La tecnología moderna o la sofisticada decadencia

El ser humano, ciertamente, es una criatura que necesita esperanzas, de ahí que el haber creado un discurso como el del “progreso” haya calado tanto en tanta gente, aunque como ya se sabe y como lo ya lo dijo Kafka en su momento “Creer en el progreso no significa que haya habido progreso”. ¿Lo hemos alcanzado hoy día? Aquí la palabra clave es “creer”, el tener la esperanza, o el haber logrado que los demás creyeran y alimentaran falsas esperanzas. El progreso, así como el desarrollo (no pondré más comillas en estos vocablos), son las palabras clave del discurso que, de entender los burros nuestro idioma, servirían para legitimar su eterno andar tras la zanahoria, la cual nunca alcanza aunque arrastre kilómetros la carreta donde está sentado aquel a quien beneficia, el mismo que por casualidad sostiene con el palo y la cuerda, la motivación del burro.

¿Ha habido progreso en el mundo de hoy? El progreso general de las naciones, desde 1945 quedó plasmado como uno de los objetivos contentivos de la Carta de la ONU, desde entonces el planeta ha sufrido los grandes avances del progreso que no han hecho de dichos objetivos, mera letra muerta: la guerra, como manera de acabar con amenazas inexistentes y apoderarse de recursos naturales que necesita el imperio para sostener un estilo de vida basado en un consumo irracional de energía y de todo lo demás, cuyos grandes logros han sido la destrucción cultural de pueblos enteros, enfermedad y miseria; un problema ecológico que amenaza seriamente con crear las condiciones para que la actual elite dominante y demente sea la única que desde la luna o alguna estación espacial, tenga posibilidades de sobrevivencia ya no sobre la tierra, lugar que estará en plena devastación, progresivamente inevitable, por cortesía de los acólitos del desarrollo y el progreso.

El ser humano necesita creer porque necesita trascender. La conciencia de la finitud de la vida, la conciencia de la muerte, el tener la convicción del fin, nos convierte en animales en búsqueda de sentido, una búsqueda que desde el surgimiento de la modernidad capitalista como emancipación o salida de la inmadurez producto del esfuerzo de la razón como proceso crítico (Dussel), se asimiló a la nueva manera de ver y entender el mundo como un continuo, a la historia como el espacio de la superación y el progreso, el desarrollo constante como proceso inacabable, infinito. Esto sugiere en un primer momento que, la búsqueda perpetua de lo nuevo, la compulsión hacia la innovación, la visión teleológica de las cosas (aristotélica), no es algo que forme parte de la “esencia” de la especie humana; dicha visión, cosa muy distinta, se convirtió en la esencia de la seguridad y sentimiento de poder del hombre moderno, propio de un período histórico particular con orígenes bien identificados aunque objeto de debate, nunca acabado ni eterno.

Plantear la tecnología como forma de trascendencia puede que aluda a una perversión propia de nuestra época. Definitivamente hay razones para defender el avance de la ciencia y la tecnología pero ¿Hay más razones para defenderla que para condenarla? Lograr usar la energía nuclear para electrificar un país, como en el caso de Francia en un 70% más o menos, es un logro importante de la civilización moderna pero ¿Eso revive a las víctimas de Hiroshima y Nagasaki? ¿Habrá que considerar a Chernóbil y a las víctimas del uranio empobrecido en Irak, las de ahora y del futuro, como males necesarios y comprensibles sólo porque se ha logrado darle un uso distinto a dicha energía? Ilia Nóvik, en el prefacio a su obra “Sociedad y Naturaleza” (Editorial Progreso. 1980), afirma que para esa fecha ya se reconocía la “desfavorable situación ecológica”, problema que demandaba para enfrentarlo efectivamente, medidas de carácter sociopolítico, económico, jurídico, científico y técnico.

El análisis de los ya inocultables problemas ecológicos, dice Nóvik, había producido para esos días todo un caudal de publicaciones en varios países. De las diversas posturas destacaban dos, que para el autor eran visibles extremismos: el pesimismo ecológico y el superoptimismo técnico. La primera, catastrófica, afirma que la destrucción del hábitat natural del hombre es inevitable a causa de los efectos de la ciencia y la técnica; de la segunda destaca su seguridad en la superación de las “dificultades ecológicas” producto de la ciencia y la técnica mediante, por supuesto, la ciencia y la técnica. Han pasado 28 años y la primera postura parece reclamar cada vez más veracidad, no obstante los actuales superoptimistas siguen afirmando irresponsablemente que la solución al ya irreversible daño ecológico, sobrevendrá en un estadio tecnológico superior.

¿Es mala la tecnología? ¿Es buena? ¿Depende del cristal con que se mire? Decir que no es ni buena ni mala no es afirmar su neutralidad. Y como no es neutral seria correcto destacar su carácter perverso. Ciertamente, la evolución del hombre y el avance de la técnica han sido procesos hasta directamente proporcionales; China, por ejemplo, pueblo milenario conocido por su organización y laboriosidad, se caracteriza también por ser, milenariamente, un pueblo tecnológicamente precoz, aunque algunos “modernos” aún afirmen que la pólvora y la brújula se inventaron en Europa. Intrínsecamente, no tendría que haber nada perverso en la aplicación práctica de los conocimientos científicos, pero hablar de la tecné griega o de la precoz evolución técnica de los antiguos chinos, no es hablar nunca de la tecnología moderna levantada sobre la base de la distinción mente-cuerpo, cultura-naturaleza y sujeto-objeto. Aquí comienza la perversión.

