I
Se nos va el país de las manos ¡y juro que intento no escribir pazguatadas!
Se nos va, del mismo modo que se le fue de las manos el paro y el sabotaje de la industria petrolera a Carlos Ortega allá en sus políticos tiempos mozos de 2002. Entonces Orteguita tomó agua en el cuenco de las manos y poco a poco fue relajando los deditos, y así el paro se le escurrió.
Del mismo modo se le escurre el stablishment político al gobierno, tomado hace tan poco de la voluntad del pueblo venezolano. Ha ido aflojando los dedos de manera hasta confiada, como si por ratos olvidara que la substancia que el pueblo le dio para su custodia, para que la conservara entre sus cuencos, sin bien es un espíritu, puede también llegar a comportarse de forma correosa como el agua y gotear indeteniblemente.
Lógicamente, hay una diferencia entre el escurrir de uno y de otro: Orteguita se vendió tanto para capturar el agua entre sus manos como para dejarla luego escapar; por su parte, el gobierno se confía, se dirá de modo inexplicable, y afloja, afloja, como si la naturaleza etérea de la sustancia que se le dio en custodia lo invitara a volátiles comportamientos, a disquisiciones humanistoides y a idolatrías per se de idearios lustrosamente escritos, esto último pazguatadas de verdad, a propósito.
II
Y no es que con esto de carear con la realidad el carácter humanista de la revolución bolivariana estemos llamando a la implantación de un gobierno represivo en Venezuela o mofándonos de los postulados que hacen del socialismo la propuesta política más justiciera de cuantas dispone hoy el hombre. ¡Por favor, no seáis tan estúpido o idiota! Hablamos de supervivencia, de esenciales contenidos, y no de formas rimbombantes o cómodas sutilezas, por más que la forma resulte inseparable de lo primero. El capitalismo y su parafernalia de muerte y explotación están ahí haciendo mohines en la otra acera.
Se le entrega la joya de la corona democrática al gobierno, con mandatos de reforma y profundización justiciera entre el pueblo, y se le dice: “Custódiala y consérvala, no la pierdas”. Y lo primero que hace el gobierno es dejarse coger por sorpresa, según apariencias, por una pila de estudiantes matriculada en el golpismo internacional promovido por los EEUU. ¡Vamos, vamos, algo huele mal en Venezuela, que no es tan lejos como Dinamarca!
Un Estado ─más que derecho─ tiene obligación a su defensa. No se contiene tan sólo a sí mismo, per se, a hombres de carne y hueso que encarnan en concreto los poderes públicos y la administración de un país: comporta también un mandato popular, un espíritu de supervivencia, un contrato con la gente, una globalidad nacional mayoritaria que la mantiene histórica y territorialmente en posibilidad de existencia.
Cuando se deja patear el trasero, deja también el Estado que se lo pateen a ese conglomerado mayoritario que le confió el mandato de país, y violenta el contrato social e ideológico que subscribió en el momento de cargar la pasión mayoritaria nacional. ¿Que un sector menor, adverso o políticamente perdedor chilla y propone la abolición del Estado porque si, porque de repente se proclama mayoría y se cree con potestad...? ¡Mala leche! El Estado debe prevalecer, y lo hace en medio de un movimiento que en modo alguno es arbitrario, sino facultado y representativo de una mayoría nacional. A menos que vivamos en el mundo al revés, donde 4 es menor que 3 y las hormigas les apliquen batacazos a los toros.
No hay Estado sin ejercicio de la autoridad, como tampoco hay mejor forma de gobierno que aquella que delega el pueblo (es ya lugar común, mito, Grecia y Roma juntas). Si no hay una práctica y percepción de la aplicación de la justicia, si no hay leyes que se hagan respetar y lo que hay en su lugar es un súmmum de contemplación de lo platónicas que son las tales leyes, entonces se le hace un guiño a la anarquía y una invitación a la irresponsabilidad de exponer compromisos contraídos que valen la vida de la misma patria, patria mayoritaria. No hay contrato, contrato social, esa potestad que da un ciudadano a su organización de poder para que vele por las formas y contenidos en medio de un engranaje funcional de derechos y deberes.
