El día 3 de febrero de 1992, por la noche, hubo un gran ajetreo en Venevisión, por un programa a todo trapo que se debía hacer para el próximo Sábado Sensacional. En la estación se recibió, a eso de la una y media de la madrugada, un reporte según el cual se había producido un gran tiroteo cerca de la avenida Andrés Bello. Se requerían con urgencia varias cámaras y reporteros. Lo que se estaba armando para el espectáculo se paralizó. No era aquello un enfrentamiento casual entre malandros o bandas de Sarria o Negro Primero.
La entrada al estacionamiento del canal comenzó a ser custodiada por un gran número de hombres armados.
El presidente Carlos Andrés Pérez iba en una azarosa y compungida caravana que había conseguido escapar de palacio. Se dirigió primero a Televen, hacia Los Charaguamos, y el que guiaba la estampida era el contralmirante Huizi Clavier. Buscaban desesperadamente un canal para hacer una alocución, con la mala suerte de que la comitiva fue recibida a plomo, cerca de Las Tres Gracias: estaban atacando a la DISIP. La caravana sin embargo, en el desconcierto rompió, la cadena de la alcabala de Telaven, entró al sótano, comenzó a girar en redondo por entre pilares, pero el estruendo exterior de los bombazos les hacía creer que las acciones también se estaban suscitando dentro de este canal.
El puesto de vigilancia de Televen estaba desolado. Se enfilaron entonces en dirección al Canal 4. Estaba CAP pulsando un teléfono para comunicarse con la Embajada americana, pero el aparato estaba interferido. Finalmente alguien responde, y CAP comienza gritar: “- ¡Sí, habla el Presidente de la República! Sí. Sí, soy yo. Hay una gran emergencia y necesito un plan de protección inmediata. No tengo control de la situación; no sé qué está pasando. Del ministro de la Defensa no sé nada, y esta confusión es gravísima. Que se haga una averiguación, y se me faciliten los medios para conocer la real situación de la Armada. No, no estoy en palacio; pero bueno... No sé cómo se llama esta avenida, mira Huizi ¿por dónde vamos?”. Se cortó la comunicación.
A eso de las dos de la madrugada, varios vehículos llegaron al estacionamiento de Venevisión y se debía ya tener conocimiento del caos, porque el grupo de hombres fuertemente armados rodeó la entrada. El parpadeo intrigante de las luces de una ambulancia, que no se movía, como si se esperara una orden para evacuar el lugar, presagiaba algo funesto: que se fuera a producir un ataque contra el canal. Luego voces de radio de la gente de seguridad pusieron al descubierto que en la ambulancia había militares norteamericanos. La pequeña caravana que acompañaba a CAP entró al sótano. Había voces desajustadas, un misterioso secreto en la gente que iba y venía, asustada. Se oyó gritar, que por favor dejaran dos carros un poco más arriba, “por si acaso, y que los vigilantes suban con las armas a la terraza”.
Un gran desasosiego, pasos apresurados en los pasillos, y gran cantidad de técnicos pidiendo los equipos para llevarlos a unos los móviles especiales, los mismos que tenían preparados para la retransmisión del próximo sábado.
Y apareció Gustavo Cisneros porque realmente la cosa en Caracas estaba fea, y quería saber si se podía despegar desde La Carlota, en caso de una tragedia total. Hubo alguien en una oficina que gritó: “¡Si no están en diez minutos allá arriba, yo mismo subiré coño!” Así hablaba Gustavo.
¿Hacia dónde se dirigía todo aquel personal que iba a realizar una grabación para Venevisión en un prostíbulo, llamado Hotel La Colina? Se hizo allí por asuntos de seguridad. Todavía los historiadores analizan el caso. Hacía uno de los cuartos de aquel hotelito subió la comitiva que rodeaba al Presidente, al lado de un balcón, donde ya unos tres obreros colocaban tabiques y decoraban con alfombras un piso estragado y viejo.
Cisneros le había garantizado a CAP que lo pondría al aire, y en menos que canta un gallo dispuso para su protección a varios guardias cubanos. El oficial que acompañaba al señor Cisneros era del Comando Sur, bajo el mando del coronel Winston Cover, quien tenía órdenes para llevar a CAP a la embajada americana en un helicóptero, si llegaba a fallar la transmisión por Venevisión.
Cuando el Presidente entró con su cortejo, el ajetreo en el hotelito fue de dios y padre nuestro. El Presidente llevaba una semana durmiendo poco, en medio de grandes ajetreos. Acaba de llegar de Estados Unidos, y unos documentos que tenía que firmar para unos contratos estaban siendo horriblemente retrasados, y ahora sabía que debía dar una explicación al mismo Gustavo, y coño, en tal mal momento. Allí a su lado, el Contralmirante Huizi viéndole deprimido, le dijo:
- Esto es historia, Presidente.
