La mayoría católica y no católica del mundo esperaba de parte de los Cardenales reunidos en Roma una reflexión profunda en la dirección de corregir las graves faltas cometidas por la Iglesia como institución. La renuncia de Benedicto XVI, inusual en El Vaticano, era vista como una salida honrosa a la debacle producida en la Curia Romana por las denuncias formuladas sobre blanqueo de dinero de la mafia, tráfico de drogas y armas, miles de escándalos de abusos sexuales, explotación laboral y fraude económico.
En esta época de grandes avances tecnológicos y científicos, y del desarrollo de ideas y razones fundamentadas la jerarquía de la Iglesia Católica resulta anacrónica y retrograda, de cierta manera cavernaria. La falta de originalidad en esta institución religiosa obliga a destacar el dogma de la verdad absoluta e infalible en nombre de Cristo, cuando sabemos que Cristo no se comunica con nosotros hace dos mil años y su doctrina de paz y justicia social no se sigue. La última renuncia de un Papa se dio en 1415 o sea antes del descubrimiento de América por Cristóbal Colón; y los críticos dicen que Benedicto XVI huyó de los grandes escándalos que no son pocos desde cuando su camarero de confianza se robó la documentación secreta del Vaticano y saltaron las liebres negras del sombrero. Sin embargo, la supuesta huida más parece una cesantía acordada por el verdadero poder en el Vaticano, es decir, la Curia de los cardenales llamados príncipes de la Iglesia, que no perdonan la filtración y quieren impedir que los papeles sucios lleguen a los fiscales italianos que investigan las conexiones con la mafia y el blanqueo de dinero negro, y también a las organizaciones que investigan y han obligado a pagar indemnizaciones multimillonarias a miles de abusados, explotados y violados sexuales.
Esta franca descomposición de la Iglesia, si se tuvo en cuenta, en las discusiones preliminares cardenalicias y en el Cónclave de elección del nuevo Papa, no promete ser corregida con el argentino Francisco I. Sin cambio de dirección no puede haber soluciones y la elección de este pontífice, primer jesuita y primer latinoamericano, ratifica la posición conservadora, reaccionaria e impositiva, asumida por el Catolicismo después de los Papas Juan XXIII y Paulo VI. Juan Pablo II y Benedicto XVI desmontaron la creación de un necesario acercamiento del cristianismo hacia las poblaciones de base, consagrado en el famoso Concilio Vaticano II.
Aquí no se trata de aplaudir y de echar vivas porque don Francisco I es latinoamericano, pues Videla, Pinochet, Bordaberry, y otros bárbaros dictadores también lo fueron. Esta elección no es un triunfo deportivo. El análisis fundamental debe ir hacia la trayectoria y los intereses representados por este cardenal proclamado Papa. No se puede olvidar, aunque ahora aparezca como un santo, que este sacerdote tuvo vínculos cercanos con la dictadura criminal de los generales argentinos 1976-1983 siendo citado por la justicia para declarar por el robo de bebés a madres torturadas y asesinadas; para declarar sobre la gente desaparecida, oprimida y masacrada durante esos años siniestros; donde, además de decir que no se metía en política, se lavó las manos frente a la persecusión de los sacerdotes progresistas, algunos de su propia congregación jesuita. Las Madres de Plaza Mayo, los H.I.J.O.S, las abuelas, conocen lo sucedido. Respecto a los intereses representados, la Iglesia Católica es una enorme corporación de poder mundial donde Francisco I jugará el mismo desafortunado papel de sus antecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI, ya que teologalmente se declara un seguidor de ellos por encima del interés colectivo. Por consiguiente, su elección no es una simple casualidad, menos en el actual contexto latinoamericano de cambios políticos económicos y sociales.
La Iglesia Católica disputa históricamente presencia política en la sociedad, y es parte del régimen capitalista mundial, pues está íntimamente ligada a los poderes establecidos a fin de defender el sistema de explotación vigente, sin interesarle en estos tiempos de profunda crisis económica, crisis moral, crisis de civilización y de depredación de la naturaleza, los retos de la supervivencia de los pueblos. El rechazo a la Teología de la Liberación, a la Iglesia de los Pobres, o a los sacrificados mártires como Monseñor Romero, nos muestra la identificación de la jerarquía eclesiástica con los poderes fácticos del neoliberalismo económico, la globalización y el dominio imperialista. En la actualidad, debemos preguntarnos ¿Y dónde el rumbo hegemónico está siendo desafiado? ¿Y dónde los cambios políticos y sociales se están produciendo? ¿Acaso no es en América Latina dónde se habla de revolución bolivariana y Socialismo siglo XXI? Los procesos de cambio en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, la experiencia de la revolución cubana, incluidos los movimientos político-sociales, ideológicos y culturales en la región, obsesionan perversamente a las potencias económicas encabezadas por los Estados Unidos. La muerte del presidente Hugo Chávez con millones movilizados, no sólo en Venezuela, para constituirse en sujetos de cambio en cumplimiento de su legado revolucionario, representa una fuerza política democrática participativa fuera de control. Entonces, la Iglesia Católica lanza al ruedo el emblema de un Papa nacido en Latinoamérica, supuestamente compenetrado con los problemas de la pobreza, la desigualdad, la injusticia, pero, sin lugar a dudas, asociado a los planes de los Estados Unidos y Europa.
Francisco I, encaja dentro de los planes desestabilizadores del continente teñido de bolivariano, viene a cumplir con el poder imperialista mundial para disputar en el seno del pueblo las huestes revolucionarias, viene a dividir en nombre de la etérea divinidad de los ropajes y las mitras. El cardenal argentino en su nuevo papel de Sumo Pontífice no sólo tratará de oponerse al matrimonio de los homosexuales, o contra el aborto, o contra los preservativos, o contra la ordenación de las mujeres, sino de gestar una corriente “pastoral” “apostólica” de respeto hacia el orden neoliberal capitalista, retrógrado, y de dominación transnacional. Latinoamérica vive una efervescencia política definida, la Iglesia Católica como de costumbre, en defensa de los más poderosos, pretende intervenir en el proceso, no para empujar el coche en la dirección de la revolución sino para frenarlo. La contienda es ideológica a pesar del esfuerzo que empleará Francisco I para ganar conciencias, amparándose en la religión, aunque se conozca que la batalla es entre las ideas del cambio y las de la regresión.
El efecto Hugo Chávez en la región prevalece y los poderes del capitalismo imperialista están intranquilos por la sucesión política en Venezuela y por la continuidad de la revolución bolivariana sin Chávez; están nerviosos y preocupados por la capacidad de desarrollo del camino socialista. Y por supuesto, el miedo se agrandaría si aparece una Iglesia Católica de los Pobres y para los pobres, cuyo trabajo iría a levantar las banderas de los trabajadores y los sectores populares aprovechando el sentimiento religioso de ellos. La huida o cesantía del Papa Benedicto XVI, ex Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición) y adversario resuelto de la Teología de la Liberación, dejó temas candentes en manos de otros conservadores peores que él. La elección de Francisco I no cambiará nada, pues la Iglesia Católica, con sus príncipes cardenalicios, no se abre a las reformas de la modernidad y allí entonces su desintegración será irreversible por no abrazar la época. Un proceso de pugnas internas podría transformar la Iglesia Católica en un archipiélago de hermandades dogmáticas revueltas compitiendo unas con otras, como ocurre con la proliferación de sectas evangélicas de corte histriónico-teatral con las que el catolicismo compite cada vez más en los sectores deprimidos y marginales del Tercer Mundo.