(Microensayo sobre el primer mundo)

Procusto y el fantasma de la economía

Afiebrada y dogmática teoría económica que no ha dejado de recorrer el planeta. Hace casi un siglo sus sordas y flácidas carencias fueron desnudadas por un pensamiento económico que hacia su debut fuera de los textos. Su peculiaridad: centraba su enfoque en la intervención del estado para regular la demanda agregada y estabilizar el ciclo económico. Así, como quedó dicho en menos de tres simples líneas, fue superada la crisis económica más compleja, profunda, de mayor alcance internacional y larga en el tiempo jamás conocida: la Gran Depresión (1929-1939). También significó la superación del liberalismo económico clásico, desprestigiado entonces, por las teorías del gasto público y fiscal, igualmente conocidas como de la demanda agregada. Pero el afiebrado y desprestigiado recetario sigue, con arrojos de los tiempos de Reagan-Thatcher, reclamando legitimidad académica e influyendo en las políticas públicas. Volviéndose a manifestar con otra crisis de alcance global, que, como la anterior, afectó también a Europa: la burbuja inmobiliaria estadounidense de los años 2007 y 2008, con repercusiones que llegan hasta nuestros días.

Pero esas repercusiones, en el desempleo, baja del consumo, reducción de la natalidad, aumento de la deuda pública y severos programas de autoridad, poco significan en la mesa de la estrecha y uniformadora teoría del Procusto de las ciencias económicas. Otros efectos relacionados con la hipertrofia de la producción y el impacto en la desigualdad corren igual suerte y se estrellan frente a la obstinación autoritaria que circula en las arterias de este intolerante hijo de Poseidón. No es por falta de neuronas, talento ni dedicación al estudio. Es que no está en su naturaleza psicológica, ideológica y bases epistemológicas eso de dialogar con otros enfoques y menos todavía con la realidad. Agita y se agita, incapaz de advertir la necesidad de concebir paradigmas fuera de la dicotómica y reduccionista formula del Barbarismo político-genérico y el Barbarismo tecnocrático-especialista. Mucho menos se quiere dar por enterado de temas como la huella ecológica, "ese típico constructo del marxismo cultural de los demonios".

No se haga carbón del palo caído. Este antiguo posadero del Ática no es el mismo burdo e ignorante de la mitología griega que nadaba sádico en la sangre de sus víctimas. Este es leído, ajustador, estadístico, sindromático y desearía no ver nunca una gota de sangre desperdiciada. Para eso está el Estado, el Estado policía y sus hospitalarias habitaciones de seguridad. Su mérito, además de la devoción al recetario clásico, es la rigurosidad del empeño. Durante casi un siglo (si se toma como arbitrario hito la crisis de la bolsa de Nueva York) ha venido demostrando tanto o más disciplina en el ejercicio de su fe que la mismísima Orden de San Bruno. Esos no son todos sus méritos: errar el blanco durante esos cien años no significa que vaya a claudicar atenuando la temperatura de sus calenturientos bríos de carnicero, siempre afanoso de segmentar cuanta realidad se interpone frente a sus clásicas convicciones económicas. Otra de sus fortalezas: con la perseverancia de Hércules, en ningún momento duda de que toda complejidad sea reducible a los límites de su mesa de operaciones, como aquel ingenuo, convencido de que el mapa es el territorio. Hoy, sobre los hombros de excitadas religiosidades y con vientos que le hacen guiños, plantea la revancha histórica a quien ya lo dejó antes en sombríos y vergonzosos cueros de pelo enrulado.

Se levanta orejudo. Gime por un cargado café que le devuelva brillo y lucidez frente a la cámara, la academia y la acción al servicio del dios de la avaricia. Agarra los mecates, serruchos, máscaras, reductores, estiradores, tornillos y tuercas; y se lanza a la heroica porfía para intentar matar a uno de los más importantes villanos, si no el más peligroso de todos los de su narrativa. Lo que exceda del lecho es poco con tal de cumplir su cruzada: borrar la obra, el prestigio y el nombre de John Maynard Keynes, un fantasma duro de roer.

«Ajusto la realidad a mis convicciones, luego existo», es el monólogo con que este hijo de dioses anuncia su asalto a las piernas de los también engañados por otras demagogias, no menos reprochables, y que ahora confían su suerte al hospitalario posadero de turno, que se apresura a poner la mesa donde ellos, nosotros todos, somos el plato.




 



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Servio Antulio Zambrano


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