Mike Davis prologa una reedición de la clásica biografía de Eugene Debs escrita por Ray Ginger en 1949 y reflexiona sobre la historia del movimiento obrero socialista en los EEUU.
Al contrario que muchos de mis coetáneos en la Nueva Izquierda de los años sesenta, nunca llevé pañales de rojo. Yo no podía alardear de una valiente abuela yidisch que cerró la puerta a las Centurias Negras, de un abuelo que conoció a Lenin, o de padres que colectaron dinero para enviar ambulancias a España o se enamoraron en un concierto de Paul Robeson. Aunque crecí en un hogar fuertemente vinculado al sindicalismo, donde Pat Gorman (el líder de los Meatcutters) y Franklin D. Roosevelt eran deidades paternales, no había ni distintivos de Earl Browder ni Little Red Songbooks (Breves Cancioneros Rojos) escondidos por ahí en el tocador de mis padres. Sencillamente éramos ordinarios trabajadores de cuello azul votantes de los demócratas. Y aun así, como mucha de la gente sin un origen de izquierdas, hay una pequeña pero importante huella de Eugene Victor Debs en la historia de mi familia – un testimonio casero de su perdurable influencia.
¿Debs? Durante generaciones Gene Debs, junto con la política de clase trabajadora a la cual él dedicó su vida, ha sido censurado de nuestros planes de estudios o, peor aún, reducido a una mera curiosidad: el socialista que obtuvo un 6% del voto presidencial en 1912. Como su mismo héroe personal, John Brown del Harper's Ferry, la vida y las metas de Debs no terminan de encajar en los panteones históricos respetables o en la narrativa del progreso nacional. Sin embargo Debs, el fantasma de esa otra América radical, se resiste a desaparecer. Sea como el líder de los huelguistas de Pullman en 1894, como uno de los fundadores del Industrial Workers of the World (Trabajadores Industriales del Mundo) en 1905, como candidato presidencial socialista en 1912, o como el preso político de Woodrow Wilson más famoso en 1920, Debs ocupó un lugar demasiado preponderante en la historia contemporánea como para ser sencillamente expulsado por la condescendencia de una posteridad ignorante u hostil.
Como muchos otros agradecidos lectores, tropecé por primera vez con Debs a través de la extraordinaria biografía de Ray Ginger, y di con Ginger gracias al Chevy del 55 azul pastel que estrellé en un muro durante una carrera callejera con colegas adolescentes y borrachos, el día de San Valentín de 1964. Mientras estaba en el hospital, el bueno de mi padre me trajo un ejemplar de The Bending Cross (publicado por primera vez en 1949) – posiblemente con la esperanza de desengancharme de la basura de libros sobre maquear coches (Crash Car Club, Hot Rod Inferno y por el estilo) a la que yo era claramente adicto. Su sindicato, los Amalgamated Meatcutters and Butcher Workmen (Trabajadores de Mataderos y Carniceros Unidos) tenía un papel decisivo en la restauración de la casa de Debs en Terre Haute, y él pensó que yo podría hallar algo de inspiración y madurez en la biografía de Ginger. Mi madre, que incesantemente nos recordaba que ella no era una “liberal sensiblera” como mi padre (su presidente favorito era Calvin Coolidge) sostenía que algunos meses en un reformatorio juvenil o incluso mejor, en San Quentin, arreglarían mi carácter muchísimo más que un buen libro; sin embargo, echó un vistazo al Ginger y comentó “a tu abuelo le gustaba”.
Esa fue, como mínimo, una revelación sorprendente. Cuando mi combativo abuelo irlandés, Jack Ryan, volvió de ir a la carga en la Colina de San Juan (o lo que sea que hiciese en la batalla de Santiago de 1898), irritó enormemente a sus nuevos cuñados de Columbus (Ohio) al convertirse en abierto partidario de Teddy Roosevelt y el ala progresista del Partido Republicano. El clan de mi abuela, los Mulligan, eran miembros de las hermandades del ferrocarril, y Demócratas acérrimos hasta la médula (un tío abuelo solía reconocer que votar al GOP era casi tan impensable como “ser visto en público bebiendo limonada con un metodista”). Y sin embargo hasta que finalmente se pasó a F.D.R. en 1936, mi abuelo se mantuvo siempre como un leal Republicano (de ahí la extraña afinidad de mi madre por Silent Cal), con la chocante excepción de las elecciones presidenciales de 1920, cuando votó por un socialista convicto en lugar de por un hijo de Ohio y candidato del GOP, el senador Warren G. Harding.