Estados así, en su sentido de gobierno, pasan arrastrando al voladero a la misma nación que se le ha confiadoa, como un idiota puede pasar una página hermosa sobre la organización humana escrita por Karl Marx u otro ideólogo o filósofo de la convivencia humana. Advienen así las guerras civiles, por impericia, descuido, incomprensión, irresponsabilidad o debilidad del custodio de la joya pasionaria política nacional (me perdona estos barrocos). El socialismo no tiene nada que ver con rígidos estereotipos ni con babas derramadas sobre páginas luminarias respecto del bien que comporta; es una propuesta de justicia e igualdad en permanente crecimiento, construcción y adecuación respecto del orbe que procura redimir. Aquellos que atentan contra un Estado no pueden tener derechos humanos más conspicuos que el conglomerado representado por él. El Estado es al ciudadano lo que la especie al individuo.
III
La derecha política en el mundo anda que ajusta tuercas y tornillos mientras nosotros, los socialistas, las aflojamos, en medio de un mal comprendido cometido humanista. Por allá en México, por ejemplo, llega un vándalo y quema el Ministerio Público, y el Estado, con todo y lo espurio que pueda ser en su conformación (pero es el Estado), lo penaliza con 20 años de cárcel, según la reciente ley aprobada, esa misma que se diseñó para controlar las protestas y considerarlas actos de terrorismo. Aquí en Venezuela el Ministerio Público, recientemente rostizado por un sarta de violentos, no vale tanto, ni siquiera una semana de privación de libertad; por el contrario, se captura al muchacho y se le devuelve a su madre mientras sigue pataleando y reclamando que tiene derecho a la quema de instalaciones gubernamentales ¡según la constitución! Resultado: más violencia estimulada, cero respeto, carencia de autoridad y sentido de prevalencia, y, ¡ahora sí!, vacío de poder.
En Venezuela, en medio de la construcción de su socialismo, ese mismo tan mal interpretado en su humanismo de Estado que vela y se desvela en sus cometidos, se está dando el parto de una especie de monstruo mitológico de las mil mejillas, cual hidra, especialmente concebido para excusar las lesiones contra el stablishment constitucional. Abiertamente andan por el país, sentándose en foros públicos, quienes promueven golpes de Estado, y hasta se dan el lujo de diseñar la muerte de otros dentro de la boca de un cañón. Así la mitología, tan cabalgante, lejos queda de la realidad y de la posibilidad, por tanto, empezar a corregir desde sus primeras manifestaciones los grandes delitos, como reza una teoría criminalística por ahí. Al futuro delincuente se le corregiría desde el mismo momento en que se salta el torniquete del metro.
De manera que, a émulo de la gran delincuencia con alas desplegadas, los pequeños e incipientes transgresores tienen el parque abierto para ensayar sus carreras. El Estado, esa enorme masa resistente por el tiempo de los tiempos, podrá jamás tener moral para intentar educar y llamar la atención siquiera a un motorizado que se “coma” la luz de un semáforo o atropelle a una señora en la calle, o a un buhonero que comercie a diario con el pan básico de su propio pueblo, por más leyes bonitas y babeadas que existan.
IV
En el país hay una guerra de las llamadas de “cuarta generación”. Ella se fundamenta en el arte del engaño, más que cualquier otro tipo de guerra. La percepción de la realidad es clave, y en ella despliegan un papel capital los medios de comunicación, puestos por el bando conspirador para tergiversar y confundir los sentidos. En el momento en que un pueblo empiece a ver negro el firmamento, cuando en realidad es blanco, insurgirá contra su Estado o, más levemente, no moverá un dedo para sustentarlo a la hora de una agresión.
Armas de guerra son, pues, los medios, y un Estado diligente, cónsono con su naturaleza de ser vivo que busca prevalecer y defender la delegación humana que lo sustenta (la que hace nación, la mayoría, la democrática), tomaría cartas en el asunto para defenderse. Una vez certificada la ocurrencia de la guerra dicha, claramente orquestada por intereses extranjeros, con lamentables desenlaces a su favor en Irak, Libia, Egipto y ahora Siria, sujetaría a ética y ley a los medios de comunicación, fiscalizaría las redes sociales y buscaría el germen de su propia caída en la circulación informática. China hace rato se dejó de cuentos y plantó cara a Google y a las redes sociales.
