Al sur de América hubo elecciones y hubo plebiscito

Aguas de octubre

La Jornada
Un par de días antes de que al norte de América se eligiera al presidente del planeta, al sur de América hubo elecciones y hubo plebiscito en un país ignorado, un país casi secreto, llamado Uruguay. En esas elecciones ganó la izquierda, por primera vez en la historia nacional; y en ese plebiscito, por primera vez en la historia mundial, el voto popular se opuso a la privatización del agua y confirmó que el agua es un derecho de todos.


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El movimiento que encabeza Tabaré Vázquez acabó con el monopolio compartido de los dos partidos tradicionales, que venían gobernando el Uruguay desde el origen del universo.

-Yo creía que habíamos ganado los blancos, pero ganamos los colorados -se escuchaba decir, así o a la inversa, en cada elección. Por oportunismo, sí, pero también porque después de tanto cogobernar, blancos y colorados se habían convertido en un partido único disfrazado de dos.

Harta de que le tomaran el pelo, la gente hizo uso del poco usado sentido común. Se preguntó la gente: ¿Por qué prometen cambios y otra vez nos invitan a elegir entre lo mismo y lo mismo? ¿Por qué no hicieron esos cambios si llevan una eternidad en el gobierno? El vicepresidente del país llegó a la conclusión de que este pueblo preguntón no es inteligente.

Nunca se había hecho tan evidente el abismo que separaba al país real de los discursos cazavotos. En el país real, país malherido, donde sólo se multiplican los emigrantes y los mendigos, la mayoría optó por taparse los oídos ante el discurserío de estos marcianos compitiendo por el gobierno de Júpiter con altisonantes palabras venidas de la Luna.

Ninguno de los dueños del poder tuvo la honestidad de confesar:

-Estamos jodidos todos ustedes.

Hace treinta y pico de años, brotó el Frente Amplio en estas llanuras del sur. "Hermano, no te vayas", exhortaba el nuevo movimiento: "Ha nacido una esperanza".

Pero la crisis fue más veloz que esa esperanza, y aceleró la hemorragia de población que ha vaciado de jóvenes al país. Al fin del sueño de la Suiza de América, empezaba la pesadilla de la pobreza y la violencia. La espiral de la violencia culminó en la dictadura militar, que convirtió a Uruguay en una vasta cámara de torturas.

Después, cuando volvió la democracia, los políticos dominantes exterminaron lo poco que quedaba del sistema productivo y convirtieron a Uruguay en un gran banco. El banco quebró, como suele ocurrir con los bancos cuando los asaltan los banqueros, y nos quedamos llenos de deudas y vacíos de gente. Ahora hasta los dentistas se quejan: "Poquita gente, poquitos dientes".

En todos esos años, de desastre en desastre, hemos perdido una multitud. Los jóvenes son los que más se han ido, a buscar trabajo en otros suelos, bajo otros cielos. Y para más inri, no contento con expulsar a los muchachos, este sistema esclerótico les prohíbe votar. Uruguay es uno de los pocos países donde no pueden votar los que viven en el extranjero, ni en los consulados ni por correo. Parece inexplicable, pero tiene explicación. ¿A quién votarían esos votos? Los dueños del país sospechan lo peor. Tienen razón.


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En el acto final de su campaña, el candidato a la vicepresidencia por el Partido Colorado anunció que si la izquierda ganaba las elecciones, todos los uruguayos serían obligados a vestir igual, como los chinos en la China de Mao.
El fue uno más entre los muchos involuntarios agentes de publicidad de la izquierda triunfante. Ni el más sacrificado de los militantes ha hecho tanto por la victoria como los tribunos de la patria que alertaron a la población contra el inminente peligro de que la democracia cayera en manos de tiranos enemigos de la libertad y delincuentes enemigos de la democracia, terroristas, secuestradores y asesinos. Fueron denuncias de gran eficacia: cuanto más atacaban a los diablos, más votos sumaba el infierno.

En gran medida gracias a esos heraldos del apocalipsis, y a su verba tronante, la izquierda ha logrado ganar, en primera vuelta, por mayoría absoluta. La gente votó contra el miedo.