Un estudio riguroso, sobre las enfermedades cuyos alivios o soluciones definitivas se han presentado como grandes avances de la ciencia médica, podría también casuísticamente determinar cuales de esas enfermedades, por ejemplo, han surgido en la época de la modernidad, para no recordar que antes de la conquista hispano-lusitana eran muchas las enfermedades que no se padecían en las tierras de nuestramérica. Quiero decir que, el modelo civilizatorio occidental, su modo de organizar la sociedad en torno al capitalismo productivista (que siempre cuenta con pueblos y generaciones enteras sobre quienes descargar sus repetidas crisis (como ahora)), el Estado demo-liberal burgués y la visión teleológica moderna, producen soluciones a problemas causados por ese mismo modelo, soluciones que lógicamente son presentados como “avances” y “logros” de los institutos de investigación y desarrollo.

En este sentido, no puede ser menos que ingenuo, pensar que los productos tecnológicos son emancipadores, liberadores e inocuos en sí mismos; o que la tecnología no implica ni produce problemas salvo por el mal uso que de ella se hace, luego de que un grupo inquieto, filantrópico y desinteresado de científicos, han descubierto, por ejemplo, como producir y dirigir fenómenos climáticos (huracanes, ciclones, tsunamis) a voluntad y en cualquier lugar del mundo. En el interregno transcurrido, entre la toma de conciencia del daño que ha producido algún artilugio tecnológico y el hallazgo milagroso del buen uso que puede hacerse de él, son muchas las vidas que pueden trágicamente perderse. El uso pacífico de la energía nuclear fue precedido, de perogrullo pues, por su uso no pacífico, por la utilización propiamente perversa, mortífera y criminal que se hizo de los descubrimientos hechos en la materia.

Todo lo anterior, pretende demostrar el carácter perverso de la tecnología, sin embargo es un hecho que, el mundo en que vivimos es, en palabras de Ramón Grosfoguel, un sistema-mundo Europeo/Euro-norteamericano moderno/colonial capitalista/patriarcal, es decir, un proyecto orientado a totalizar la modernidad occidental que si bien no se ha instaurado coherente y completamente en el mundo, ha adoptado formas híbridas o sincréticas en nuestras sociedades subalternas -proceso dentro del cual se encuentra nuestra tradicional copianderia y adopción de perspectivas eurocéntricas de conocimiento- y que ha logrado estructurar un sistema dentro del cual nos formamos, trabajamos, hacemos vida y dentro de los cuales, utilizando hasta cierto punto sus propias herramientas (contra-hegemonía), podemos adoptar posturas críticas que podrían definir el rumbo de la alteridad, hacia otro mundo posible.

Los aportes de Gramsci y su concepto de Hegemonía, y con él los de Marx, siguen siendo de gran utilidad para comprender, como las relaciones de dominación y explotación de una minoría sobre grandes mayorías, pueden llegar a ser aceptadas como normales, como “el orden del mundo”, en virtud de los procesos de armonización y naturalización implementados sistemáticamente por las clásicas instituciones de la sociedad civil (Iglesia, Escuela, Medios de Comunicación (aunadas ahora a la Internet)). En este sentido, la naturalización del discurso hegemónico del neoliberalismo se debe en gran parte a la particular articulación, por una parte, de las dualidades radicales de la modernidad (Barbarie-Civilización) con la idea del progreso lineal como mitos fundacionales del orden en que vivimos; y por otra, la articulación entre el llamado conocimiento experto (que pretende monopolizar toda competencia cultural) con el capital y las estructuras administrativas del Estado.

Es en este sentido que debería entenderse la tecnología. Como tecnología moderna y por lo tanto vinculada intrínsecamente al capitalismo, a las estructuras de poder y las instancias de la sociedad civil, encargadas nada menos que de, a la dominación política, sumarle la imprescindible dirección intelectual y moral como conducción de la sociedad hacia la “cohesión social” o, “el armónico bloque histórico”, como nefasta concordia capaz de llevar la humanidad hacia su completa perdición.

No obstante, en Venezuela, país joven caracterizado por ser una compleja trama de tradición y modernidad, es posible adoptar y adaptar la modernidad en un sentido distinto no capitalista, lo que implicaría implementar políticas orientadas a deslastrar a la modernidad y su tecnología de su vinculación capitalista, lo que se traduce en un arduo, permanente y complejo trabajo para lograrlo. Esto significa, entre otras cosas, democratizar la tecnología de potencial emancipatorio y liberador, así como concienciar a la población en su conjunto sobre el uso prudente y sensato de la técnica, de manera de ponerla al servicio del ser humano, y no convertir al ser humano en un objeto de la técnica, consecuencia ésta de un sistema, de una economía como universo enajenado, para el que la gente ha trabajado y trabaja, sin que se haya logrado poner dicho sistema al servicio de la gente.

El área de la biotecnología, es un ejemplo que ilustra claramente las consecuencias perversas de una tecnología articulada a los intereses del mercado transnacional, el Estado y universidades e institutos de investigación. En “La Ciencia Neoliberal”, Edgardo Lander expone de manera sistemática y rigurosa, las consecuencias, implicaciones y funcionamiento de dicho entramado. Citando a Hans Jonas (1984), el ensayo, concluyente, finaliza así: “…la capacidad tecnológica para transformar la naturaleza siempre será mayor que la capacidad para prever las consecuencias de esas transformaciones. Los seres humanos tenemos la capacidad de destruir la vida en el planeta Tierra y nuestra responsabilidad ética con la vida es directamente proporcional a ese poder. El modelo científico-tecnológico guiado por la desenfrenada lógica mercantil es la negación total de dicha responsabilidad ética. La ciencia neoliberal se ha convertido en una amenaza extraordinaria a la vida. Quizás ha llegado el momento en que hay que dejar de hablar de las llamadas “ciencias de la vida”, para reconocerlas como aquello en lo cual tienden a convertirse, en ciencias del control y de la muerte.


amauryalejandro@gmail.com


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