Casi un millón de americanos, de hecho, votaron en 1920 por el prisionero federal número 9653, y muchos de ellos eran camaradas poco comunes, como mi abuelo republicano: gente que no estaba necesariamente de acuerdo con la política de Debs, pero que admiraba su devoción por la causa de los trabajadores y su valor para denunciar la carnicería de la Primera Guerra Mundial. Según mi madre, mi abuelo había oído hablar una vez a Debs desde el furgón de cola de su famoso “Red Special”, el tren que lo llevó a través del Medio Oeste durante las elecciones de 1908, y estaba consternado de que “la conciencia de América” hubiese sido sentenciado a diez años en la cárcel federal, por criticar al Presidente Wilson y la guerra en su famoso discurso de Canton (Ohio) en junio de 1918. Y estaba particularmente cabreado con Wilson por haber mantenido a Debs y cientos de otros socialistas y sindicalistas en la cárcel mucho después del Armisticio, y por deportar a miles de “agentes subversivos” en 1919 sin siquiera aparentar un debido proceso. El abuelo creía que Wilson estaba ebrio de poder, intoxicado por su propia retórica moralista.
De hecho el dramático choque entre Wilson y Debs, que Ginger esboza con maestría, fue una de las grandes confrontaciones político-morales en la historia moderna de América, enfrentando al progresismo moralista y autocomplaciente contra un desafiante socialismo. Mi abuelo, aunque fuese él mismo un Bull Moose Progressive, detestaba la rimbombante hipocresía de Wilson y la intolerancia calvinista. Aunque Wilson permanece consagrado en la mitología de los libros de texto como el “gran idealista”, fue de hecho el enemigo presidencial más despiadado de las libertades civiles y la disidencia política en toda la historia americana. Las cazas de brujas y las listas negras de los primeros años de la Guerra Fría palidecen al lado del reino de terror antirradical desatado por la administración Wilson. Además de encarcelar a los líderes del Industrial Workers of the World (Trabajadores Industriales del Mundo) y del Partido Socialista de América, Wilson suprimió la prensa de izquierdas radical, impuso la ley marcial en los pueblos mineros fuertemente militantes de Montana y Arizona, envió la guarnición federal para hacer respetar el poder de las empresas en los campos madereros del noroeste del Pacífico y soltó a los guardas de la American Protective League (Liga Americana de Protección) para dar caza a prófugos, quemar librerías radicales y apalear o incluso linchar inmigrantes radicales de izquierdas. Mientras pontificaba sobre los “derechos de las pequeñas naciones”, invadió México, Haití y la República Dominicana, así como también mandó dos grandes fuerzas expedicionarias para ayudar a los “Blancos” en la guerra civil rusa. En contraste con estas intervenciones tan agresivas, el aristócrata de la supremacía blanca de Virginia se negó a levantar un solo dedo mientras los afroamericanos eran masacrados en las calles de East St. Louis en 1917 y de Chicago en 1919.
Si esta política de despotismo presidencial, represión interna e intervenciones en ultramar – todo ello perfumado con piadosos e inacabables sermones – suena familiar, es con toda seguridad debido a que Woodrow Wilson, tanto como Ronald Reagan o Dick Nixon, es el espejo en que se mira George W. Bush; y sólo por el hecho de que Debs fuese el más destacado oponente público del imperialismo liberal de Wilson, su vida y su política merecerían hoy en día nuestra atenta atención. Pero el bombero ferroviario de Indiana – que sólo tenía 14 años cuando empezó por primera vez a trabajar por 50 centavos al día en las tiendas de la línea Vandalia – también se mantiene como un paradigma de firmeza de carácter incomparable para aquéllos que pretendan cambiar el mundo.
En estos tiempos sin héroes – una cínica “edad de calma” parecida a los años veinte – es fácil perder la fe en la capacidad humana de transformación: a la edad de treinta años, como muy tarde, muchos de los activistas contemporáneos han visto dispersarse las filas de seguidores a su causa más por la ambición y el egoísmo que por la represión o la fatiga. Es fácil creer que a nuestra especie le falta el gen necesario para el fraternalismo socialista y el cooperativismo mancomunado. Vemos tan poca evidencia de auténtico desinterés o compromiso inquebrantable con los principios, que estamos casi obligados a aceptar definiciones reaccionarias de la naturaleza humana como inherentemente competitiva, consumista y de estrechez de miras. Tal vez es inevitable que jóvenes radicales se conviertan en conservadores de mediana edad, que los rebeldes de los talleres se conviertan en autocráticos burócratas sindicalistas, y que los héroes de ayer a favor de los derechos civiles acaben como politicuchos hastiados en el páramo moral del Partido Demócrata. Y tal vez a consecuencia de ello, sea mejor cultivar silenciosamente la anarquía en los bosques de Oregon o simplemente tirar la toalla y sacarse un MBA.
