Mucho se ha discutido sobre la verdadera naturaleza del derecho de autor, cuestión que sin perjuicio de las consideraciones políticas y socio-culturales que puedan hacerse al respecto, debe dilucidarse también a la luz de las ciencias jurídicas.
Si comparamos al derecho de autor con el dominio sobre los bienes materiales, nos encontramos con que la propiedad es perpetua (porque dura mientras la cosa exista, aunque cambie de titular), mientras que el derecho de autor es temporal; la propiedad solamente contiene relaciones económicas entre el sujeto y el objeto, al tiempo que el derecho de autor mantiene siempre una vinculación espiritual o afectiva entre el creador y su obra; la propiedad solamente otorga derechos de orden patrimonial, pero el derecho de autor tiene una doble estructura, que comprende derechos morales y patrimoniales; la propiedad es susceptible de una transmisión plena de derechos por acto entre vivos, mientras que el contenido moral del derecho de autor es inalienable e irrenunciable.
No en balde, con la reforma legislativa venezolana de 1962 se cambió la denominación de la ley anterior (que se llamaba “Ley de Propiedad Intelectual”) por la del “Derecho de Autor” y en su Exposición de Motivos se dejó en claro que “aun cuando se aplicase, lo que es muy controvertido, el término propiedad a los derechos sobre los bienes inmateriales, no parece justificado aplicarlo a un derecho como el del autor, que reúne no sólo facultades patrimoniales … sino también
facultades de orden moral, que hoy en día cobran más relieve” 1, posición en la que coincidimos desde hace muchos años 2.
Si observamos la situación desde la perspectiva de los Derechos Humanos, resulta que el artículo 27,2 de la Declaración Universal proclama que “toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora”, al tiempo que el artículo 17 de la misma Declaración consagra que “toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente” y que “nadie será privado arbitrariamente de su propiedad”.
Quiere decir entonces que si para los redactores de ese instrumento el derecho de autor se considerara una propiedad, pues simplemente el artículo 27,2 de la misma Declaración estaría sobrando, porque la protección de los creadores habría quedado subsumida en el artículo 17.
Pero entonces: ¿Por qué algunas legislaciones continúan llamando al derecho de autor como “propiedad intelectual” y por qué en el plano internacional el derecho de autor forma parte del amplio espacio jurídico de la llamada “propiedad intelectual”?.
La razón tiene que buscarse en el contexto histórico dentro del cual nació el derecho de autor en la tradición latina, a raíz de la Revolución Francesa, pues los ideales libertarios de ese proceso, inspirados en este aspecto en las concepciones de filósofos que la precedieron (como Kant en Alemania, Hobbes en Inglaterra o Rousseau en la propia Francia), consideraron que el producto de la creatividad del hombre “era suyo” como el resultado de su trabajo y como una “emanación de su personalidad”, de manera que el derecho del autor integraba uno de los derechos fundamentales del Hombre, bajo el principio por el cual sólo la persona humana puede realizar una creación intelectual, expresión de su manera de pensar o de sentir.
Pero los juristas franceses de la época, impresionados por las particulares características del derecho que recién se reconocía en el sistema continental, no lograron advertir que se trataba de una nueva categoría de derechos y, por ello, ubicaron al del autor dentro de la tradicional clasificación romana de los derechos, entre aquellos que les pareció más cercano, el del dominio sobre las cosas, como una “propiedad literaria y artística”, como se le denominó en su momento.
Sin embargo, nunca estuvo en la mente de los redactores de las leyes revolucionarias francesas la concepción del derecho de autor como una simple propiedad material, lo que se vio reflejado en la célebre frase del Diputado Le Chapelier, al presentar a la consideración de la Asamblea Nacional francesa el proyecto de primera ley de 1791, al decir que se trataba de “la más sagrada, la más legítima, la más inatacable y la más personal de todas las propiedades”, en lo que parecía más una concepción “sui generis” de una especie de “propiedad espiritual”.
Esa naturaleza particular del derecho de autor, distinta de la propiedad, se traslució al plano internacional, cuando al aprobarse los primeros tratados internacionales con vocación mundial sobre el área de los derechos intelectuales, uno de ellos, el de París de 1886 (relativo fundamentalmente a las soluciones técnicas y a los signos distintivos), se denominó “Convenio para la Protección de la Propiedad Industrial”, mientras que el otro, el de Berna de 1889 (para la tutela de los creadores literarios y artísticos), no utilizó el término propiedad, sino que se llamó “Convenio para la protección de las Obras Literarias y
Artísticas”.
