Como si de una obra de Bertolt Brecht se tratase, con su paradigmática valoración de los hombres que luchan toda la vida, esos a quienes él llama "imprescindibles", quien suscribe, mero aprendiz de su letra, intentará guiarse en el magno dramaturgo para establecer sin medias tintas la razón fundamental que impulsa nuestras vidas como revolucionarios: Liberar al hombre de todas las formas de explotación que lo degradan dentro de la sociedad dividida en clases y en el curso de esa lucha alcanzar la redención de nosotros mismos.
Ciertamente, años de resistencia intransigente frente a los diversos instrumentos controlados por el capitalismo (el Estado, las leyes, las iglesias, los centros educativos, las agencias de comunicación, la familia, la cultura, etc.) nos advierten que desarrollar una revolución triunfante implica un largo camino, de allí que hoy ventilemos esta profunda reflexión que nada tiene que ver con la rendición ni el repliegue. De modo pues que si hemos manifestado que seremos libres sin importar lo inmenso que pueda ser el sacrificio y que sostenemos el compromiso de abrir nuevos caminos a futuras generaciones de luchadores que mantengan vivo nuestro esfuerzo, entonces debemos asimismo asumir que si nuestra vida entera no alcanzare para libertar a los oprimidos del mundo ni a los de un continente o toda una nación; de todos modos la historia nos reclamará consignar antes de nuestra muerte alguna demostración de virtud revolucionaria.
Entonces, desde esa perspectiva, indispensable será concretar, por ahora, dentro de alguna porción de territorio el modelo socialista por el cual tanto hemos luchado, es decir: La comuna. Para fundarla bastaría una decena de revolucionarios, un primer colectivo de imprescindibles capaces de abrazar un régimen de verdadera convivencia entre hermanos. Allí conformaríamos una misma familia y aboliríamos toda noción de propiedad privada. Libres de prejuicios y en colectivo, educaríamos a nuestros hijos y cuidaríamos de nuestros ancianos. Juntos haríamos prevalecer un nuevo principio ético de solidaridad por encima del ancestral y primitivo instinto de mezquindad y competencia.
La comuna jamás pretendería anular la identidad individual de sus integrantes, pues reconoce a ésta como rasgo inherente a la naturaleza del ser humano, sino que promovería una nueva cultura socialista basada en iguales derechos y obligaciones para todos, donde se garantizaría a cada quien poder crecer y expresarse en armonía con sus semejantes. La comuna sería la democracia que fomentaría la elevación de nuestras mejores virtudes humanas para vivir del modo asociativo y fraternal que siempre hemos soñado, donde los bienes espirituales y materiales más preciados de cada miembro serían depositados en un fideicomiso de riquezas para el igual beneficio de todos los comuneros. En esencia, nuestro planteamiento invita a los revolucionarios a la realización de una autoevaluación ética y moral, a la verificación de nuestra capacidad de desprendimiento y a la comprobación de la coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos; pues quien no esté dispuesto a vivir en la comuna mucho menos dispuesto puede estar para vivir en el Socialismo. En definitiva, la comuna no constituye nuestro punto de llegada en la destrucción del capitalismo, sino un auténtico punto de partida. Es sin duda, el magnífico ejemplo que podremos brindarle a toda la humanidad. Solo me resta una interrogante, ¿Deseas unirte a la comuna?
(*) Constitucionalista y Penalista. Profesor Universitario
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