajo dirigido a producir bienes y no sólo a producir valor. Es decir, que tenemos que despegarnos de esa concepción perversa del trabajo como maldición convertido modernamente por el capitalismo en modelo de productividad y eficiencia para que los trabajadores se revienten trabajando para una minoría que se enriquece con su sudor y con su esfuerzo.Luchemos por un trabajo que beneficie a los trabajadores, que rescate valores humanos perdidos, que nos permita ejecutar el esfuerzo físico que nos mantiene en forma pero buscando al mismo tiempo que ese esfuerzo físico se combine con trabajo intelectual, con educación, con cultura, con aprendizaje, con nuevas experiencias y con el disfrute del ocio que nos permite realizarnos a plenitud como seres humanos. Y, como recuerdan Marx y Engels en La ideología alemana, ese trabajo tiene que ser el de todos, el que nos beneficie y humanice a todos, y no el modelo explotador clasista y sobre todo capitalista que hace que el trabajo intelectual sea monopolio de unos pocos, de la minoría rica y explotadora, y el trabajo físico, convertido en explotación extenuante y embrutecedora y extenuante al servicio del enriquecimiento de esa minoría, sea el destino inevitable de las grandes masas, de la mayoría del pueblo.

Sería bueno aprovechar esta ocasión en la que el par de brujas de Televen descalificaron al venezolano, no sólo para repetir la obviedad de que éste no es flojo porque eso lo demuestra todos los días, sino justamente para rescatar un poco la importancia y el valor cultural, humano y social de la flojera, de la fiesta, del bonche (términos que ellas utilizan de manera despectiva). Porque de lo que se trata no es de construir una nueva Venezuela, que sea humana, socialista, digna, democrática, sobre la base del mismo modelo saqueador, explotador y chupador de sangre de los trabajadores que impone y promociona el capitalismo. Porque de lo que se trata es de ir forjando un modelo de sociedad en el cual el trabajo pueda dejar de ser tanto esa maldición bíblica como esa ofrenda de sudor y sangre obrera y campesina que se quema en el templo de la productividad capitalista, en la que el trabajo pueda combinarse con el ocio, con la cultura, con la fiesta, convirtiéndose así en diaria actividad social que beneficie a todo el mundo y no sólo a una minoría de explotadores.

A propósito de esto termino con un último breve comentario. Porque quiero decir algo acerca de Paul Lafargue y de El derecho a la pereza.

Creo que convendría releer –críticamente, pues contiene algunas simplezas o errores algo ingenuos– un folleto muy interesante publicado por Paul Lafargue a fines del siglo XIX. Lafargue es un personaje importante al que deberíamos conocer mejor. De profesión médico, fue un mestizo o mulato cubano de origen francés, nacido en Santiago de Cuba en 1842, que vivió en Francia, que luego fue yerno de Marx porque se casó con su hija menor Laura, que fue socialista y revolucionario, y que participó en las luchas sociales del último tercio del siglo XIX y de principios del siglo XX, habiendo sido dirigente de la Primera Internacional en Francia y España. Lafargue, que ejerció el periodismo, escribió muchos artículos políticos y ensayos, pero lo que lo hizo famoso fue un folleto titulado El derecho a la pereza, que escribió hacia 1880, que provocó mucho escándalo y que por décadas tuvo una gran repercusión. Uno de los aspectos interesantes que tiene precisamente ese folleto es que en él Lafargue rescata el derecho al ocio, el derecho del obrero a utilizar el tiempo libre para enriquecerse espiritualmente. Lafargue condena con vigor esa locura por el trabajo productivo, que es parte de la ideología capitalista y elemento constitutivo de su ideología explotadora. No voy a analizar ni a comentar el folleto. Citaré sólo para terminar una cosa genial que dice Lafargue y que se relaciona con lo que vengo diciendo. Él pone el ejemplo de Dios, de Yahvé, el dios judío, que por cierto es el mismo dios de los cristianos, su Dios padre. Lafargue apunta a este respecto dos ideas claves. Primero que nada dice, como ya señalaba yo también al comienzo de este análisis, que Yahvé consideró el trabajo como una maldición, lo que hizo cuando echó del Paraíso a Adán y a Eva y los forzó a tener que trabajar. Y luego dice algo que es aun más interesante: que Yahvé mismo sólo trabajó seis días y que después de esos seis días se echó a descansar por toda la eternidad.

De manera que, como muestra Lafargue, el propio Dios judeocristiano nos da un ejemplo interesante de que no hay que matarse trabajando. Fíjense, Dios construyó el mundo en seis días, por cierto estableciendo un récord, aunque la verdad es que el mundo no le salió muy bien y tuvo que destruirlo luego con un Diluvio; pero después de trabajar esos seis días (y tampoco es que trabajó mucho, porque lo único que hizo fue ordenar que se hicieran las cosas, y las cosas se hicieron solas por obra de su palabra), después de trabajar esos seis días, sacó su almohada y su cobija y se echó a descansar por toda la eternidad.

Si bien no se trata en nuestro caso de echarnos a descansar por toda la eternidad, ni siquiera por toda la vida ya que no somos eternos, porque el trabajo nos es necesario, sí se trata al menos de no caer en la locura imbecilizadora de convertir el trabajo en una suerte de moderno dios laico de la productividad (de una productividad que es para beneficio de otros, de los dueños del capital); se trata de no caer en esa locura que nos condena a ser unos esclavos modernos sumidos en el trabajo sólo para que con él se enriquezca una minoría, minoría de explotadores que no trabaja y que se permite llamar flojos a los que sí lo hacen. De lo que se trata es, al contrario, de promover un trabajo que nos enriquezca a todas y todos tanto en lo material como en lo espiritual, de promover y realizar un trabajo que nos beneficie a todos y que sirva para construir una sociedad justa, una sociedad menos alienada, enloquecida y explotadora que esta monstruosa sociedad capitalista en que vivimos y cuyos defensores nos la presentan como si fuese el único modelo de sociedad posible, modelo natural y eterno, de sociedad humana.

Bien. Termino aquí por hoy.



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Vladimir Acosta

Historiador y analista político. Moderador del programa "De Primera Mano" transmitido en RNV. Participa en los foros del colectivo Patria Socialista

 vladac@cantv.net

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