Las elecciones presidenciales de Estados Unidos, apasionantes casi hasta el punto de la histeria, apenas si representan los impulsos democráticos más saludables.
Los estadunidenses son alentados a votar, pero no a participar de manera más significativa en la política. Esencialmente las elecciones son un método de marginar a la población. Se organiza una gran campaña de propaganda para concentrarse en esas personalizadas extravagancias cuatrienales y para hacer creer que "esto es política". Pero no lo es. Es apenas una pequeña parte de la política.
La población ha sido cuidadosamente excluida de la actividad política, y no por accidente. Una enorme cantidad de tiempo y dinero se ha dedicado a privar a muchos del derecho de representación. Durante los años 60, la explosión de participación popular en la democracia aterrorizó a las fuerzas de la convención, que organizaron una feroz campaña en contra. Hay demostraciones en la izquierda y en la derecha de que se intenta empujar a la democracia nuevamente al agujero al cual se cree pertenece.
George W. Bush y John Kerry pueden postularse porque están financiados básicamente por las mismas concentraciones de poder que se hallan en manos privadas. Ambos candidatos entienden que la elección tiene como propósito mantenerse alejados de temas candentes. Ellos son criaturas de la industria de relaciones públicas, que mantiene al pueblo fuera del proceso electoral. Todos se concentran en lo que se define como "cualidades" de los candidatos, no en su estrategia para gobernar. ¿Es el candidato un líder? ¿Un tipo agradable? Los votantes terminan respaldando una imagen, no una plataforma.
El mes pasado una encuesta de Gallup preguntó a entrevistados por qué pensaban votar por Bush o por Kerry. De una lista de múltiples opciones, apenas 6 por ciento de los partidarios del candidato republicano y 13 por ciento de los simpatizantes del demócrata eligieron las agendas/ideas/plataformas/objetivos". Y eso es lo que prefiere el sistema político. Con frecuencia los temas que más preocupan a la población no entran con claridad en el debate.
Un nuevo informe del Consejo de Relaciones Exteriores de Chicago, que monitorea de manera regular las actitudes estadunidenses en temas internacionales, ilustra esa desconexión.
Una considerable mayoría de estadunidenses está en favor de "trabajar con Naciones Unidas, inclusive si adopta pautas políticas que disgustan a Estados Unidos". La mayoría de los consultados también creen que "los países deben tener el derecho de ir a la guerra por su cuenta sólo si tienen fuertes evidencias de que están en inminente peligro de ser atacados". De esa manera, rechazan el consenso bipartidista de una "guerra preventiva".
En relación con Irak, las encuestas del Programa de Actitudes en Materia de Política Internacional muestran que la mayoría de los estadunidenses están en favor de permitir a Naciones Unidas asumir el liderazgo en torno a la seguridad, la reconstrucción y la transición política. En marzo pasado, los votantes españoles realmente votaron sobre esos asuntos.
Es notable que los estadunidenses mantengan esos puntos de vista similares (digamos, en la Corte Internacional de Justicia, o sobre el Protocolo de Kyoto) en virtual aislamiento. Ellos raramente escuchan esos temas en discursos de campaña, y posiblemente los considera idiosincráticos. Al mismo tiempo el nivel de activismo por cambios sociales podría ser mayor que nunca en Estados Unidos. Pero está desorganizado. Nadie sabe lo que ocurre en el otro lado de la ciudad.
En contraste, veamos lo que ocurre con los fundamentalistas cristianos. A comienzos de mes, en Jerusalén, el líder de la derecha religiosa Pat Robertson aseveró que pensaba crear un tercer partido si Bush y los republicanos vacilaban en su respaldo a Israel. Esa es una amenaza grave, pues Robertson está en condiciones de movilizar a decenas de millones de cristianos evangélicos que ya forman una significativa fuerza política, gracias a una extensa labor a lo largo de décadas en numerosos asuntos, y la formación de candidatos en los niveles que van desde consejos electorales hasta la presidencia.
Las elecciones presidenciales no carecen de activismo orientado hacia temas candentes. Durante los comicios primarios, antes de comenzar la campaña principal, los candidatos pueden plantear problemas y ayudar a organizar respaldo popular por ellos. Eso podría influir hasta cierto punto en la campaña. Luego de las primarias, simples declaraciones tienen un mínimo impacto si se carece de una organización significativa.
Existe la necesidad de que grupos progresistas populares crezcan y se hagan lo bastante fuertes como para que no puedan ser ignorados por los centros de poder. Las fuerzas de cambio que han surgido de las bases y estremecido la sociedad hasta sus cimientos incluyen a los movimientos sindical, por los derechos civiles, por la paz, feminista y a otros, consagrados a una tarea firme, dedicada, a todos los niveles, cada día, no apenas una vez cada cuatro años.
Pero no se pueden ignorar las elecciones. Hay que admitir que uno de los dos grupos que está compitiendo por el poder es extremista y peligroso, ha causado ya muchas dificultades, y podría causar muchas más. En cuanto a mí, he adoptado la misma posición que en 2000. Si el lector se halla en un estado en el cual las encuestas muestran una lucha cabeza a cabeza, debe votar para impedir que los peores sean elegidos. Si es otro estado, haga lo que crea mejor. Hay muchas consideraciones a tomar en cuenta.
Bush y su gobierno están comprometidos de manera pública a desmantelar y destruir toda legislación progresista y toda protección a las minorías, algo obtenido mediante la lucha popular durante el último siglo.
A escala internacional, tratan de dominar el mundo mediante la fuerza militar, incluida la "propiedad de espacio" para expandir su vigilancia y para atacar de manera preventiva.
Por tanto, en los próximos comicios, hay que elegir opciones sensatas. Pero esas son secundarias en relación con la seria acción política.
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