En cambio, The Bending Cross nos ofrece un anticuado – y sí, incorregiblemente romántico – ethos para el activismo; un antídoto contra el hastiado cinismo posmoderno, que aparece convincente y coherente gracias al ejemplo de la vida misma de Debs. Es irónico que el líder socialista fuese encarcelado por “deslealtad”, ya que lo que más distinguió a Debs fue su firmeza moral y lealtad inquebrantable al movimiento obrero. Cuando la administración de Cleveland movilizó tanto a la caballería como a los juzgados para destruir la American Railway Union (Sindicato del Ferrocarril Americano), el primer acto de Debs después de salir de la cárcel fue asumir personalmente todas las deudas del sindicato, incluso aunque después le llevase 15 años pagarlas. Del mismo modo, cuando cientos de socialistas y miembros del IWW (Industrial Workers of the World – Trabajadores Industriales del Mundo) contrarios a la guerra fueron enviados a prisión en 1917 y 1918, Debs prometió unírseles, a pesar de tener tan mala salud que su familia temía que se estaba exponiendo de facto a una sentencia de muerte.
Pero la estatura moral de Debs, como muestra Ginger, se formó directamente en la extraordinaria cultura de la camaradería y la solidaridad que se había forjado en las épicas huelgas de las décadas de 1890 y 1900. En una época dónde los huelguistas derrotados eran marcados de por vida y poseer una carné del sindicato (especialmente si era rojo) podía conllevar una paliza o la cárcel, los trabajadores militantes debían contar con vehementes vínculos de solidaridad y fraternidad. Dentro del Partido Socialista, especialmente entre sus bases, esto se convirtió en un espíritu de amor y celebración: un afecto y camaradería que impregnó el movimiento durante sus primeros años a pesar de las incesantes peleas y batallas entre facciones.
Debs era la personificación del ideal del “buen camarada” y obtenía su sueldo no por estar en un alto cargo o ser una celebridad del celuloide, sino por el cariño de la gente común. A su vez, él constantemente cuidaba de transmitir fuerza y optimismo a una militancia a menudo agotada y desmoralizada. Ginger nos describe un pequeño incidente cuando Debs estaba subiendo al tren en Terre Haute en 1918 camino de su penoso viaje a la prisión federal: “Un minero del carbón surgió de entre la multitud y agarró el brazo de Debs: ‘Estamos contigo, Gene – por Dios, estamos contigo hasta el último de nosotros’. Debs le besó en la mejilla y murmuró: ‘Ya lo sé. Hasta el último suspiro resistiremos juntos, todos nosotros. Solamente si resistimos juntos podemos esperar una victoria. Vosotros cuidad de los de fuera y yo cuidaré de los de dentro’.
El conocido afecto que exhibía Debs ha sido a menudo desacreditado condescendientemente por escritores que no son socialistas como muestra de un carácter generoso pero ingenuo: H. L. Mencken, por ejemplo, alabó públicamente al socialista encarcelado como el “hombre más decente en América” pero luego desechó el trabajo de su vida describiéndolo como la misión de un loco. Los liberales y los social-demócratas, por su lado, a menudo retratan a Debs como una figura cordial, incluso trágica, la cual contribuyó noblemente al avance de las reformas a pesar de su romance con una “revolución americana” sin porvenir.
The Bending Cross debería desengañar a los lectores de todas esas preconcepciones que pintan a Debs como un santurrón loco o como un precursor utópico del New Deal. Como ampliamente demuestra Ginger, Debs merecía totalmente la subversiva reputación que le imputaban los robber barons (barones ladrones) y los presidentes Cleveland y Wilson. Fue un fiero luchador por la justicia social en exactamente el mismo sentido que John Brown y Malcom X, y a pesar de su rechazo hacia la violencia, no vaciló en aconsejar una defensa propia con armas a los mineros cercados de Colorado, o en recordar a sus camaradas de clase media que el cooperativismo mancomunado y su placentero reino seria seguramente inaugurado con una guerra revolucionaria. Nadie – ni Mother Jones ni incluso Big Hill Haywood – tomó parte en tantas huelgas, participó en tantos piquetes, o en general estuvo en tantos campos de batalla de la guerra de clases como Debs. Puede que él haya sido la figura unificadora – de hecho el más fulcro – del Partido Socialista, pero también se alineó sistemáticamente con el ala izquierda durante las divisorias y graves disputas sobre la supuesta recomendación del sabotaje por parte del IWW, la oposición a la guerra y al servicio militar obligatorio, y el apoyo a la Revolución de Octubre.
