Ayer, los electores estadounidenses eligieron no sólo a su nuevo presidente sino al hombre más poderoso del planeta. Desde el final de la «guerra fría», después de la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desaparición de la Unión Soviética en 1991, los Estados Unidos de América se han convertido en la única hiperpotencia mundial. Los trágicos atentados del 11 de septiembre de 2001 ratificaron esta hegemonía y convirtieron de hecho al jefe de la Casa Blanca en una nueva especie de emperador de la tierra. En casi todas partes del planeta, el presidente norteamericano ejerce una influencia determinante sobre un número considerable de acontecimientos. En materia de comercio, de medio ambiente, de seguridad o de relaciones internacionales, sus decisiones tienen un impacto significativo sobre lo que ocurre en nuestros propios países. Justificada o no, cualquier decisión tomada por Washington afecta de modo importante a todas las democracias y a la mayoría de los pueblos del mundo. Y no sólo en materia de guerra y paz, como lo hemos visto con la invasión y la ocupación de Irak, sino también, por ejemplo, en el área económica.
No hay un solo país miembro de la Organización Mundial del Comercio (OMC) cuya economía y cuyo mercado no se vean afectados por las decisiones de Washington. Ningún Estado moderno puede declararse por completo independiente del formidable poder de atracción de la economía americana. Estados Unidos es la locomotora de lo que se llama la globalización liberal. Muchas de las medidas que toma su presidente en materia, por ejemplo, de aumento de tasas a la importación, pueden tener un impacto capital sobre algunos sectores de nuestra agricultura, nuestra pesca o nuestra industria, y traducirse en nuestros países por pérdidas importantes de empleos.
En la cuestión de la seguridad, ya hemos visto cómo la «guerra contra el terrorismo internacional» después del 11 de septiembre de 2001 ha conducido al presidente norteamericano a tomar medidas muy severas de control de las personas y de las fronteras. Y a exigir que todos los países aliados adopten leyes muy semejantes. Ya no se viaja con la misma libertad de antes, sobre todo si se tiene la intención de ingresar en territorio estadounidense.
Conviene recordar que con la independencia, en 1776, de Estados Unidos y la adopción de la Constitución, en 1787, se instituyó por primera vez en la historia la función de presidente de la Republica. Este cargo no había existido nunca antes, en ningún país (en la Roma antigua, el magistrado supremo de la Republica era el cónsul). George Washington, presidente desde 1789 hasta 1797, fue el que por primera vez en la historia del mundo ejerció esa función. Pero durante más de un siglo, aunque hubo presidentes célebres como Adams, Jef-ferson o Lincoln, el centro del poder lo tenían, ante todo y sobre todo, los miembros del Congreso. El primero que consiguió transformar la presidencia en una institución más activa y dominante fue Theodor Roosevelt (1901-1909) que lanzó la construcción del Canal de Panamá, limitó la concentración del poder económico y tuvo una visión más imperial de América en la política internacional. Luego, con el presidente Woodrow Wilson (1913-1921), el vencedor de la primera guerra mundial, el presidente de Estados Unidos se convierte en uno de los principales líderes del planeta.
Con los demás vencedores, -Reino Unido, Francia e Italia- Wilson será el gran artífice de la recomposición del mapa político de Europa en 1919 y uno de los promotores de la Sociedad de Naciones (organismo precursor de las Naciones Unidas).
A lo largo del siglo XX, una serie de presidentes con fuerte personalidad (Franklin Roosevelt, Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Reagan y Clinton) han ido acaparando poderes que antes eran prerrogativas del Congreso. Hasta convertir a la persona que ejerce ese cargo en el dirigente político con más poder en el mundo.
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