La dimensión sociopolítica de la crisis económica

La dimensión sociopolítica de la crisis económica

El tema del cual se habla más en la Venezuela de hoy es la economía. Las discusiones están centradas en aspectos como el tipo de cambio, el déficit fiscal, la inflación, la especulación con los precios, las colas para comprar o el surgimiento de un mercado informal de reventa de bienes (los “bachaqueros”) que agrava la escasez y la carestía de la vida. Los más sesudos se refieren al fondo del problema: un modelo ( “económico”, dicen), que no es sostenible, impulsa las importaciones e inhibe la oferta interna, que debería dar paso a una economía centrada en la producción, el mejoramiento de la competitividad internacional, la disciplina del gasto, entre otras soluciones.

No obstante, si bien este tipo de discurso satura (y gobierna) la discusión, ningún sistema económico subsiste sin estar conectado a un realidad política precisa, que da cuenta de unos arreglos entre las fuerzas (clases, élites, organizaciones sociales, Estados, el contexto internacional) que lo sostienen o cuestionan. Fuerzas que disponen de determinada capacidad para presionar, negociar, pactar, disuadir, entrar en conflicto o someterse. De allí que la Economía, en tanto que disciplina de estudio, ha de ser “Economía Política”, como lo plantearan los clásicos.

En ese sentido queremos poner de relieve un aspecto de carácter sociopolítico, que a nuestro juicio (desde una posición de izquierda), está en la base de las dificultades que confronta el gobierno de Nicolás Maduro, para hacerse cargo de la situación que vivimos en la actualidad. Esto es: la calamidad, el mar de fondo que está detrás de las vacilaciones que observamos en las actuaciones oficiales es que en Venezuela, los avances logrados no dan cuenta todavía de la constitución del sujeto popular.

Hablamos de un sujeto popular autónomo (o con un grado elevado de autonomía), con capacidad propositiva y de movilización propias. Los sectores populares luchan, lo han hecho con mucha frecuencia especialmente en las últimas décadas, pero no hemos conseguido el punto de quiebre, la inflexión en la que la acumulación de las luchas deviene en la estructuración de organizaciones sociales fuertes, y estas a su vez en movimientos sociales amplios, plurales, envolventes, que más allá de la afiliación partidista, se transforman en interlocutores de los poderes estatales y económicos constituidos. Lo que puede implicar una relación de apoyo crítico o de alianza con gobiernos populares, pero en medio de debates y tensiones constructivas, sin desdibujamiento o subordinación.

Si el movimiento popular no deviene en sujeto generador de relaciones sociales significativas (hacia adentro y hacia afuera), observamos entonces que los factores políticos aliados (un gobierno popular por ejemplo), se debilitan y acaban por ceder posiciones ante los adversarios o hundirse en la vacilación. La socialdemocracia ha corrido esa suerte, en la medida que sólo consigue ser consecuente con su programa de reformas y reivindicaciones en los momentos de bonanza, mimetizándose con la derecha en los períodos de estancamiento o de crisis, reduciéndose a ser, de esa manera, un efecto-veleta de la coyuntura económica. Víctima del sindicalismo burocrático, de aparato, que ella misma contribuye a crear con tanto celo.

La economía venezolana (en crisis abierta y profunda desde el primer gobierno de CAP), exige una dirección política con mucha fuerza para hacerle frente a la situación. El problema es que las medidas que podrían tomarse no pueden sostenerse solamente en las decisiones que emanan legítimamente del palacio de gobierno, o en la memoria de las numerosas victorias electorales precedentes. Necesitan apoyarse en el eco organizado, beligerante y respondón de la calle. ¿Cómo por ejemplo auditar, sancionar y evitar el fraude -de miles de millones de dólares- efectuado por particulares, empresas privadas, transnacionales, bancos, en alianza con sectores del gobierno, encubridores y cómplices? O suspender temporalmente la cancelación de la deuda (o una parte de ella) para encarar el enorme descenso del ingreso petrolero debido a la brutal caída de los precios. Sin la fuerza vibrante de la calle, capaz de discutir, proponer y avanzar, empleando sus propios medios de participación y de lucha, es difícil acometer decisiones importantes.

Para adoptar medidas fuertes y de control social que puedan funcionar (incluso, para hacer concesiones parciales si fuesen necesarias), resulta decisivo contar con una implantación real en la sociedad (de una hegemonía en la sociedad civil como diría Gramsci), que no puede derivar, únicamente, de la unidad cívico-militar. Especialmente si del lado del componente “cívico”, no se cuenta con sindicatos fuertes y autónomos, organizaciones comunitarias fuertes y autónomas, movimientos estudiantiles fuertes y autónomos. Unidos y convergentes en plataformas reivindicativas y sociopolíticas, que puedan incluso exponer a la discusión un proyecto propio de sociedad.

Si la calle es débil, el gobierno tiende a ser débil. El problema es que la formación del sujeto popular no se decreta, se construye en las luchas, en un proceso de acumulación de poder social, en el que (sin idealizaciones), hay victorias y derrotas, aciertos y equivocaciones. Tampoco el sujeto popular consigue constituirse si se limita a ser el predicado de un liderazgo, pasado o presente, por importante que este sea. No obstante, un gobierno aliado de los sectores populares podría asumir como propósito contribuir a la superación del paternalismo, de la partidización extrema, el aclamacionismo y la aplaudidera, que por décadas (otro rasgo del rentismo), ha sido la línea política que ha predominado en la relación con la base social. Una cultura puntofijista blanquiverde que si bien no ocupa Miraflores, sigue viva en la sociedad. Vino nuevo en odres viejos.

Desde la autonomía es como los trabajadores, las comunidades, consumidores, los jóvenes, los viejos, mujeres organizadas, campesinos, artesanos, cultores, pequeños y medianos productores, discapacitados, especialistas y otros sectores, en el proceso de su constitución en sujeto popular, empoderado de si mismo y frente al otro, pueden ayudar a un gobierno progresista a sortear obstáculos y seguir adelante. El paternalismo esclaviza, engendra subordinación, pasividad.

Nos dice Boaventura de Souza: “Los ciudadanos sumisos no luchan por aquello a lo que tienen derecho, sólo aceptan lo que les es dado”. En medio de la difícil situación actual estimulemos al movimiento popular a conquistar su propia emancipación. Dejemos de halagarlo o solicitarle lealtad desde la ilusión. Auspiciemos que se suelte la cabulla, piense y haga sin tantas alcabalas. Tengamos presente compañeros que no hay sumisión que sea revolucionaria.

César Henríquez Fernández
Enero 2015


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