L a realidad de las cosas no tiene una sola cara, en general es polifacética.
Para conocerla a plenitud hay que examinarla, entenderla a profundidad. El pueblo norteamericano nos está dando un ejemplo extraordinario de su verdadera entidad. Lo hemos creído, yo entre ellos, un pueblo superficial, racista, fanático religioso, manipulable, que retaba la sensibilidad humana por su desprecio hacia la raza negra. Hoy nos está demostrando la amplitud de su corazón y está por escoger a un hombre de color para dirigir los destinos de su vida futura, independientemente de lo que llegue a representar. Nuestra admiración se acrecienta cuando sabemos que ese pueblo está sometido a la más cruel de las presiones que puede recibir un ser humano: la violencia deletérea del alma, deformante de los sentimientos por medio de los instrumentos de las oligarquías para hacer del hombre un ser inanimado, sin sensibilidad, sólo capaz de defender, como robots, los intereses de esa clase deshumanizada.
Son las clases que han dominado siempre, desde que el mundo conoce las riquezas.
Así ha sido la historia. Por ejemplo, en el medioevo, la oligarquía o la Iglesia Católica, en ciertos momentos, era la que tenía el don de la verdad; la que determinaba qué era lo justo; cuál la esencia de las cosas, la subyugación a un Dios implacable, inmisericorde, la misericordia la dispensaba el Papa, a veces el gran pecador; no acatar los designios de esa oligarquía era morir en la hoguera o en las torturas. Los medios de información modernos rescatan los juicios de fe de la Santa Inquisición y persiguen el mismo objetivo: conservar el poder de la clase dominante.
El pueblo norteamericano, el enemigo de las guerras, cuando puede expresarse, como durante la guerra de Vietnam e Irak, no es el ejemplo para esa clase venezolana apátrida que anhela imitarlo. Émulo puede ser otro pueblo norteamericano, jurídica y militarmente existente, como el puertorriqueño, sostenido por las bondades crematísticas de un estado colonial libre asociado.
Abogado