- ¿Historia, cuento o película? No me lo diga, y ¿por qué sigue sin aparecer Fernando Ochoa Antich?
Los ojos fijos y vidriosos de Pérez, con un sudor frío, que no cogía el colorete que trataban de ponerle. En dos ocasiones había dicho Pérez al llegar: “qué vaina, qué vaina”. Le echaba la culpa a Ochoa Antich. Llamaba la atención la altivez de Cisneros quien parecía mucho más formal, más seguro de sí y más neto en medio de aquel caos. Cuando finalmente se pasó al pequeño cuarto para la grabación, se produjo una extraña vacilación en Pérez y se escuchó cuando don Gustavo le dijo: “No, no, le digo que no señor. Usted tiene que dominarse, o llamo a un médico. Es la hora de dirigirse serenamente a la nación y hacer ver que usted está en total control de la situación. Olvídese de Fernando Ochoa Antich”.
Hablaba Cisneros de manera imperiosa, como le solía hablar a sus empleados. A los pocos minutos se encendieron las luces y CAP se miró varias veces en un espejo pequeño. Se aclaró la voz, se ajustó el nudo de la corbata y pidió un poco más de colorete. Percibía un olor rancio a coyunda, sí a “coyunda”, quizá era el correaje de tantos compromisos atados a su cuello, “maldita sea”. Cogió un papelito donde le habían escrito algo uno de los asesores de Gustavo y lo memorizó. Movía con temblor nervioso los labios, y don Gustavo dio dos palmadas: “Vamos, vamos, que esto está muy ceremonioso”. Se trajo una bandera de Venezuela, bastante ajada, se le colocó por detrás al mandatario, y se encendió la luz roja de la cámara. Entonces CAP habló del gran desprestigio a nivel internacional en que habíamos caído Venezuela por culpa de unos irresponsables: “Me dirijo al país con firmeza pero con indignación...”.
Don Gustavo, con el rostro hierático, no le quitaba la mirada a CAP, y cuando terminó, le dijo que pasara a un bañito y se lavara la cara. El Presidente se secó con papel higiénico y una empleada que no le perdía de vista le quitó algunas pelusas blancas de la frente.
CAP tenía la cabeza llena de dudas, pero no encontraba cómo expresarlas, y además, por la mirada de Gustavo, se veía claramente que era éste quien le tenía prohibido hablar allí delante de la gente que le rodeaba.
Finalmente, a la salida del hotelito, hubo otro despelote al buscar cada uno de los personajes importantes un puesto en los carros. Iba el magnate Gustavo serio, sumamente preocupado: Lo que nunca imaginó, Venezuela entrando en esas despreciables tensiones propias de un Haití, de una Honduras, El Salvador o Bolivia. ¿A dónde se había llegado, carajo? A pocos metros del hotelito se produjo un hecho extraordinario: don Gustavo hace detener el carro que lleva a CAP y se coloca en la ventanilla para hablarle al Presidente, y le dice: “A partir de hoy las reglas de juego no son las mismas. Usted tiene compromisos muy serios que cumplir, y si no está en condiciones de seguir al mando de la república, dígalo con valor, lo exijo en nombre del grupo que represento. Le rogamos que no vaya a perder la calma. Tenga usted buen día”. Don Gustavo giró dándole la espalda, sin permitirle siquiera que CAP le replicara nada. Quizá no era el momento, ni había tiempo que perder.
A partir de aquel momento Venevisión cambió totalmente: A los pocos minutos un mar de políticos inundó sus estudios. No había un lugar dónde meterlos a todos, cómo atenderlos. Todos aquellos políticos que llegaban con bromitas y agudezas tontas, y que había que ponerlos en el aire inmediatamente. Salvar a la democracia era lo prioritario, y el congestionamiento era enorme: Rafael Caldera -el Diablo Cojuelo., Duodeno Fernández, Luis Toronto Camping; el experto petrolero, Quirós Corradi; el marxista, Teodoro Petkoff; el opudeísta José Rodríguez Iturbe, y apareció finalmente el General Fernando Ochoa Antich, Andrés Velásquez, Andrés Eloy Blanco, Hilarión Cardozo, Carlos Blanco, Claudio Fermín, Pedro Pablo Aguilar, Luis Alfaro Ucero,..
No había espacio en la sección de belleza, para atender tanta gente, ni suficiente colorete para darle forma humana y decente a aquellos personajes, realmente muertos. Escuchando que lo que había pasado era un peligro pasajero porque un país es del que lo ama, y que aquella concentración en el canal tenía la sartén por el mango y nadie se la iba a quitar.
El Mofletuo José Rodríguez Iturbe, era el que más movía los cachetes, y exclamaba:
- Patria hay una sola, y los verdaderos representantes del patriotismo de este país son los que están aquí en este canal. No vamos a permitir que un sargentón nos gobierne.
Fin del sainete.