Que nos falta por vender

Colombia está haciendo “macuare” con los “dólares venezolanos”, con la comida y ahora con la compra literalmente por kilos de los billetes de cincuenta y cien bolívares para pagar al raspacupo. Las colas en los bancos para sacar marrones y verdosos son bien largas y la “mojadera” de las manos de los cajeros para que les consigan los ladrillos de billetes nuevecitos, es otro capitulo mas de esta distorsionada situación. Ya no hay asombro en nuestro imaginario para ver lo que se va por el sumidero fronterizo, a la vista complaciente y complacida de nuestras “autoridades” que conforman eso si, la perfecta unión cívico-militar, pero no la soñada por el camarada Comandante Chávez.

Chávez dignificó al soldado venezolano. Antes, en tiempos cuartorrepublicanos, cuando se prestaba el servicio militar voluntario e involuntario, ser trasladado a la frontera era sinónimo de castigo. Ese trajinar de la vida militar que como escarmiento sufrían los efectivos que custodiaban nuestras fronteras, era peligroso y muchas veces no sabían en que lado del hito estaban ubicados. Era puestos agrestes, sin la tecnología geoespacial de ubicación, sin vehículos ni lanchas, con el rancho ardiendo sin comida, ni mucho menos telecomunicaciones. Si existía una noviecita, tenías que preocuparte que al volver al barrio cuando te daban la ansiada pernocta (sino lo castigaban en el tigrito, por no lavar el carro del comandante), esta aun no te había dejado y lo mas difícil era distinguir la cara de tristeza de la vieja al ver a su hijo famélico, que tanto le costó criarlo. El uniforme que te daban era mas grande o mas pequeño que tu cuerpo, no el justo y un pesado FAL medio aceitado era tus armas para la defensa patria. Muchas veces tenían que pasar al otro lado para hartarse de pan de huevo con una gaseosa y fumar que jode cigarrillos piel roja, que los dejaban con el mismo aspecto del indio de la cajetilla. Ese era su día a día mientras esperan las eventuales  escaramuzas con la guerrilla o los contrabandistas, donde no salían muy favorecidos por cierto. Terminado este periplo, retornaban a sus hogares con menos de lo que tenían: menos ropa, menos dinero, menos kilos y menos ganas de regresar a estos montes. Las medallas, los ascensos y el narrar las hazañas de  las fuerzas armadas, quedaban para los chivos de estrella y soles, cuanto estaban en su “dura batalla” al “maraquear” el hielo de su escocés mayor de edad.

Ahora, el venir a “defender la frontera” para algunos se ha convertido en un privilegio, mas que un deber patrio. No es el  castigo de otrora. El pueblo está muy, pero muy molesto, en grado superlativo, grandilocuente, vale decir muy arrecho, arrechísimo y por decirlo menos procaz, indignado (espero haberlo expresado bien) mas que por hacer una inhumana y ofensiva cola, por ver las caravanas de gasolina, víveres, materiales de construcción, rebaños de semoviente y ahora kilos y kilos de papel moneda que traspasan indemnes la franja sin ley, que colinda con nuestra “hermanita” colombiana. Aun mas provocadoramente vejatorio, es ver el desparpajo insolente con que algunos han formado una pervertida alianza con los que trafican. La gente ve que descaradamente “servidores públicos” fronterizos que con un salario nada notable, poseen en poco tiempo un estilo de vida y bienes materiales, que no corresponde a sus ingresos y lo peor del caso es la tropelía diaria que hacen contra el pueblo que reclama.  Ahora, con lemas como “A mi me pagan por gritarle a la gente” como me lo “sugirió” con alaridos y saliva en mi rostro, un jefe militar cuando me “pidió” con ese tipo de “discreción” que me apartara porque no me quería ver ahí, han sustituido la nobleza de la impronta cívico-militar. Esto es común en las alcabalas y en los espacios “civiles” de libre tránsito. Esa unión cívico militar, la ha ido convirtiendo en una emulsión.

Esta reflexión parte al ver como existe un agotamiento anímico, sicológico y físico que envuelve al grueso de la población venezolana, sin distingo de ningún tipo. Es abrumador. Nuestro pueblo, independientemente del espacio político, social o geográfico en que cree se encuentre, está en una sala de espera abarrotada, expectante y hasta confiados de que salga alguien y les de una respuesta tangible, no anuncios grandilocuentes de esperanza que alivian tanto como un placebo. La gente tiene sus citas diarias en las interminables y pérfidas colas, o en las aceras cuando se va la luz o en su lugar de trabajo y hasta en sus espacios religiosos. Esos son sus lugares comunes, el punto de sus  desencuentros. La culpa o defensa, se la pelotean como en un encarnizado juego de ping pong, porque hay mucho espacio para la confrontación y uno muy estrecho para el discernimiento.

Vivimos en una vida, en un país, en unos tiempos donde se exagera la realidad, pero también donde hay una realidad exagerada. No se si el filosofar mundano que me ha envuelto hoy, me abstraiga un poco de lo que me circunda o será mas bien que los abstraídos de este entorno vivencial, son nuestros “mandos políticos y burocráticos revolucionarios” que se han separado del significado soberano, que se le endilgó al pueblo y que ahora al parecer, una vida  honesta se ha convertido en una inadaptación social.

Sin el legado de Chávez no hay Revolución y todos somos Chávez en esta Revolución.



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Carlos Contreras


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