Ahora que agoniza en un hospital cerca de París, me acuerdo de la última vez que visité a Yaser Arafat en la Muqata, su residencia en Ramala, Cisjordania, donde acaba de pasar cuatro años confinado por decisión del primer ministro de Israel. Me condujo a él su biografo israelí y formidable periodista, Amnon Kapeliouk. Ramala se encuentra en las afueras de Jerusalén, y si no fuera por los rigurosos controles militares no se da uno cuenta de que sale de la ciudad santa. La residencia presidencial, hoy semiderruida por los bombardeos, es una casona de bastante mal gusto situada en un barrio sin ningún encanto donde dominan las villas edificadas a toda prisa pero con ostentación por nuevos ricos palestinos.
Llegamos muy temprano, hacia las siete de la manana, y hallamos al líder palestino cansado y como alucinado, parecía no haber dormido en varias noches. Nos había invitado a tomar el desayuno con él y varios de sus principales consejeros y ministros. Hablar con Arafat es siempre una experiencia dolorosa porque, desde hace unos años, estaba afectado por una enfermedad que le hacía temblar el labio inferior y eso entrecortaba sin cesar sus palabras y le daba un carácter de balbuceo penoso a todo lo que decía.
A pesar de estas impresiones, reinaba en el palacete una febril atmósfera de resistencia. Guardias armados hasta los dientes protegían el edificio y sus alrededores, y una vez dentro, hombres con uniforme y sin él pero todos con metralletas circulaban por los pasillos. Mientras esperábamos al presidente en un modesto salón decorado con el peor gusto posible, conversamos con los viejos compañeros de Arafat. Algunos, mitos vivientes para la juventud palestina, habían hecho todas las guerras, la de 1948, la de 1967, la del septiembre negro de 1970 en Jordania, la de 1973, la de Beirut en 1982, etcétera. Todas las habían perdido. Pero aquí estaban, en su tierra de Palestina, ahora autónoma en teoría, con la cúpula de la mezquita de Omar al alcance de la vista en Jerusalén Este, y de nuevo en la trinchera apoyando la segunda intifada y soñando con tener por fin ese soberano Estado de Palestina.
Palestina está sola...
Todos expresaban cierto pesimismo: «Palestina está sola -decía uno de ellos-; la mayoría de los dirigentes árabes no la apoyan más que por pura forma, porque temen a sus propios pueblos, y no hacen presión suficiente sobre Estados Unidos porque éstos son, en última instancia, sus verdaderos protectores».
He condenado mil veces esos atentados ...
Llegó el rais (presidente) Arafat y, sin gran protocolo, todos lo abrazaron con respeto y afecto. Era una reunión de amigos pero también una manera informal de recoger impresiones y de consultar a algunos de los más viejos veteranos. Le pregunté que por qué no impedía esos actos terroristas odiosos contra inocentes civiles en Israel que radicalizan a los ciudadanos y los conducen a votar por gobiernos de extrema derecha como el del general Sharon. Atentados que sirven más a la ambición de los halcones de Israel que a la causa palestina. «He condenado mil veces esos atentados -me respondio Arafat-. Todos saben, y las autoridades israelíes mejor que nadie, que esos atentados son cometidos por grupos islamistas que son mis adversarios y que las autoridades israelíes protegieron durante mucho tiempo. A mí me piden que combata a esos grupos pero me retiran todos los medios para hacerlo. Esos atentados sólo sirven la estrategia de la extrema derecha de Israel y su proyecto de destrucción de Palestina».
Un día, Palestina independiente existirá...
Ahora que está en coma profundo lejos de su patria tan amada, recuerdo las últimas palabras que nos dijo Arafat: «Podrán reocupar toda Cisjordania y Gaza, podrán arrestarnos por centenares, podrán matar a muchos y matarme a mí, pero una cosa es segura: un día, Palestina independiente existirá»