Y es que el Convenio de Berna no fue el resultado de la iniciativa de países poderosos frente a los débiles, ni obedeció a los intereses particulares de las industrias del sector cultural (incipientes para la época, por lo demás) sino que, por el contrario, surgió como producto de una larga lucha de los creadores intelectuales agrupados en la “Association Littéraire et Artistique Intemationale” (ALAI), presidida por el célebre escritor Víctor Hugo, quien luego de muchos años de esfuerzos para reunir a los autores del mundo y lograr una adecuada protección a nivel internacional, falleció lamentablemente antes de ver cristalizado su sueño.
Esa tendencia se ha mantenido en el tiempo, cuando el último instrumento internacional específico sobre la materia se denomina “Tratado de la OMPI sobre Derecho de Autor” (y no sobre “propiedad intelectual”), convención que mantiene incólumes los grandes principios reconocidos en 1889, bajo la inspiración de las propuestas presentadas por el gran Víctor Hugo, hasta el punto que para adherirse a ese nuevo Tratado los países deben cumplir con las disposiciones sustantivas del Convenio de Berna.
Pero entonces ¿por qué el derecho de autor se incluye en el Acuerdo ADPIC sobre “Propiedad Intelectual” en el marco del Tratado de la OMC y por qué se ubica también en el capítulo de “Propiedad Intelectual” en los Tratados de Libre Comercio?.
Porque, desgraciadamente, en las negociaciones económicas internacionales el derecho de autor se ha visto simplemente como una “mercancía” (y de allí que los derechos morales de los autores brillen por su ausencia en dichos instrumentos), de manera tal que la “dimensión humana” de estos derechos no aparece allí por ninguna parte.
Afortunadamente, nada de dichos acuerdos y tratados permite la desaplicación de los grandes principios humanistas que inspiraron al Convenio de Berna, como instrumento internacional “madre” para la protección de los creadores.
En conclusión, ver al derecho de autor como una propiedad es olvidar que se trata de una materia “de interés público”, interrelacionada con los derechos sociales y culturales, donde entran en juego el aliento a la creatividad, el desarrollo cultural endógeno, la protección de la diversidad cultural y la producción de nuevos bienes inmateriales que nos permitan disfrutar del avance de la inteligencia en el campo de las ciencias, las artes y las letras.
Si comparamos al derecho de autor con el dominio sobre los bienes materiales, nos encontramos con que la propiedad es perpetua (porque dura mientras la cosa exista, aunque cambie de titular), mientras que el derecho de autor es temporal; la propiedad solamente contiene relaciones económicas entre el sujeto y el objeto, al tiempo que el derecho de autor mantiene siempre una vinculación espiritual o afectiva entre el creador y su obra; la propiedad solamente otorga derechos de orden patrimonial, pero el derecho de autor tiene una doble estructura, que comprende derechos morales y patrimoniales; la propiedad es susceptible de una transmisión plena de derechos por acto entre vivos, mientras que el contenido moral del derecho de autor es inalienable e irrenunciable.
No en balde, con la reforma legislativa venezolana de 1962 se cambió la denominación de la ley anterior (que se llamaba “Ley de Propiedad Intelectual”) por la del “Derecho de Autor” y en su Exposición de Motivos se dejó en claro que “aun cuando se aplicase, lo que es muy controvertido, el término propiedad a los derechos sobre los bienes inmateriales, no parece justificado aplicarlo a un derecho como el del autor, que reúne no sólo facultades patrimoniales … sino también
facultades de orden moral, que hoy en día cobran más relieve” 1, posición en la que coincidimos desde hace muchos años 2.
Si observamos la situación desde la perspectiva de los Derechos Humanos, resulta que el artículo 27,2 de la Declaración Universal proclama que “toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora”, al tiempo que el artículo 17 de la misma Declaración consagra que “toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente” y que “nadie será privado arbitrariamente de su propiedad”.
Quiere decir entonces que si para los redactores de ese instrumento el derecho de autor se considerara una propiedad, pues simplemente el artículo 27,2 de la misma Declaración estaría sobrando, porque la protección de los creadores habría quedado subsumida en el artículo 17.
Pero entonces: ¿Por qué algunas legislaciones continúan llamando al derecho de autor como “propiedad intelectual” y por qué en el plano internacional el derecho de autor forma parte del amplio espacio jurídico de la llamada “propiedad intelectual”?.