Si el Debs liberal o socialdemócrata es un hombre del Oeste Medio (Main Street Terre Haute) puro y simple, el Debs real – por muy poco viajado que estuviese fuera de los viejos 48 estados – fue una figura central del socialismo internacional, parte de ese heroico puñado de prominentes líderes de antes de la guerra – incluyendo a Jean Jaures, Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, James Connolly, Leon Trotsky y V.I. Lenin – que se opusieron a la capitulación de la Segunda Internacional ante el frenesí militar y el asesinato en masa. Su internacionalismo fue repetidamente demostrado con su entusiasmo por la Revolución Mexicana, su apoyo a las revueltas irlandesa e india y su inmediata y ferviente solidaridad con el experimento revolucionario en Rusia. “Nikolai Lenin”, observa Ginger, “correspondió completamente al respeto y la admiración de Debs”, y en su famosa Letter to American Workers (Carta a los Trabajadores Americanos) de 1918 alabó al recién encarcelado opositor contra la guerra como la encarnación de las mejores cualidades de la clase trabajadora americana.
Debs, evidentemente, también personificaba algunas de sus carencias. Como otros líderes radicales de los trabajadores, solía tragar con todo menos con la teoría, y tenía muy poco interés en las complejidades de la reproducción capitalista y las crisis económicas. Se convirtió en un marxista orgulloso, pero estaba más capacitado para citar en sus discursos a Víctor Hugo o a Abraham Lincoln. A pesar de su amistad con innumerables modernistas o bohemios de primera fila, sus gustos literarios o culturales seguían apreciando el recargado sentimentalismo de las décadas de 1870 y 1880 (si bien Debs nunca fue tan desesperadamente anticuado o encorsetado como su buen amigo Upton Sinclair). Mucho más importante es que su poderosa identificación con la tradición abolicionista coexistió durante muchos años con la tolerancia hacia el racismo que impregnaba las segregadas hermandades de los ferrocarriles. Aunque finalmente se convirtió en un valiente y claro defensor de la igualdad racial, su visión del sindicalismo industrial como el gran motor del cambio social dejaba poco espacio, conceptual o programático, para un papel autónomo y democrático-revolucionario de los movimientos negros de liberación.
Ginger es muy duro con la tendencia de Debs a usar jerga (casi inevitable en una vida de continua oratoria), sus más que frecuentes estancias en el bar y su incapacidad para usar su experiencia en la cárcel para instruirse adecuadamente en teoría social e historia. Pero Debs resulta del todo irresistible por su corriente humanidad, y sus excesos de retórica sentimentalista (y a veces de alcohol) difícilmente desmerecen la grandeza moral de su resistencia desafiante o la estratégica claridad de su síntesis del sindicalismo industrial y la izquierda socialista. Debs fue el mejor valedor de la izquierda americana, pero no el único, y The Bending Cross nos presenta una comunidad de almas similares y queridas: Henry Demarest Lloyd, Kate Richards O’Hare, Mother Bloor, Floyd Dell, Jack London, David Karsner, Elizabeth Gurley Flynn, Frank Harris, Ralph Chaplin, John Reed, Alfred Wagenknecht, Fred Warren, Carl Sandburg, Art Young, Theodore Debs y los muchos otros que una vez llevaron el Red Special.
Cuando Ginger escribió este libro en 1949, algunas de las principales figuras del socialismo de Debs estaban todavía vivas, y el Partido Comunista todavía no había sido hecho añicos por la persecución de McCarthy y las revelaciones de Krushchev sobre los crímenes de Stalin. Hoy en día, casi tres generaciones después, la Nueva Izquierda ya ha ido y venido y algunos de los acontecimientos clave de la vida de Debs, como la huelga de Pullman, están enterrados en el siglo pasado. El significado último del socialismo de Debs depende pues de si la presente generación quiere o no tejer sus propios vínculos con este pasado rebelde. Corresponde, en otras palabras, al lector decidir con qué se quedará de esta maravillosa biografía, y si las lejanas vidas de Debs y sus camaradas nos inspiran para emulares o por el contrario sólo nos apenan por nuestra propia y triste época.
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[1].- Mike Davis es miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso.
Traducción de Xavier Fontcuberta Estrada
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