La España política, instrumento del imperio

De setecientos ochenta y cinco diputados de una cosa que llaman Parlamento Europeo, solamente veintisiete respaldaron la resolución antivenezolana por la que se solidarizan con todos aquellos que “sufren persecución política en Venezuela”: Estos veintisiete individuos que, la verdad, no sé para qué sirven, la mayor parte son españoles. Entre ellos está el inmenso Herrero, conocidísimo aquí desde que vino a Caracas a regañarnos. La Derecha española que responde a los dictados del señor José María Aznar no quiere a Chávez, no le cae simpático, ¡no le gusta Chávez pues! Y desde que perdió las elecciones, anda de la ceca a la meca trabajando para Bush y para las transnacionales autoquebradas. Ese es su trabajo y ¡sabe hacerlo!: veintisiete votos de ochocientos y pico, es una buena tajada.

El Parlamento Europeo viene a ser una de las tantas ONG montadas por el imperio y para el servicio del imperio. Nada más. Es uno de sus voceros y ¡punto! El día que ya no le sirva, lo disuelve y aquí no ha pasado nada.

Las diferencias entre Aznar, Rajoy y Zapatero radican en que mientras los dos primeros tienen aspecto de sinvergüenzas y lo son, el otro, Zapatero, diera la impresión de debilidad y timidez. Pareciera que nunca está en su sitio y, como pariente pobre, anda fuera de lugar. Hasta ahora, que yo sepa, se pasa todo el santo día en el Parlamento, defendiéndose de las acometidas de un Rajoy caradura, mediocre y reaccionario hasta los tuétanos. Zapatero, cuando lo convocan, acude a las reuniones de los primeros ministros europeos, en donde parece que siempre procura pasar desapercibido. Zapatero dista mucho de parecerse al extrovertido Sarkozy, y mucho menos, al parlanchín Berlusconi. Por otra parte, tampoco puede competir con muchas esperanzas en el engorroso juego de la maldita crisis. Posiblemente de ahí su timidez.

Los debates políticos que vemos y oímos por las televisoras en el Parlamento español, nada tienen que envidiar a los que se daban en el primer quinquenio de los años treinta del siglo pasado: aún recordamos al viejo Lerroux, tracalero y acanallado, buscando siempre ubicación política, hoy con unos y mañana con otros. Al doctor Albiñana, terrateniente extremeño quien machaconamente exigía desde su escaño el regreso simple y llano del sistema feudal en la tenencia de tierras. O al catolicísimo Gil Robles, ministro de la guerra quien, sin temblarle el pulso, firmó varias sentencias de muerte contra los mineros asturianos en rebeldía.

Después de setenta y cinco años, ¿qué diferencias hay entre aquellos individuos del pasado y el Rajoy que, ante la crisis que actualmente azota al mundo y por ende al pueblo español, conmina a Zapatero a que saque dinero de los programas sociales y se lo entregue a los banqueros y a los empresarios autoquebrados instándolo, así mismo, a subsidiar a la empresa privada?... Neoliberalismo puro, ¡inmaculado! ¿En qué cambió España desde que enterraron a Franco en el Valle de los Caídos más que en el destape, la tanga, las tertulias ambiguas en televisión, un consumismo grotesco, un desclasamiento total del trabajador y el reforzamiento del capital especulativo hasta lo inimaginable?

¿Qué ejemplo de derechos humanos pueden darle los españoles a Venezuela, si allá, a la más mínima señal de protesta por parte de los obreros o estudiantes, la policía los enfrenta con armamento contundente y peligroso? Díganlo las manifestaciones de hace unos dos meses que se dieron en Barcelona. Allí hubo sangre, sangre de verdad. Y no como aquí donde, en ese sentido, la policía se limita a la defensa con escudos de plástico y alguna que otra bomba lacrimógena de poca efectividad.

Estamos hasta las narices de la España aznarista, antipática y metomentodo que, a falta de méritos y logros propios, pareciera que escogió el desairado papel de celestina de un imperio criminal y decadente. Por aquí anduvo el tal Herrero, individuo que, como dicen en Canarias, “no se sabe ni qué burra lo parió”. Se le dejó decir lo que quiso, ¡toda una sarta de necedades! y luego, muy amablemente, se le puso en un avión que lo dejó en Brasil, no sin antes decirle: ¡Anda, vete a jorungar a tu madre!... Así es como hay que tratarlos, aunque pienso si no sería conveniente darles también antes una buena patada en el fondillo.

Venezuela no critica en absoluto ni al gobierno ni a la oposición española. Lo que hagan o dejen de hacer, es su problema. Aquí no tenemos —y podríamos tener— parlamentos fiscalizadores de las barbaridades que por allá se reproducen como la verdolaga. Porque lo que es igual no es trampa. Personalmente, creo que nuestro gobierno es demasiado permisivo con estas organizaciones fascistas o fascistoides que descaradamente se nos meten hasta en la sopa: “Miles de casos”, dice la diputada Pilar Ayuso, persona de la misma cuerdita del Herrero. ¡Venga a Venezuela y véala, señora Ayuso!, véala sin que le paguen luego por opinar. Auscúltela, y no mienta por encargo.

Pedro Guerreiro, diputado europeo por Portugal, fue más digno que los españoles, por lo menos en este caso. Rechazó públicamente la intervención de los veintisiete tipejos que alzaron la mano contra Venezuela. En múltiples ocasiones hemos visto que la actitud de los políticos portugueses en relación a nuestro país ha sido más ecuánime y amistosa que la de los españoles. Portugal no olvida la acogida que sus ciudadanos tuvieron aquí cuando la vida en la Europa de la posguerra era difícil. La España oficial parece que lo ha olvidado o nunca lo tomó en cuenta. Ahora vemos con repugnancia cómo sus dirigentes encabezan, con harta frecuencia, todo ataque a Venezuela, de manera miserable, haciéndose voceros y promotores de un antivenezolanismo rastrero que responde a los intereses del imperio, el cual no se resigna a perder el petróleo y otras riquezas que hasta hace pocos años tenía como suyos.

Muchos de nosotros, como venezolanos nacidos en España, condenamos categóricamente esta clarísima y reiterada campaña de descrédito que ni Venezuela merece, ni España tiene motivo alguno para orquestar.

Nos hubiera gustado que la España obrera, la España popular, la España secularmente oprimida, la España que en algún momento histórico tuvo que emigrar en busca del pan que su tierra le negaba, dijera algo, se pronunciara y, de alguna manera, hiciera sentir su protesta y su repugnancia hacia toda esa basura absolutamente divorciada de la realidad.

Uno se pregunta cómo aquella España que durante cerca de tres años hizo frente, sola y desamparada, al fascismo internacional, permite ahora que los Aznares, Zapateros y Rajoyes pretendan entregarla atada de pies y manos a los insaciables intereses de un imperio decadente, sin nada que ofrecer, ni siquiera dignidad. ¿Qué ha sido de aquella España orgullosa que hoy se presta con tanta facilidad a servir de cipayo a quien en lo humanístico no le llega ni a las patas?

rouranela@yahoo.com


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