¿Qué chillan las organizaciones internacionales pro derechos humanos y libertad de expresión? ¡Mala suerte! Todos sabemos que no son tales, sino que son instrumentos imperiales para permear sabotajes en países. No son ellos precisamente los que a plan de demolición están sometidos, sino la estabilidad de nuestro amado país, Venezuela. El Estado debe tener la certeza de que al velar por sí mismo vela por la integridad nacional, y ha de interesarle más un país que la filosofía de un instrumento de comunicación creado en los EEUU (INTERNET) y usado ahora para derrocar gobiernos. De allí ha de alimentarse su autoestima.
V
Hubo un tiempo en que se creyó que Hugo Chávez fingía golpes de Estado con el propósito de descubrir traidores. Creerlo no cuesta, dado su astuto espíritu político; pero también, a un tiempo, cuesta un mundo hacerlo conociendo su lado humano incapaz de mandar a un gentío a una matazón. Hugo Chávez tuvo su acto de golpe de Estado y también su momento para recoger las velas de la violencia y reflexionar, como todos conocemos, cosa que evitará explayarnos sobre el punto.
Los hechos del 12 de este mes, la pila de muchachos quemando al país, no parece por ningún lado ninguna confección de jugada política para pescar siquiera una sardina. Luce más bien como una obra del olvido y la negligencia del Estado, carente de cuerpos de inteligencia y de seguridad, dormido sobre la sustancia que le confió el pueblo para que la custodiase.
Véase hasta dónde se llega: el presidente Nicolás Maduro se lamenta del conato de un nuevo “golpe de Estado”, réplica de los hechos de abril de 2002. ¿Hasta cuándo el llanto y no el acto? Es hora de navegar, de ganar mares y avanzar sobre las ondas, en pro unas, adversas otras. El país va en el barco y su capitán posee un contrato en su bolsillo. Los hechos mencionados no debieron nunca ocurrir (tiros, muertos, colectivos), sino prevenirse, como corresponde a un Estado encargado para hacer prevalecer la democracia.
VI
Detrás del edificio del senado romano, una troja de bárbaros planea la caída de Roma. Son cientos de miles, dispersos en pequeñas células a lo largo del imperio. Tienen para sí que quienes con poder lo sujetan no son dignos de llamarse hombres, menos de vivir. En brotes inconexos maquinan, primero tentando la fuerza y capacidad de respuesta del enemigo, después juntándose unos con otros para acrecentar fortaleza. En cada uno de ellos flama una expresión multicultural, sin bruñidas concepciones de lo que ha de ser un Estado, menos si alguien les paga o se aprovecha de ellos, claros nomás en que odian a los romanos y en que la conspiración es su modo de vida. ¿Bibliotecas? ¿Dónde? ¡A quemarlas!
Los romanos por su parte, homúnculos o no, con esclavos unos y propiedades diversas otros, pasan sus horas entregados a sus vicios, se dirá en el cénit de su aventura conquistadora de mundos. Su Estado es inmenso y en apariencia inmarcesible, capaz de soportarse por sí mismo. ¡A qué preocuparse, César, continuemos con la orgía! El Estado romano prácticamente es el planeta y el hombre, por fuerza, ha de vivir necesariamente en él. ¿Quién harapiento con cayado insurgirá contra tal poder establecido?
En Venezuela es claro que no tenemos un imperio como gobernante ni bárbaros inocentes como conspiradores. Por el contrario, el primero encarna una lucha contra maquinaciones imperiales y los segundos pujan precisamente para abrirle puertas al imperio del capitalismo internacional. De modo que los papeles parecen trastocados.
Tampoco pareciera que tuviéramos un Estado superpotente, extenso y capaz de valerse por sí mismo frente al ataque de las hordas, situación que, de ser así, podría justificar que poderes públicos y presidentes de la república pudieran echarse las bolas al hombro, como se dice popularmente.
Pero el asunto es que pareciera existir una situación insólita en Venezuela, contrahistórica: un Estado frágil comportándose como un infinito imperio, resistente y guapetón él, de paso gobernado por bárbaros que no comprenden la dimensión ontológica del concepto Estado; y, por otro lado, imperialistas escasos pero poderosos fungiendo como bárbaros en la medida en que atentan contra la República Bolivariana de Venezuela.