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También el plebiscito del agua fue una victoria contra el miedo. La opinión pública uruguaya sufrió un bombardeo de extorsiones, amenazas y mentiras. Votando contra la privatización del agua, íbamos a sufrir la soledad y el castigo y nos íbamos a condenar a un porvenir de pozos negros y charcos malolientes.
Como en las elecciones, en el plebiscito ha vencido el sentido común. La gente ha votado confirmando que el agua, recurso natural escaso y perecedero, debe ser un derecho de todos y no un privilegio de quienes pueden pagarlo. Y la gente ha confirmado, también, que no se chupa el dedo y sabe que más temprano que tarde, en un mundo sediento, las reservas de agua serán tanto o más codiciadas que las reservas de petróleo. Los países pobres, pero ricos en agua, tenemos que aprender a defendernos. Más de cinco siglos han pasado desde Colón. ¿Hasta cuándo seguiremos cambiando oro por espejitos?

¿No valdría la pena que otros países sometieran el tema del agua al voto popular? En una democracia, cuando es verdadera, ¿quién debe decidir? ¿El Banco Mundial o los ciudadanos de cada país? ¿Los derechos democráticos existen de veras, o son las frutillas que decoran una torta envenenada?

Unos años antes, en 1992, también el Uruguay había sido el único país del mundo que había sometido a plebiscito la privatización de las empresas públicas. El 72 por ciento votó en contra. ¿No sería democrático plebiscitar las privatizaciones en todas partes, habida cuenta de que comprometen el destino de varias generaciones?


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Los latinoamericanos hemos sido educados, desde hace siglos, para la impotencia. Una pedagogía que viene desde los tiempos coloniales, enseñada por militares violentos, doctores pusilánimes y frailes fatalistas, nos ha metido en el alma la certeza de que la realidad es intocable y no tenemos más remedio que tragar en silencio los sapos nuestros de cada día.
El Uruguay de otros tiempos había sido una excepción. Contra la herencia del no hay caso y del no se puede, y contra la costumbre de confundir el realismo con la obediencia y la traición, este país supo tener educación laica y gratuita antes que Inglaterra, voto femenino antes que Francia, jornada de trabajo de ocho horas antes que Estados Unidos y divorcio antes que España (70 años antes que España, para ser exactos).

Ahora estamos empezando a recuperar aquella energía creadora, que parecía perdida en la larga noche de la nostalgia. Y nada mal nos vendría tener muy en cuenta que aquel Uruguay de los tiempos fecundos fue hijo de la audacia, no del miedo.


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Fácil no será. La implacable realidad no demorará en recordarnos la inevitable distancia que separa lo que se quiere de lo que se puede. La izquierda llega al gobierno en un país roto, que en tiempos muy pasados estuvo a la vanguardia del progreso universal y hoy hace cola entre los de más atrás, un país fundido, endeudado hasta los pelos y sometido a la dictadura financiera internacional, que no vota pero veta.
Tenemos un reducido margen de maniobra y movimiento. Pero lo que en soledad resulta difícil, y hasta imposible, puede ser imaginado, y hasta realizado, si nos juntamos con los países vecinos como hemos sido capaces de juntarnos con los vecinos del barrio.


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En la primera manifestación de la historia del Frente Amplio, que lanzó un río de gente a las calles, alguien había gritado, entre asustado y feliz, desde la multitud:
-¡Apeligramos ganar!

Treinta y pico de años después, se dio.

Este país está irreconocible. Del fue al es, del es al será: la gente, que andaba tan descreída que ya ni en el nihilismo creía, ha vuelto a creer, y cree con ganas. Los uruguayos, melancólicos, quedados, que a primera vista parecemos argentinos con valium, andamos bailando en el aire.

Tremenda responsabilidad para los triunfadores. Para quienes fueron votados, y para quienes los votamos. Habrá que cuidar, como la hoja que cuida al fruto, este renacimiento de la fe, esta refundación de la alegría. Y recordar cada día cuánta razón tenía don Carlos Quijano, cuando decía que los pecados contra la esperanza son los únicos que no tienen perdón ni redención.


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Eduardo Galeano/La Jornada


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