La razón tiene que buscarse en el contexto histórico dentro del cual nació el derecho de autor en la tradición latina, a raíz de la Revolución Francesa, pues los ideales libertarios de ese proceso, inspirados en este aspecto en las concepciones de filósofos que la precedieron (como Kant en Alemania, Hobbes en Inglaterra o Rousseau en la propia Francia), consideraron que el producto de la creatividad del hombre “era suyo” como el resultado de su trabajo y como una “emanación de su personalidad”, de manera que el derecho del autor integraba uno de los derechos fundamentales del Hombre, bajo el principio por el cual sólo la persona humana puede realizar una creación intelectual, expresión de su manera de pensar o de sentir.
Pero los juristas franceses de la época, impresionados por las particulares características del derecho que recién se reconocía en el sistema continental, no lograron advertir que se trataba de una nueva categoría de derechos y, por ello, ubicaron al del autor dentro de la tradicional clasificación romana de los derechos, entre aquellos que les pareció más cercano, el del dominio sobre las cosas, como una “propiedad literaria y artística”, como se le denominó en su momento.
Sin embargo, nunca estuvo en la mente de los redactores de las leyes revolucionarias francesas la concepción del derecho de autor como una simple propiedad material, lo que se vio reflejado en la célebre frase del Diputado Le Chapelier, al presentar a la consideración de la Asamblea Nacional francesa el proyecto de primera ley de 1791, al decir que se trataba de “la más sagrada, la más legítima, la más inatacable y la más personal de todas las propiedades”, en lo que parecía más una concepción “sui generis” de una especie de “propiedad espiritual”.
Esa naturaleza particular del derecho de autor, distinta de la propiedad, se traslució al plano internacional, cuando al aprobarse los primeros tratados internacionales con vocación mundial sobre el área de los derechos intelectuales, uno de ellos, el de París de 1886 (relativo fundamentalmente a las soluciones técnicas y a los signos distintivos), se denominó “Convenio para la Protección de la Propiedad Industrial”, mientras que el otro, el de Berna de 1889 (para la tutela de los creadores literarios y artísticos), no utilizó el término propiedad, sino que se llamó “Convenio para la protección de las Obras Literarias y
Artísticas”.
Y es que el Convenio de Berna no fue el resultado de la iniciativa de países poderosos frente a los débiles, ni obedeció a los intereses particulares de las industrias del sector cultural (incipientes para la época, por lo demás) sino que, por el contrario, surgió como producto de una larga lucha de los creadores intelectuales agrupados en la “Association Littéraire et Artistique Intemationale” (ALAI), presidida por el célebre escritor Víctor Hugo, quien luego de muchos años de esfuerzos para reunir a los autores del mundo y lograr una adecuada protección a nivel internacional, falleció lamentablemente antes de ver cristalizado su sueño.
Esa tendencia se ha mantenido en el tiempo, cuando el último instrumento internacional específico sobre la materia se denomina “Tratado de la OMPI sobre Derecho de Autor” (y no sobre “propiedad intelectual”), convención que mantiene incólumes los grandes principios reconocidos en 1889, bajo la inspiración de las propuestas presentadas por el gran Víctor Hugo, hasta el punto que para adherirse a ese nuevo Tratado los países deben cumplir con las disposiciones sustantivas del Convenio de Berna.
Pero entonces ¿por qué el derecho de autor se incluye en el Acuerdo ADPIC sobre “Propiedad Intelectual” en el marco del Tratado de la OMC y por qué se ubica también en el capítulo de “Propiedad Intelectual” en los Tratados de Libre Comercio?.
Porque, desgraciadamente, en las negociaciones económicas internacionales el derecho de autor se ha visto simplemente como una “mercancía” (y de allí que los derechos morales de los autores brillen por su ausencia en dichos instrumentos), de manera tal que la “dimensión humana” de estos derechos no aparece allí por ninguna parte.
Afortunadamente, nada de dichos acuerdos y tratados permite la desaplicación de los grandes principios humanistas que inspiraron al Convenio de Berna, como instrumento internacional “madre” para la protección de los creadores.
En conclusión, ver al derecho de autor como una propiedad es olvidar que se trata de una materia “de interés público”, interrelacionada con los derechos sociales y culturales, donde entran en juego el aliento a la creatividad, el desarrollo cultural endógeno, la protección de la diversidad cultural y la producción de nuevos bienes inmateriales que nos permitan disfrutar del avance de la inteligencia en el campo de las ciencias, las artes y las letras.